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—Es peligroso que un niño tan pequeño tire del buey —le dijo Dietrich al granjero—. Así es como fue arrollado su marido.

El rugido de un trueno lejano resonó en Katerinaberg y Dietrich alzó la mirada al cielo sin nubes.

Herwyg escupió en la tierra.

—Tiempo de tormenta —dijo—. Aunque no huele a lluvia. Pero a Metzger lo arrolló, un caballo, no un buey. El necio avaricioso agotaba a la bestia. También en domingos, aunque no me gusta hablar mal de los muertos. Un buey ataca de frente, pero un caballo puede darse la vuelta y lanzar una coz. Por eso yo uso bueyes. ¡Hai! ¡Jakop! ¡Heyso! ¡Tira!

La esposa de Herwyg empujó a Heyso, el buey principal, y la yunta de seis animales empezó a avanzar. La tierra húmeda y pesada se abrió formando un montoncillo a cada lado del surco.

—La ayudaría —dijo Herwyg, señalando con la cabeza a Trude—. Pero su lengua no sería más agradable ni su hombre regresaría. Y tengo mis propias parcelas que sembrar todavía, pastor, cuando termine con la vuestra.

Era una invitación cortés para que se marchara, así que Dietrich cruzó la valla hacia la tierra de Trude, donde su hijo aún se debatía con la yunta. Cada vez que el buey cambiaba de postura, Dietrich esperaba que el joven quedara aplastado debajo. El niño más pequeño se había sentado a un lado del surco y lloraba de cansancio, la azada caída de sus dedos entumecidos y sangrantes. Trude, mientras tanto, azuzaba al buey con su látigo y al chico con la lengua.

—¡Cógelo por el morro, mocoso perezoso! —exclamó—. ¡A la izquierda, atontado, a la izquierda!

Cuando vio a Dietrich, volvió hacia él el rostro manchado de barro.

—¿A qué vienes, cura? ¿Con más consejos inútiles, como el viejo tuerto?

—Tengo un pfennig para ti —dijo Dietrich, buscando en su zurrón—. Puedes contratar a un Gärtner para que te ayude con el arado.

Trude se quitó la gorra y se pasó una mano por la frente enrojecida, dejando otra sucia marca de tierra.

—¿Y por qué debo compartir mi riqueza con un destripaterrones?

Dietrich se preguntó cómo su pfenning se había convertido en su riqueza.

—A Nickel Langermann le vendrá bien el trabajo y tiene fuerza para manejar el arado.

—Entonces, ¿por qué no lo ha contratado nadie?

«Porque tiene tan malas pulgas como tú», pensó Dietrich, pero se mordió la lengua por prudencia. Trude, sospechando tal vez la inminente retirada del pfennig, se lo arrancó de los dedos.

—Hablaré con él mañana —dijo—. ¿Vive en la choza que hay junto al molino?

—Allí mismo. Klaus lo emplea en el molino cuando tiene trabajo.

—Veremos si es tan bueno como dicen vuestras alabanzas. ¡Melchior! ¿Has enderezado ya la yunta? ¿Es que no sabes hacer nada bien?

Trude soltó las riendas y corrió a la cabeza de la yunta y le arrancó las riendas a su hijo. Apoyándose en la yunta, pronto tuvo a los animales alineados y devolvió las riendas al muchacho.

—¡Así es como se hace! ¡Ahora, espera a que empuñe el arado! Dios de los cielos, ¿qué he hecho para merecer a estos inútiles? Peter, te has saltado unos cuantos pedazos de tierra. Recoge esa azada.

Peter se puso en pie antes de que su madre pudiera arrancarle la cabeza como había hecho con el buey principal.

Dietrich salió al camino y regresó a la aldea. Pensó en visitar a Nickel para advertirlo.

—No parecéis un hombre feliz —anunció Gregor cuando Dietrich pasaba ante el patio del cantero. Gregor había colocado una gran losa de piedra en su bastidor y sus hijos y él estaban trabajando en ella.

—He visto a Trude en el campo —explicó Dietrich.

¡Ja! A veces pienso que el viejo Metzger se arrojó él mismo a los pies del caballo para escapar de ella.

