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—¿Por qué aceptaste los golpes sobre ti mismo?

Dietrich sacudió la cabeza para librarse del zumbido, pero la sensación en sus oídos no desapareció. Se llevó una mano a la frente.

—No era ésa mi intención. Pensaba detenerlos.

—Pero ¿por qué?

—Te estaban golpeando. He pensado que eso no estaba bien.

—«Pensar…»

—Cuando decimos frases dentro de nuestra cabeza que nadie puede oír.

—¿Y «bien»?

—Me apena, amigo saltamontes, pero hay demasiado ruido dentro de mi cabeza para responder a una pregunta tan sutil, —Dietrich se puso en pie con dificultad. El sirviente no hizo ningún gesto de ayudarle.

—Nuestro carro está roto —dijo el sirviente.

Dietrich se palpó el hombro y dio un respingo.

—¿Qué?

—Nuestro carro está roto y su Herr ha muerto. Y debemos quedarnos aquí y morir y no volver a ver nunca más nuestra tierra. El mayordomo del carro, que gobierna ahora, dijo que revelar esto mostraría nuestra debilidad e invitaría a un ataque.

—El Herr no…

—Nosotros oímos las palabras que decís —dijo el krenk—. Vemos las cosas que hacéis y todas las palabras para estas cosas que el Heinzelmännchen ha aprendido. Pero las palabras para lo que hay aquí… —La criatura se colocó una grácil mano de seis dedos sobre el estómago—. Esas palabras no las tenemos. Tal vez nunca podamos tenerlas, pues sois muy extraños.

VII. SEPTIEMBRE DE 1348

La Aparición de Nuestra Señora del Socorro

En la aldea, cuando vieron las magulladuras que su sacerdote había recibido de manos de aquellos a quienes había pretendido ayudar, hubo quien quiso expulsar a los «leprosos» del Bosque Grande; pero Manfred von Hochwald ordenó que nadie traspasara los límites sin su permiso. Colocó un pelotón de soldados en el camino del valle del Oso para obligar a retroceder a todo el que, por curiosidad o por venganza, quisiera ir al lazareto. En los días siguientes, los hombres de Schweitzer rechazaron a Oliver, el hijo del panadero, además de a otros jóvenes del pueblo; a Theresia Gresch y su cesta de hierbas y, para sorpresa de Dietrich, a fray Joachim de Herbholzheim.

Los motivos del joven Oliver y sus amigos eran conocidos. Los hechos de los caballeros eran su modo de vida. Oliver se había dejado crecer el pelo hasta los hombros para imitar a sus superiores, y llevaba el cuchillo cruzado como una espada en el cinturón. El amor por una buena pelea los azuzaba, y vengar a su pastor proporcionaba una buena excusa para emprenderla a puñetazos y garrotazos. Dietrich les echó una reprimenda y les dijo que sí él podía perdonar a quienes le habían golpeado, ellos podían hacer lo mismo.

Los motivos que impulsaron a Theresia a dirigirse al Bosque Grande eran a la vez más transparentes y menos, pues en su cesta de hierbas había sumado a la ruda y la milenrama y la caléndula ciertas setas venenosas y el afilado cuchillo que empleaba a veces para extraer sangre. Dietrich la interrogó sobre estos artículos cuando los hombres de Schweitzer la devolvieron a la rectoría, y las respuestas adecuadas estaban en la Medicina de la abadesa Hildegarde; sin embargo, Dietrich se preguntaba si tenía otros usos en mente. La idea lo preocupó, pero no podía preguntarle con lógica sus motivos si no había sabido determinar su intención.

En cuanto a Joachim, el fraile sólo dijo que los pobres y los sin tierra necesitaban la palabra de Dios más que nadie. Cuando Dietrich respondió que los leprosos necesitaban más alivio que sermones, Joachim se echó a reír.

