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El krenk tamborileó sobre las vigas y se inclinó tanto hacia la luz de la vela que Dietrich pensó que iba a volcarla.

—Pero eso deja las balas de heno del año que viene tiradas en el campo —dijo Hans—, mientras los siervos esperan para descargarlas. Eso es… falta de pensamiento.

Una sonrisa cruzó los labios de Dietrich cuando recordó la discusión que se produjo en la corte tras la decisión.

—Nos divertimos con las paradojas. Es una forma de entretenimiento, como bailar o cantar.

—Cantar…

—En otra ocasión te lo explicaré.

—Es peligroso que alguien que gobierna muestre debilidad —insistió Hans—. Si vuestro Langermann hubiera hecho esa demanda a Herr Gschert, sería comida ahora mismo.

—No niego que Gschert tiene un humor colérico —dijo Dietrich secamente. Como carecían de verdadera sangre, los krenken no podían equilibrar su cólera adecuadamente con humores sanguíneos. En cambio, poseían un icor amarillo verdoso; pero como no era doctor en las artes médicas, Dietrich no estaba seguro de qué humor podía gobernar el icor. Tal vez uno desconocido para Galeno.

—Pero no te preocupes —le dijo a Hans—. Las balas de heno serán cargadas en los carros la próxima siega, pero los Gärtners no lo harán por deber, sino por caridad… o por un precio por el trabajo añadido.

—Caridad.

Ja. Buscar el bien de otra persona y no el tuyo propio.

—Así lo haces tú; pregunta.

—No tan a menudo como ordenó el Señor, pero sí. Acumula méritos para ir al cielo.

—Lo entiende el Heinzelmännchen correctamente; pregunta. Un ser superior vino del cielo, se convirtió en vuestro Herr, y os ordenó que realizarais esta «caridad»…

—Yo no lo expresaría así…

—Entonces todo encaja.

Dietrich esperó, pero Hans no dijo nada más. El silencio se prolongó y se volvió opresivo, y el sacerdote había empezado a sospechar que su sigiloso visitante ya se había marchado (los krenken no eran dados a las formalidades de saludos y despedidas), cuando Hans habló una vez más.

—Ahora diré una cosa, aunque nos muestre débiles. Somos un pueblo mixto. Algunos pertenecen al navío y su capitán era su Herr. El capitán murió en el naufragio y ahora Gschert gobierna. Otros forman una escuela de filósofos cuya tarea es estudiar nuevas tierras. Fueron ellos quienes contrataron el navío. Kratzer no es su Herr, pero los otros filósofos le permiten hablar por ellos.

Primus inter pares —sugirió Dietrich—. «El primero entre iguales.»

—Bien. Una frase útil. Se lo diré. En el tercer grupo están aquellos que viajan para ver cosas extrañas y lejanas, lugares donde han sucedido hechos conocidos o grandes acontecimientos. Cómo llamáis a esa gente; pregunta.

—Peregrinos.

—Bien. La nave tenía que visitar varios sitios que querían ver los peregrinos antes de llevar a los filósofos a una tierra nueva. La compañía del navío y la escuela de filósofos dice siempre que esos viajes a lo desconocido pueden ser sin regreso. «Ha sucedido; sucederá.»

—Ja, doch —dijo Dietrich—. En tiempos de mi padre, algunos sabios franciscanos embarcaron con los hermanos Vivaldi en busca de la India, que el mapa de Bacon situaba a poca distancia al oeste, al otro lado de la Mar Océana. Pero no se volvió a saber de ellos después de que salieran de cabo Non.

—Entonces tienes la misma frase en tu cabeza: «Un nuevo viaje puede ser sólo en una dirección.» Pero en las cabezas de los peregrinos siempre hay un regreso, y nuestro fracaso en llegar al cielo correcto tiene que deberse al… creo que vuestra palabra es «pecado»… de otro. Así que algunos peregrinos achacan nuestro actual fracaso al pecado de Gschert, e incluso algunos de la compañía de la nave dicen que no es nada comparado con el que era capitán antes. Uno que se crea más fuerte puede querer sustituirlo. Y sí es así, Gschert probablemente alzará el cuello, pues está en mi cabeza que él pueda pensar lo mismo.