—Creo que estaba borracho y se cayó.

El cantero sonrió sin humor.

—La causa primaria es la misma en cualquier caso. —Esperó a ver si Dietrich apreciaba su uso del lenguaje filosófico y luego se echó a reír. Sus hijos, sin entender qué era una causa primaria, comprendieron que su padre había hecho un chiste y se rieron con él—. Eso me recuerda una cosa —añadió Gregor—. Max os ha estado buscando. El Herr quiere hablaros, allá en el Hof.

—¿Dijo sobre qué asunto?

—La colonia de leprosos.

—Ah.

Gregor siguió trabajando la piedra, dando con su cincel golpes duros y precisos. Volaron lascas. Entonces se agachó para estudiar el nivelado, pasando una mano por encima.

—¿Es peligroso tener a leprosos tan cerca? —preguntó.

—La putrefacción se extiende por contacto, o eso escribieron los antiguos. Por eso deben vivir aparte.

Ach, no me extraña que Klaus esté como está. —Gregor se irguió y se limpió la mano en un trapo que colgaba de su delantal de cuero—. Teme el contacto de Hilde. O eso he oído. —El cantero lo miró bajo sus cejas pobladas—. Y eso dicen todos. No la ha montado nadie este mes pasado, pobre mujer.

—¿Eso es algo malo?

—La mitad de la aldea puede explotar de lujuria. ¿No fue Agustín quien escribió que puede tolerarse un mal menor para impedir uno mayor?

—Gregor, todavía podré hacer de ti un sabio.

El cantero se persignó.

—Que el cielo prohiba semejante cosa.

El sol de la tarde aún no había alcanzado el ventanuco y el scriptorium de Manfred estaba en parte a oscuras porque las antorchas no lograban iluminarlo. Dietrich se sentó a la mesa mientras Manfred cortaba en dos una manzana y le ofrecía la mitad.

—Podría ordenarte que regresaras al lazareto —dijo el señor.

Dietrich dio un mordisco a la manzana y la saboreó. Miró los candeleros, el tintero de plata, las bestias voraces de los brazos de la silla curul de Manfred.

Manfred esperó un momento más y luego apartó el cuchillo y se inclinó hacia delante.

—Pero necesito tu sabiduría, no tu obediencia. —Se rió—. Llevan tanto tiempo en mi bosque que debería cobrarles tributo.

Dietrich trató de imaginar a Everard cobrando tributo a Herr Gschert. Le dijo a Manfred lo que le había contado el sirviente: que su carro estaba roto y que no podían marcharse. El Herr se frotó la barbilla.

—Tal vez sea lo mejor.

—Creía que queríais que se marcharan —dijo Dietrich con cuidado.

—Y así es —respondió Manfred—. Pero no debemos apresurarnos. Hay cosas que debo saber sobre esa extraña gente. ¿Has oído los truenos?

—Toda la tarde. Se acerca una tormenta.

Manfred negó con la cabeza.

—No. Ese estallido lo produce un pot-de-fer. Los ingleses los usaron en Calais, así que conozco su sonido. Max está de acuerdo. Creo que tus «leprosos» tienen pólvora negra, o conocen su secreto.

—Pero si no es ningún secreto —dijo Dietrich—. El hermano Berthold lo descubrió en Friburgo en los días de Bacon. Aprendió de Bacon los ingredientes, aunque no las proporciones, que dedujo por prueba y error.

—Son los errores lo que me preocupa —dijo Manfred con sequedad.

—Llamaban a Berthold el Negro porque se chamuscaba con su pólvora muy a menudo.

Ockham le había enseñado a Buridan una copia de Bacon hecha por los monjes del Merton directamente de la del maestro, y Dietrich la había leído con avidez.

—Si no recuerdo mal, es el nitrato potásico lo que causa la violencia, junto con azufre para hacerlo arder y…

Dietrich calló y miró a Manfred.

—Y carbón —terminó Manfred tranquilamente—. El mejor es carbón de sauce, según he oído. Y últimamente hemos perdido a nuestros carboneros, ¿no es así?