Cuando Max y Hilde fueron al lazareto el Día de San Eustaquio, Dietrich argumentó que estaba todavía demasiado dolorido y se quedó en el refectorio de su rectoría, donde comió unas gachas de avena que Theresia había cocinado en el edificio exterior. Theresia estaba sentada frente a él, absorta, cosiendo. Él tenía junto a las gachas una pechuga de gallina sazonada con salvia y pan y un poco de vino y luego hervida. La gallina estaba seca a pesar de todo, y cada vez que la mordía la boca le dolía porque tenía la mandíbula hinchada y se le había aflojado un diente.

—Una tintura de clavo podría hacer que ese diente mejorara —dijo Theresia—, si el clavo no fuera tan caro.

—Que bueno es oír hablar de tratamientos inexistentes —murmuró Dietrich.

—El tiempo lo curará —respondió ella—. Hasta entonces, sólo gachas o sopa.

—Sí, «Oh, doctora Trotula».

Theresia ignoró el sarcasmo.

—Mis hierbas y remedios para los huesos son suficientes para mí.

—Y tus sangrías —le recordó Dietrich.

Ella sonrió.

—A veces la sangre quiere salir. —Cuando Dietrich la miró, añadió precipitadamente—: Es cuestión de equilibrar los humores.

Dietrich no pudo captar el sentido de la frase. ¿Había pretendido ella vengarse de los krenken? ¿Sangre por sangre? «Cuidado con la ira de los plácidos, pues sus ascuas duran mucho tiempo después de que se hayan apagado las llamas.»

Dio otro mordisco a la gallina y se llevó una mano a la mandíbula.

—Los krenken saben golpear.

—Debéis mantener la cataplasma en su sitio. Así mejorará la magulladura. Son gente terrible, esos krenken vuestros, para trataros de esa forma, querido padre.

Las palabras lo conmovieron.

—Están perdidos y tienen miedo. Los hombres en tal situación suelen revolverse.

Theresia continuó cosiendo.

—Creo que el hermano Joachim tiene razón. Creo que necesitan otro tipo de ayuda diferente a la que vos (y la esposa del molinero) les habéis estado ofreciendo.

—Si yo puedo perdonarlos, también tú.

—Entonces, ¿los habéis perdonado?

—Naturalmente.

Theresia depositó la labor en su regazo.

—No es tan natural perdonar. La venganza es natural. Pegadle a un perro y morderá. Sacudid un nido de avispas y os picarán. Por eso hizo falta alguien como nuestro bendito Señor para enseñarnos a perdonar. Si habéis perdonado a esa gente, ¿por qué no habéis regresado, como han hecho el soldado y la esposa del molinero?

Dietrich hizo a un lado la pechuga a medio comer. Buridan había argumentado que no podía haber acción en la distancia, y el perdón era una acción. ¿Podía haber perdón en la distancia? Bonita pregunta. ¿Cómo conseguiría que los krenken se marcharan si no iba a verlos? Pero la ferocidad de los krenken lo aterrorizaba.

—Unos cuantos días más de descanso —dijo, posponiendo la decisión—. Venga, trae los pasteles que están al fuego y te leeré el De usu partium.

Su hija adoptiva sonrió.

—Me encanta oíros leer, sobre todo los libros de curaciones.

El Día de Nuestra Señora del Socorro, Dietrich se acercó renqueando a los prados para comprobar la siembra de las tierras que tenía en diezmo y que atendían Félix, Herwyg el Tuerto y otros. La segunda plantación había dado comienzo y por eso los bramidos de los bueyes y los relinchos de los caballos se mezclaban con el tintineo de los arneses y el esfuerzo de los percherones, las maldiciones de los campesinos y el golpeteo de las azadas destripando terrones. Herwyg había iniciado el trabajo en abril y sembraba a mayor profundidad. Dietrich habló brevemente con el hombre y aprobó su trabajo.

Vio a Trude Metzger tras el arado, en la parcela vecina. Su hijo mayor, Melchior, tiraba del buey con una cuerda mientras el menor, un mozalbete, blandía una azada de su misma altura. Herwyg, mientras su yunta se volvía en la parcela principal, comentó sabiamente que la siembra era trabajo de hombres.