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Después de esto, la corte hizo una pausa para almorzar pan y cerveza a expensas del Herr.

—Langermann se considera un Schulteiss —dijo Lorenz cuando la multitud se dispersó—. Siempre está buscando leyes que dicen que no tiene que trabajar.

—Si hace muchos hallazgos, nadie lo contratará, porque entonces no trabajará nada —contestó Dietrich.

Max Schweitzer apareció y se lo llevó a cierta distancia de los demás.

—El Herr me envía a preguntaros por la pólvora —murmuró.

—Su alquimista reconoció el carbón de las muestras —le dijo Dietrich—, y el azufre por sus propiedades y aspecto; pero el Heinzelmännchen no sabía la palabra krenk para nitrato potásico, así que estamos a la espera. Le dije que se encontraba normalmente bajo el estiércol, pero su mierda no es como la nuestra.

—Tal vez huele mejor —sugirió Max—. ¿Y si les damos una muestra? De nitrato potásico, quiero decir. Los alquimistas pueden identificar materiales desconocidos, ¿no?

Ja, pero los krenken no parecen dispuestos a hacer el esfuerzo.

Max ladeó la cabeza.

—No creo que su predisposición cuente.

—Tienen prisa por reparar su navío y regresar a su propio país.

Dietrich se volvió a mirar hacia el lugar donde estaba Manfred, acompañado por su séquito. Los hombres se reían por algo y Kunigunda, con el vestido orlado por una franja blanca bordada in orfrois con escenas de caza de ciervos y liebres, no sabía si comportarse con la dignidad de una dama en compañía de Eugen o perseguir a su hermana menor, que acababa de quitarle la toca. Manfred pretendía retener a los krenken contra su voluntad hasta aprender sus secretos ocultos.

—El Herr haría bien en no insistir en este tema.

—¿En su propia tierra? ¿Por qué no?

—Porque el brazo fuerte debe ser usado con amabilidad con la gente que puede tener pólvora.

Por la tarde, los aldeanos eligieron catadores de cerveza, miembros del jurado, guardianes y otros funcionarios para el año de cosechas que se avecinaba. Jürgen el Blanco declinó el honor (y el potencial gasto) de otro periodo como Vogt, así que Volkmar Bauer fue elegido en su lugar. Klaus fue elegido de nuevo Maier.

Seppl Bauer votó tímidamente por primera vez, alzando la mano a favor de Klaus como los demás propietarios. O como la mayoría de ellos, pues Trude Metzger expresó su descontento en voz alta y, como era propietaria de su parcela, votó en solitario por Gregor.

—Puede que el cantero sea lelo, pero no es un ladrón que agua la comida —declaró.

Gregor se volvió hacia Dietrich.

—Me alaba para ganar mis afectos.

Lorenz, al otro lado, agitó un dedo.

—Recuerda, Gregor, si alguna vez piensas en volver a casarte, que ella ya ha pagado Merchet, así que te saldría barata.

—Y valdría cada pfennig.

—El cuerpo no es más que una pantalla —dijo Theresia Gresch, rompiendo el silencio que había mantenido todo el día—, que brilla si dentro hay auténtica belleza. Por eso ella parece más simple de lo que es.

—Tal vez seas tú quien encienda su lámpara —le dijo Lorenz a Gregor.

Gregor hizo una mueca, ahora más que preocupado, no fuera a ser que sus amigos estuvieran planeando un nuevo matrimonio.

—Un hombre necesita una hoguera entera para esa empresa —gruñó.

Dietrich había puesto a su visitante nocturno el nombre de Johann von Sterne: Juan-de-las-estrellas. Reemprendió sus visitas al lazareto, y lentamente recuperó la confianza. Las criaturas lo miraban cuando llegaba, se detenían un momento y luego, tranquilamente, continuaban con sus actividades. Ninguna lo amenazó.

Algunos trabajaban diligentemente en el navío. Dietrich los vio encender fuego en algunas grietas y esparcir fluidos y extender tierra de colores sobre sus superficies. El aire, sin duda, también participaba en las reparaciones, pues a veces oía el siseo de gases en las profundidades desconocidas de la estructura.

Otros se ocupaban de la filosofía natural, dando extraños saltos sin sentido o paseando en solitario. ¡Algunos se encaramaban a los árboles como pájaros! Como el bosque en otoño se había convertido en una llamarada de color, usaban maravillosos instrumentos (fotografía) para capturar «dibujos de luz» en miniatura de las hojas. Una vez, Dietrich reconoció al alquimista por su ropa diferente, sentado en aquella peculiar postura, con las rodillas por encima de la cabeza, contemplando el arroyo que caía en un salto de agua. Lo saludó, pero la criatura, absorta en alguna contemplación, no respondió y, pensando que rezaba, Dietrich se marchó en silencio.

Dietrich sentía cada vez más frustración con la lentitud krenk.

—He visto a vuestros carpinteros apartarse de sus tareas —le dijo a Kratzer en una visita—, para recoger escarabajos o flores para vuestros filósofos. He visto a otros jugar con una pelota o dar saltos arriba y abajo sin ningún sentido aparente, desnudos. Vuestra tarea más urgente es la reparación de vuestro navío, no saber por qué nuestros árboles cambian de color.

—Todos aquellos que hacen el trabajo hacen el trabajo —anunció Kratzer.

Dietrich supuso que eso significaba que los filósofos no estaban capacitados para la construcción del navío, lo cual no era una conclusión sorprendente.

—Incluso así —insistió—, puede que haya tareas de aprendizaje que pudierais realizar.

Al oír esto las antenas de Kratzer se envararon y sus rasgos, nunca expresivos, se volvieron aún más impenetrables. Hans, que se había estado ocupando de catalogar imágenes de plantas y no prestaba ninguna atención aparente al discurso, se enderezó en su asiento con las manos detenidas sobre el conjunto de marcas con las que instruía al Heinzelmännchen. Los ojos de Kratzer clavaron a Dietrich en su asiento, que se agarró a los lados de la silla aterrorizado.

—Ese trabajo —dijo Kratzer por fin— es para aquellos que realizan ese trabajo.

La frase tenía el aspecto de ser un proverbio y, como muchos proverbios, adolecía de una concisión que lo reducía a una tautología. Le recordó a aquellos filósofos que, maleducados por los Antiguos, tenían prejuicios acerca del trabajo manual. Dietrich no podía imaginarse a sí mismo náufrago y poco dispuesto a ayudar a sus compañeros en las reparaciones necesarias. En esa situación, incluso los de noble cuna pondrían manos a la obra.

—El trabajo —señaló— tiene su propia dignidad. Nuestro Señor fue carpintero y se rodeó de pescadores y otra gente humilde. El papa Benedicto, que en paz descanse, era hijo de un molinero.

—He oído correctamente la expresión —dijo Kratzer—. Un carpintero puede convertirse en señor. Ja-ja-ja. Puede una piedra convertirse en pájaro; pregunta. O son todos vuestros señores de baja estofa; pregunta.

—Reconozco que el hombre rara vez se alza por encima de su cuna —admitió Dietrich—, pero no despreciamos al trabajador.

—Entonces no somos tan diferentes, tu pueblo y el mío —dijo Kratzer—. Para nosotros nuestro sitio está escrito… Creo que dirías que está escrito «en los átomos de nuestra carne». Tenemos una frase: «Como somos, así somos.» Sería absurdo despreciar a nadie por ser lo que nació para ser.

—¿Los «átomos de la carne…»? —había empezado a preguntar Dietrich cuando el Heinzelmännchen le interrumpió.