—Pero ¿qué es la fuerza?
El krenk golpeó el alféizar de la ventana con el antebrazo.
—Juegas con las palabras —susurró la voz del Heinzelmännchen al oído de Dietrich, y en ese momento pareció un extraño espíritu sin cuerpo sobre su hombro—. La fuerza es la habilidad para aplastar a otro.
El krenk extendió el brazo izquierdo y cerró lentamente sus seis dedos, antes de alzar el puño y descargarlo contra el suelo.
La criatura alzó la cabeza para mirar directamente a Dietrich, que no pudo moverse ni hablar, paralizado por tanta vehemencia. No hacía falta regresar al lazareto para arriesgarse a ser golpeado por esa gente de feroz temperamento. Los krenken eran muy capaces de llegar a la aldea, y hasta ahora se habían abstenido de hacerlo sólo porque se consideraban demasiado débiles. En el momento en que adivinaran su propio poder, quién sabía que brutalidades podrían cometer.
—Hay… —empezó a decir, pero no pudo terminar la frase bajo aquella mirada de basilisco, y por eso miró el crucifijo de Lorenz sobre su reclinatorio—. Hay otro tipo de fuerza —dijo—. Y es la habilidad de vivir ante la muerte.
El krenk chasqueó una vez sus mandíbulas laterales, enfáticamente.
—Te burlas de nosotros.
Dietrich cayó en la cuenta de que aquel chasquido le recordaba el de las hojas de unas tijeras. Recordó que, cuando uno usaba aquel signo, el otro había ofrecido el cuello. Dietrich alzó la mano hacia su cuello involuntariamente y puso de nuevo la mesa entre él mismo y el forastero.
—No pretendo burlarme. Dime cómo os he ofendido.
—Incluso ahora —respondió el krenk, pegado a su oído, aunque la habitación se interponía entre ambos—. Incluso ahora, y no sé por qué, pareces insolente. Debo decirme siempre que no eres un krenk y que no conoces la conducta adecuada. Te lo he dicho: nuestro carro está roto y estamos perdidos y por eso debemos morir en este lugar lejano. Y tú nos dices que «vivamos ante la muerte».
—Entonces debemos reparar vuestro carro, o encontraros otro. Zimmerman es bueno haciendo ruedas y Schmidt podrá forjar las piezas de metal que sean necesarias. A los caballos les desagrada vuestro olor y los aldeanos no podrán dejar sus bueyes para tirar de vuestro carro: si tenéis plata podremos reclutar animales en otro sitio. Si no, cuando sepamos cómo, un buen paseo…
La voz de Dietrich se apagó cuando el krenk golpeó sus antebrazos arrítmicamente contra la pared.
—No, no, no. No se puede ir andando y vuestros carros no pueden soportar el viaje.
—Bueno, William de Rubruck fue a Catay caminando y volvió, y Marco Polo y sus tíos han hecho lo mismo más recientemente, y no hay ningún sitio en esta tierra que esté más lejos que Catay.
El krenk lo miró una vez más y a Dietrich le pareció que aquellos ojos amarillos brillaban con peculiar intensidad. Pero fue un truco de las sombras y la luz de la vela.
—Ningún sitio en esta tierra —dijo la criatura—, pero hay otras tierras.
—Claro que las hay, pero el viaje hasta allí no es un viaje natural.
El krenk, siempre impasible, pareció envararse más.
—Tú… conoces esos viajes; pregunta.
El Heinzelmännchen aún tenía que dominar la expresión. Kratzer le había dicho a Dietrich que los lenguajes krenken empleaban el ritmo en vez de tono para indicar humor o pregunta o ironía. Así que Dietrich no podía estar seguro de haber oído esperanza en la traducción de la máquina.
—El viaje al cielo… —sugirió Dietrich, para asegurarse.
El krenk señaló hacía lo alto.
—«Cielo» está ahí arriba; pregunta.
