—El éter —dijo Dietrich asombrado. Cuando el krenk ladeó la cabeza, Dietrich continuó—: Algunos filósofos especulan acerca de que hay un quinto elemento a través del cual se mueven las estrellas. Otros, incluido mi propio maestro, dudan de la necesidad de una quinta esencia y enseñan que los movimientos celestiales pueden ser explicados por los mismos elementos que encontramos en las regiones sublunares.
—O eres muy sabio o muy ignorante —dijo el krenk.
—O ambas cosas —admitió Dietrich alegremente—. Pero se aplican las mismas leyes naturales, ¿no?
La criatura devolvió su atención al suelo.
—Cierto, nuestro vehículo se mueve a través de un mundo insensible. No puedes verlo, olerlo ni tocarlo desde esta existencia. Debemos atravesarlo para regresar a nuestro hogar en los cielos.
—Así debemos hacer todos —reconoció Dietrich, mientras su miedo a aquel ser se convertía en piedad.
El krenk sacudió la cabeza y emitió una y otra vez un sonido de succión con sus labios superior e inferior, muy distinto al aleteo de su risa.
—Pero no sabemos qué estrella marca nuestro hogar —dijo después de unos minutos—. Por el modo de hacer nuestro viaje, a través de las direcciones hacia dentro-curvas, no podemos saberlo, porque el aspecto del firmamento difiere en cada sitio y la misma estrella puede tener un color distinto y estar en un lugar diferente de los cielos. El fluido que impulsa nuestra nave saltó de un modo inesperado y corrió por el surco equivocado. Ciertos artículos ardieron. ¡Ach! —Se frotó los antebrazos bruscamente—. No tengo palabras para decirlo, ni tú palabras para escucharlo.
Las palabras de la criatura intrigaron a Dietrich. ¿Cómo podía venir de un mundo diferente y sin embargo sostener también que había venido de una estrella que estaba dentro de la octava esfera de este mundo? Se preguntó si el Heinzelmännchen había traducido adecuadamente el término «mundo».
Pero sus pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido de pasos en la grava, ante la puerta.
—Mi huésped regresa. Sería mejor que no te viera.
El krenk saltó al alféizar de la ventana.
—Conserva esto —dijo, indicando su arnés—. Usándolo, tal vez podamos hablar a distancia.
—Espera. ¿Cómo debo llamarte? ¿Cuál es tu nombre?
Los grandes ojos amarillos se volvieron hacia él.
—Como quieras. Me divertirá enterarme de tu elección. El Heinzelmännchen me ha contado lo que significan los términos Gschert y Kratzer, pero no he permitido que intercale esos términos en nuestra habla por su adecuado significado.
Dietrich se echó a reír.
—Vaya. Así que juegas tu propio juego.
—No es un juego.
Y dicho esto la criatura se marchó, saltando sin hacer ruido desde la ventana al Bosque Pequeño, al pie de la colina de la iglesia.
VIII. OCTUBRE DE 1348
De San Miguel a la Feriae Messis
San Miguel llegó y con é1 la corte anual, que el Herr celebró en el prado bajo un antiguo tilo amarillo claro. El árbol se agitaba con la brisa de otoño y las mujeres se arrebujaban en los chales que llevaban alrededor de los hombros. Al sudeste, nubes oscuras se congregaban sobre el valle de Wiesen, pero el aire no olía a lluvia y el viento suspiraba en dirección opuesta. Un invierno seco, profetizó Volkmar Bauer, y la charla pasó a la siembra de invierno. Hombres y mujeres vestían sus mejores galas para honrar a la corte: calzas y blusas cuidadosamente zurcidas y casi limpias, pero vulgares comparadas con la elegancia de Manfred y su séquito.
Everard presidía desde un banco situado ante el gran árbol y los miembros del jurado estaban sentados a su lado para asegurarse de que no se violaba ninguna costumbre. Richart el Schultheiss trajo las Weistümer, las leyes de la aldea, escritas en pergamino y encuadernadas en forma de libro, y consultaba de vez en cuando las normas y privilegios registrados en él. No era tarea fácil, ya que los derechos se habían acumulado a lo largo de los años como el desorden en un cobertizo, y un hombre podía tener derechos diferentes por diferentes parcelas de tierra.
Jürgen, el Vogt, enseñó sus varas de medir y sus cuerdas anudadas y presentó el balance de las tierras del señor del año anterior. Los arrendatarios libres asistieron al recital con claro interés, comparando los beneficios del Herr con los suyos propios con la sutil aritmética que les permitía, a aquellos que no sabían de números, el uso de los dedos. Wilimer, el contable del Herr, que había dejado de sembrar y segar hacía apenas unos años, lo transcribió todo con letra clara en hojas de pergamino pegadas por un lado. Comprobó sus sumas en un ábaco y anunció que el Herr le debía a Jürgen veintisiete pfennig para cuadrar la cuenta.
Después, el viejo Friedrich, el ayudante del administrador, hizo recuento de multas y deudas. Como Wilimer, realizó las sumas con los números árabes de Fibonacci, pero tradujo los resultados a números romanos para su copia final. Eso hacía que la probabilidad de error fuera elevada, porque el viejo Friedrich entendía de números romanos poco más que de gramática latina… Solía confundir el ablativo con el dativo.
—Si escribo las palabras en latín, tengo que escribir los números en latín también —explicó el hombre en una ocasión.
La primera multa fue Buteil para el viejo Rudolf de Pforzheim, que había muerto el día de Sixto. El Herr tomó posesión de su «mejor bestia», una yegua de tiro llamada Isabella, y naturalmente todos los hombres debatieron si en efecto era la mejor bestia de Rudolf, lo cual dio pie a diversas opiniones, ninguna coincidente.
Felix Ackermann se levantó para pagar Merchet por su hija, pero Manfred, que estaba atento en su asiento bajo el tilo, anunció una condonación «a la vista de las pérdidas del hombre en el incendio». Esto levantó un rumor de admiración en la asamblea; a Dietrich le pareció que los había comprado barato. El Herr podía ser generoso en asuntos de poca monta.
Trude Metzger sorprendió a todo el mundo pagando Merchet para pedirle al Herr permiso «para casarse a voluntad». Esto disparó las lenguas de todas las mujeres y arrojó una sombra de aprensión sobre todos los hombres solteros. El Herr, divertido, le concedió el permiso.
Y así estuvieron hasta que el sol ascendió alto en el cielo. Heinrich Altenbach tuvo que pagar cuatro pfennig de multa por vivir fuera del feudo sin permiso del señor. Petronella Lürm había cosechado los campos del Herr «contraviniendo las prohibiciones del otoño». El hijo de Fulk Albrecht había robado el grano de Trude durante la cosecha. Los miembros del jurado interrogaron a los testigos con atención y, conociendo a las partes implicadas, recomendaron las penalizaciones.
Oliver Becker había increpado a gritos a Bertram Unterbaum el pasado uno de mayo, lleno de rencor por los afectos de Anna Kohlmann. Reinhardt Bent se había apropiado de tres surcos de todos los sembrados adyacentes a su terreno. Por esta ofensa, el hombre recibió sus buenos abucheos, pues para el campesino no hay mayor crimen que robar un surco a un vecino.
El propio Manfred presentó litigio contra doce Gärtners que durante la cosecha de heno de julio se habían negado a cargar las balas en los carros. Nickel Langermann explicó que el trabajo se había hecho en años anteriores «por amor al Herr», pero que no se requería en el Weistümer. Pidió a los arrendatarios libres que investigaran el asunto y Everard nombró una comisión de miembros del jurado.