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—Esperáis que esos krenken os fabriquen pólvora. ¿Por qué?

Manfred se apoyó contra las piedras. Enlazó los dedos bajo la barbilla, descansando los codos en los brazos del asiento.

—Porque el barranco es una ruta natural entre el Danubio y el Rin, y la Roca del Halcón está ahí como un tapón en una tubería. El comercio se ha reducido a un hilillo… y con él, mis propios ingresos. —Sonrió—. Pretendo demoler la Roca del Halcón.

Dietrich reconocía que Von Falkenstein, saqueador de peregrinos y monjas santas, necesitaba un correctivo. Sin embargo, se preguntaba si Manfred se daba cuenta de que suficiente pólvora para demoler la Roca del Halcón era más que suficiente para arrasar Burg Hochwald. Dietrich se contentó con la idea de que el arte era bastante difícil y requería un toque seguro. Si los krenken podían manejar la mezcla con seguridad, y Manfred lo aprendía de ellos, ¿cuánto pasaría antes de que toda la cristiandad lo conociera? ¿Qué sería, entonces, Burg o Schildmauer?

En su mente, filas de campesinos cargaban las «lanzas de fuego» de Bacon por un campo de batalla mientras los carros de guerra armados de Da Vigevano lanzaban bolas de piedra desde inmensos pots-de-fer. Bacon había descrito tubitos de pergamino que su amigo William Rubruck había traído de Catay, que explotaban con gran ruido y destellos. «Si se fabricara un artilugio de gran tamaño —había escrito el franciscano en su Opus tertius—, nadie podría soportar el ruido y la luz cegadora, y si el pergamino fuera sustituido por metal, la violencia de la explosión sería mucho más grande.» Bacon fue un hombre de visiones grandes y perturbadoras. Aquellos aparatos, plantados en el campo de batalla, podrían destruir la caballería de una nación entera.

Cuando entró en su aposento, Dietrich vio que la vela de horas estaba apagada. Colocó un poco de yesca en una retorta y la encendió con pedernal. Tal vez algún día un artesano ideara un reloj mecánico lo suficientemente pequeño para que cupiera en una habitación. Entonces, en vez de olvidarse de encender la vela, podría olvidarse de cambiar los contrapesos. Usando una bujía, trasladó la llama a la vela de horas. La luz espantó las sombras del centro de la habitación, confinándolas a las esquinas. Dietrich se inclinó para leer la hora y agradeció descubrir que sólo se había perdido un poco de la posición del sol. La vela debía de haberse apagado hacía apenas un ratito.

Se enderezó, y al otro lado de la habitación los ojos globulares de un krenk bailaron con el reflejo de un centenar de llamas. Dietrich dio un respingo y retrocedió un paso.

El krenk tendió su largo brazo, haciendo oscilar el arnés que llevaban muchos sirvientes. Como Dietrich no hizo ningún movimiento, el krenk lo sacudió vigorosamente y se señaló la cabeza para indicar su gemelo. Entonces colocó el arnés sobre la mesa y dio un paso atrás.

Dietrich comprendió. Recogió el arnés y, tras estudiar a su visitante para saber cómo se ponía, se lo colocó en la cabeza.

La cabeza de los krenken era más pequeña, así que el arnés le quedaba mal. Las orejas de las criaturas tampoco estaban adecuadamente colocadas, de modo que cuando Dietrich insertó la «almeja para oír» en su oreja (como vio que había hecho el krenk), la otra pieza, el mikrophone, no colgó junto a su boca. El krenk derribó la mesa y agarró a Dietrich.

Dietrich trató de zafarse, pero la tenaza del krenk era demasiado fuerte. Hizo rápidos pases sobre la cabeza de Dietrich, pero no eran golpes y, cuando la criatura se apartó, Dietrich descubrió que las correas se le ajustaban más cómodamente.

—Encaja ahora bien el arnés; pregunta —dijo una voz en su oído.

