—Raras veces significa más a menudo que nunca; pregunta; exclamación.
Kratzer dirigió una serie de rápidos chasquidos a Hans y, al concluir, Hans expuso el cuello y se dedicó una vez más a escribir. Cuando volvió a hablar, retomó el tema anterior.
—Este curioso evento de los árboles de colores. Sabes la razón de ello; pregunta.
Dietrich, inseguro del sentido de la conversación y nada dispuesto a provocar la ira de Kratzer, respondió que el Herr Dios había dispuesto los cambios de color para advertir de la llegada del invierno, mientras que los árboles de hoja perenne mantenían la promesa de la primavera por venir y eso imbuía en los humores del año pesar y esperanza por igual. Esta explicación desconcertó a Kratzer, que preguntó si el señor a quien se debía Manfred era amo de los bosques, ante lo cual Dietrich desesperó de dar más explicaciones.
La Iglesia celebraba el principio de cada estación agrícola; rezaba por una buena siembra o por las lluvias del verano o por una buena cosecha. La feriae messis, la misa ferial, daba comienzo a la vendimia y por ello asistía a la misa Exultate Deo más gente que de costumbre. La falda sur del Katerinaberg estaba cubierta de viñas cuyo fruto se vendía bien en los mercados de Friburgo y proporcionaba a Oberhochwald una de sus pocas fuentes de plata. Pero el año anterior había vuelto a ser frío y había preocupación por el resultado de la cosecha.
En el ofertorio, Klaus presentó un puñado de uvas maduras de sus propias viñas y, durante la consagración, Dietrich estrujó una de las uvas para mezclar su jugo con el vino del cáliz. Normalmente, los miembros de la congregación charlaban entre sí, incluso se entretenían en el vestíbulo hasta que los llamaba la campana. Ese día observaban concentrados, atraídos no por el recuerdo del sacrificio de Cristo, sino por la esperanza de que el ritual trajera buena suerte en la vendimia…, como si la misa fuera simple brujería y no un memorial del Gran Sacrificio.
Al elevar el cáliz por encima de su cabeza, Dietrich vio entre las vigas del techo los brillantes ojos amarillos de un krenk.
Se detuvo con los brazos extendidos, hasta que el murmullo de su rebaño le hizo recuperar la compostura. Últimamente estaba cundiendo la superstición de que la puerta del purgatorio al cielo se abría mientras se elevaba el pan y el vino, y los fieles a veces se quejaban si el sacerdote hacía una elevación demasiado breve. Sin duda, con una elevación tan larga, su sacerdote había liberado a muchas almas, para mayor santificación de la vendimia.
Dietrich depositó el cáliz sobre el altar y, tras hacer la genuflexión, murmuró las palabras de despedida porque su sentido se le había ido de la cabeza. Joachim, que estaba arrodillado junto a él sujetando el borde de la casulla con una mano y la campanita en la otra, miró también hacia el techo, pero si vio a la criatura no dio ninguna muestra de ello. Cuando Dietrich se atrevió una vez más a alzar los ojos, el inesperado visitante se había escabullido en las sombras.
Después de la misa, Dietrich se arrodilló ante el altar con los puños cerrados. Sobre él, tallado en un solo bloque de roble rojo, oscurecido aún más por cien años de humo de vela, Cristo colgaba clavado en su cruz. La masacrada figura, desnuda salvo por un tributo a la decencia, el cuerpo retorcido en agonía, la boca abierta en la última acusación angustiosa («¿Por qué me has abandonado?») sobresalía de la madera de la cruz, de modo que víctima e instrumento crecían uno del otro. Había sido una forma brutal y humillante de morir. Mucho más amables eran la cuerda, la hoguera o el hacha del verdugo que en los tiempos modernos aliviaban el viaje.