—Es un grave asunto socavar el orden establecido —dijo Dietrich—, pues quién sabe si el resultado no será peor. Tuvimos un levantamiento similar hace doce años. Un ejército de campesinos arrasó la zona, quemando feudos, matando a señores y sacerdotes y judíos.

Y Dietrich recordó con súbita, insoportable inmediatez, la mareante embriaguez de ser barrido por algo más grande y más poderoso y más cierto que uno mismo, la seguridad y la arrogancia de los números. Recordó a familias nobles inmoladas dentro de sus propias casas; prestamistas judíos a quienes se les pagaba con creces con cáñamo y hogueras. Había un sacerdote entre ellos, un hombre de cierta cultura, y había exhortado a las multitudes con las palabras de Santiago:

¡La maldición ha caído sobre vosotros, los ricos! Vuestra riqueza se ha podrido, vuestro fino vestuario es pasto de las polillas. ¡Vuestro oro y vuestra plata se han deslustrado y su corrosión es un testimonio contra vosotros! ¡Aquí, gritadlo, están los salarios que habéis arrebatado a los siervos que trabajaron por vosotros! Los gritos de los campesinos han llegado a oídos del Señor. ¡Vivisteis rodeados de lujos caprichosos en la tierra; engordasteis para el día de la matanza!

Y el ejército de Armleder (se llamaban a sí mismos ejército, con capitanes autoproclamados, y llevaban brazaletes de cuero como uniforme), sudorosos, lujuriosos, ávidos de botín, ajenos a sus propias sentencias de muerte, se reunió por fin, de modo que el grito «¡el día de la matanza!» que rugió en mil gargantas fueron las últimas palabras que muchos adinerados señores y judíos oyeron en esta vida. Las mansiones iluminaron la noche con sus llamas, de modo que un hombre podía recorrer toda Rhineland siguiendo su iluminación como si fuera de día. Caravanas asaltadas por el camino. Carros de vendedores ambulantes volcados en las cunetas. Buhoneros declarados a gritos prestamistas judíos y destrozados. Los burgueses de las ciudades libres, a salvo tras sus antiguas murallas, viendo desde los parapetos cómo sus almacenes ardían.

Pero las murallas de los Burgs habían resistido a las turbas indisciplinadas y la furia de los rebeldes se calmó cuando se dieron cuenta de que sólo los esperaba el patíbulo. De las ciudadelas de piedra había fluido un río de acero: Herrs y caballeros; soldados y milicia de los gremios y levas feudales; lanzas y alabardas y ballestas que atravesaban carne y hueso. Jinetes más veloces que los talones más huidizos. Un puñado de aperos de labranza, palos, cuchillos arrojados junto al camino. Caballeros con cota de malla atacando a campesinos que carecían hasta de calzones bajo la ropa, de modo que los caminos se cubrieron de la mierda y los orines de su terror y mostraban sus partes privadas cuando colgaron de todas las ramas de Alsacia y Bisgrovia.

Dietrich fue consciente del silencio.

—Miles perecieron —le dijo bruscamente al krenk.

El krenk continuó sin decir nada. En medio del silencio, la madera de la iglesia crujió.

—¿Hans…? —dijo Dietrich.

—Kratzer se equivocaba. Nuestros pueblos son muy diferentes.

Hans saltó de una viga del techo a otra, yendo hacia el fondo de la iglesia y luego a una ventana abierta.

—¡Hans, espera! —exclamó Dietrich—. ¿Qué quieres decir?

La criatura se detuvo en la ventana y se volvió a mirar a Dietrich.

—Vuestros campesinos mataron a sus señores. Esto es… antinatural. Lo que somos, somos. Tenemos esta frase en nuestras cabezas de esos animales que fueron nuestros antepasados.

Dietrich, desconcertado por aquella revelación inesperada, encontró la voz con dificultad.