De modo involuntario, Dietrich volvió la cabeza. Entonces se dio cuenta de que la pieza de la oreja debía contener un Heinzelmännchen aún más pequeño que la caja de los apartamentos de los krenken. Se volvió a mirar a su visitante.

—Hablas en tu mikrophone, y te oigo a través de esta almeja.

Doch —dijo la criatura.

Como no podía haber acción a distancia, tenía que haber un medio a través del cual fluía el impulso. Pero si la voz hubiera fluido a través del aire, él habría oído el sonido directamente, en vez de a través de ese ingenio. Por tanto, debía existir un éter. Reticente, Dietrich descartó el tema.

—Has venido a entregar un mensaje —supuso.

—Ja. El que llamas Kratzer pregunta por qué no has regresado. Herr Gschert está preocupado porque cree saberlo. No aceptan la explicación que les ofrezco.

—Eres el sirviente. Al que intentaron golpear.

Hubo un momento de silencio mientras el krenk meditaba su respuesta.

—Tal vez no un «sirviente» según tu uso —dijo por fin.

Dietrich no insistió.

—¿Y qué motivo les has dado para explicar mi ausencia?

—Que nos temes.

—¿Y a Kratzer se le han caído los palos del sombrajo? Él no tiene ninguna magulladura.

—«Se le han caído los…»

—Es una frase hecha. Significa desanimarse.

—Vuestro idioma es extraño; sin embargo, la imagen es sugerente. Pero atiende. Kratzer observa tu… ¿tu condición? Observa que eres un «filósofo natural», como él. Así que no acepta mi sugerencia.

—Amigo saltamontes, obviamente crees haber explicado algo, pero no entiendo qué.

—Los que son golpeados aceptan la gracia de la paliza…, como cualquier filósofo debería saber.

—¿Es común entre vosotros, entonces? Se me ocurren gracias mejores.

El krenk hizo un gesto de rechazo.

—Tal vez «gracia» es una palabra desacertada. Vuestros términos son extraños. Gschert ve que nosotros somos pocos mientras que vosotros sois muchos. Tiene la frase en la cabeza de que vais a atacarnos… y por eso no venís.

—Si no vamos, ¿cómo podemos atacar?

—Le digo que nuestros bichos no ven ningún preparativo bélico. Pero él responde que todos los bichos del Burg han sido eliminados con cuidado, lo cual explica los preparativos secretos.

—O que a Manfred no le gusta que le espíen. No, nada de atacar: el Herr propone que seáis sus vasallos.

El krenk vaciló.

—Que significa «vasallo»; pregunta.

—Que os concederá un feudo y sus ingresos.

—Explicas un término desconocido con otro igualmente desconocido. Es común en vosotros; pregunta. Vuestras palabras dan vueltas sin cesar, como esos grandes pájaros del cielo.

El krenk se frotó los antebrazos lentamente. ¿Irritación?, se preguntó Dietrich. ¿Impaciencia? ¿Frustración?

—Un feudo es un derecho a usar o poseer lo que pertenece al Herr a cambio de un pago en dinero o servicios. A cambio, él… os protegerá de los golpes de vuestros enemigos.

El krenken permaneció inmóvil mientras las sombras de los rincones aumentaban y el cielo visible por la ventana se oscurecía hasta convertirse en magenta. La cima del Katerinaberg brillaba al sol, libre todavía de la sombra engullidora del Feldberg. Dietrich empezaba a preocuparse ya cuando la criatura se apartó lentamente de la ventana y contempló… ¿Qué? ¿Quién podía decir en qué dirección enfocaban aquellos peculiares ojos?

—Por qué hacéis esto; pregunta —inquirió por fin.

—Se considera buena cosa entre nosotros ayudar a los débiles y un pecado explotarlos.

La criatura volvió sus ojos dorados hacia él.

—Tonterías.

—Tal como el mundo entiende las cosas, tal vez.

—«Regalos hacen esclavos» es un dicho nuestro. Un señor ayuda para demostrar su fuerza y su poder, y obtiene los servicios de aquellos a quienes gobierna. El débil da regalos al fuerte para ganar su clemencia.