—Ja. Más allá del firmamento de estrellas fijas, más allá incluso del orbe cristalino o el motor primero, el cielo empíreo inmóvil. Pero el viaje lo hacen nuestras esencias internas.
—Qué extraño que sepas eso. Cómo decís «todo-lo-que-es»: tierra, estrellas, todo; pregunta.
—Kosmos, «el mundo».
—Entonces, escucha. El mundo es en efecto curvo y las estrellas y… debo decir, «familias de estrellas» están en su interior, como en un fluido. Pero en otra… dirección, ni a lo ancho ni a lo largo ni a lo alto, se encuentra el otro lado del firmamento, que se asemeja a una membrana o piel.
—Un toldo —sugirió Dietrich; pero tuvo que explicar qué era «toldo», ya que el Heinzelmännchen no había oído nunca el término.
—La filosofía natural progresa de manera diferente, en artes distintas —dijo el krenk—, y quizá tu gente ha dominado el «otro mundo» mientras sigue siendo… simple en otros aspectos. —Miró por la ventana—. Tal vez tengamos salvación…
Dietrich sospechó que el último comentario no había sido hecho para que él lo oyera.
—Todos la tenemos —dijo, con cautela.
El krenk lo llamó con su largo brazo.
—Ven y te lo explicaré, aunque la cabeza parlante puede que no tenga las palabras.
Cuando Dietrich se le acercó vacilante, el krenk señaló el cielo cada vez más oscuro.
—Allí hay otros mundos.
Dietrich asintió lentamente.
—Aristóteles lo consideró imposible, ya que cada mundo se movería de manera natural hacia el centro del otro; pero la Iglesia dicta que Dios podría crear muchos mundos si lo deseara, como demostró mi maestro en su decimonovena pregunta sobre el cielo.
El krenk se frotó los brazos lentamente.
—Debes presentarme a tu amigo, Dios.
—Lo haré. Pero dime, para que existan otros mundos, debe existir un vacío más allá del mundo, y este vacío debe ser infinito para acomodar la multitud de centros y circunferencias necesarios para proporcionar lugares para esos mundos. Sin embargo «la naturaleza aborrece el vacío» y correría a rellenarlo, como sucede en un desagüe y una copa de extracción.
El krenk tardó en responder.
—El Heinzelmännchen vacila. Dice ja a una multitud de centros, pero qué significa… circunferencias; pregunta. A menos que sea lo que nosotros llamamos el terreno-del-sol. Dentro del terreno-del-sol, los cuerpos caen hacia dentro y rodean el sol; más allá, caen hacia afuera hasta que son capturados por otro sol.
Dietrich se echó a reír.
—Pero entonces cada cuerpo tendría dos movimientos naturales, lo cual es imposible.
De repente vaciló. ¿Poseería un cuerpo colocado más allá de la circunferencia convexa del motor primero una resistencia a su movimiento natural hacia abajo? Sin embargo, la criatura había sugerido también el sol como centro del mundo, lo cual era imposible, pues entonces habría paralaje de las estrellas fijas vistas desde la Tierra, algo contrario a la experiencia.
Pero un pensamiento más inquietante le asaltó.
—¿Dices que caísteis hacia fuera desde uno de esos mundos a través del «terreno-del-sol» para caer sobre el nuestro?
Satán y sus seguidores habían caído del mismo modo, «Estos krenken no son sobrenaturales», se recordó. De esto, su cabeza estaba convencida, por mucho que dudaran sus entrañas.
La conversación posterior aclaró ciertos asuntos y embrolló otros. Los krenken no habían caído de otro mundo, sino más bien habían viajado de algún modo tras los cielos empíricos. Los espacios situados tras el firmamento eran como un mar, y la ínsula, aunque en algunos aspectos era como un carro, era también un gran navío. Cómo esto era posible se le escapaba a Dietrich, pues carecía de velas y remos. Pero comprendía que no era ni máquina de engranajes ni galera, sino sólo como una máquina de engranajes o una galera, y no surcaba los mares sino algo como los mares.