Tenuemente, Dietrich oyó el rumor de carros, el traqueteo de las tijeras, rebuznos de burros, voces mezcladas, maldiciones, el chasquido de los látigos, el gruñido de las ruedas mientras aldeanos y siervos se reunían y partían hacia los viñedos. El silencio descendió poco a poco hasta que todo lo que quedó más allá del viejo gemido de las paredes fue un martilleo distante e irregular que procedía de la herrería de Lorenz al pie de la colina.
Cuando estuvo seguro de que Joachim no se había rezagado, Dietrich se puso en pie.
—Hans —dijo en voz baja tras ponerse el arnés-de-cabeza krenk, y pulsó la señal que despertaba al Heinzelmännchen—. ¿Es a ti a quien he visto en el techo durante la misa? ¿Cómo llegaste hasta ahí sin que te vieran?
Una sombra se movió bajo las vigas del techo y una voz le habló al oído.
—Llevo un arnés que permite el vuelo y entré por el campanario. La frase estaba en mi cabeza para ver tu ceremonia.
—¿La misa? ¿Por qué?
—La frase es que tienes la llave de nuestra salvación, pero Kratzer se ríe y Gschert no escucha. Ambos dicen que debemos encontrar por nuestra cuenta el camino de regreso a las estrellas.
—Es una herejía en la que muchos han caído —admitió Dietrich—, pensar que puede alcanzarse el cielo sin ayuda.
El sirviente krenk guardó silencio un momento antes de responder.
—Yo pensaba que tu ritual completaría dentro de mi cabeza la imagen de vosotros.
—¿Y lo ha hecho?
Dietrich oyó un brusco chasquido en las vigas del techo y dobló el cuello para espiar dónde se había encaramado el krenk.
—No —dijo la voz en su oído.
—La imagen de Dietrich dentro de mi propia cabeza está también incompleta —admitió el sacerdote.
—Ése es el problema. Quieres ayudarnos, pero no veo ninguna ganancia para ti.
Las sombras se agitaron a la luz de las velas, sin ser del todo negras porque las llamas que las proyectaban aleteaban rojas y amarillas. Dos lucecitas brillaban entre las vigas. ¿Eran los ojos del krenk, que captaban el baile del fuego, o sólo las placas de metal que aseguraban las vigas?
—¿Debe haber siempre una ganancia en lo que haga? —preguntó Dietrich a la oscuridad, incómodamente consciente de que la ganancia que buscaba era continuar con su propia soledad y liberarse del miedo.
—Los seres actúan siempre en beneficio propio: para obtener comida o estimular los sentidos, para ser aceptados en un lugar, para trabajar menos y conseguir lo mismo.
—No puedo decir que te equivoques, amigo saltamontes. Todos los hombres buscan el bien, y desde luego comida y los placeres de la carne y el cese del trabajo son bienes, o de lo contrario no los buscaríamos. Pero no puedo decir que tengas razón por completo tampoco. ¿Qué gana Theresia con sus hierbas?
—Ser aceptada —fue la rápida respuesta del krenk—. Su lugar en la aldea.
—Eso no engordará las coles. Un hombre que quiere alimento puede secar un pantano, o robar un surco; en la búsqueda de placer, puede amar a su esposa… o folgar con la de otro. El camino al cielo no se encuentra en bienes parciales, sino en el bien perfecto. Ayudar a los demás es un bien en sí mismo. Santiago, el primo de Nuestro Señor, escribió: «Dios resiste al orgulloso y concede gracia al humilde», y también que «la religión pura e inmaculada es ésta: dar ayuda a los huérfanos y viudas en su desesperación».
—El primo de Manfred no tiene ningún peso con los krenken. No es nuestro señor, ni Manfred es tan fuerte como temía Gschert. Cuando su propia gente lo desafió por las balas de heno, no los golpeó como se merecían, sino que permitió que ellos, sus criados, decidieran el asunto por él. El acto de un débil. Y volvieron, sus propios sirvientes, y dijeron que los Gärtners tenían derecho. El deber los obliga a recoger el heno de Manfred, pero no a cargarlo en los carros.
Dietrich asintió.
—Así dicen las Weistümer. Es la costumbre del feudo.