Alberto había escrito: «Experimentum solum certificat in talibus.» Experimentar es la única guía segura.
Colocó la manga de lana de su sotana ante la llama de la vela y una sonrisa elevó lentamente sus labios. Sintió esa curiosa satisfacción que siempre lo invadía cuando por medio de la razón se planteaba una pregunta y luego buscaba una respuesta en el mundo.
Las fibras de lana de su manga también se erizaron. Ergo, pensó, la fuerza que empujaba su vello era tanto externa como material, ya que una sotana de lana no tenía parte espiritual alguna capaz de asustarse. Por tanto, el temor sin nombre que lo perturbaba no era más que un reflejo de ese impulso material sobre su alma.
Pero el conocimiento, por mucho que satisficiera al intelecto, no apaciguaba la voluntad.
Más tarde, mientras Dietrich se dirigía a la iglesia para la misa matutina, un gemido llamó su atención procedente del rincón en sombras junto a los escalones de la iglesia y, a la luz vacilante de su antorcha, vio un perro negro y amarillo allí acurrucado, con las patas delanteras cruzadas sobre el hocico. Las manchas de su pelaje se confundían en la oscuridad de modo que parecía una criatura de locura, en parte perro y en parte queso suizo. El chucho siguió a Dietrich con ojos llenos de esperanza.
Desde la cima de la colina de la iglesia, Dietrich vio un resplandor intenso, como el pálido fulgor que teñía los cielos matutinos, cubrir el Bosque Grande al otro lado del valle. Pero era demasiado temprano… y en el lugar equivocado. En lo alto de la torre de la iglesia, fuegos fatuos azulinos danzaban alrededor de la cruz. ¿Incluso aquellos que dormían en el cementerio se habían despertado de miedo? Si ese signo no tenía que producirse hasta los últimos días del mundo…
Murmuró una plegaria apresurada contra el peligro oculto y dio la espalda a las extrañas manifestaciones, volviéndose hacia las paredes de la iglesia en busca de su familiaridad.
Mi catedral de madera, la llamaba Dietrich a veces, pues sobre sus cimientos de piedra las paredes y postes y puertas de roble de Santa Catalina habían sido tallados por generaciones de diligentes artesanos con una mezcolanza de santos, bestias y criaturas míticas.
Junto a la puerta, la sinuosa figura de la propia santa Catalina apoyaba la mano en el potro donde habían querido quebrarla. «¿Quién ha triunfado? —decía su débil sonrisa—. Los que hicieron girar el potro han desaparecido, pero yo permanezco.» Sobre el dintel de la puerta, león, águila, hombre y buey se volvían hacia el tímpano, donde habían tallado la Última Cena.
Gárgolas de sonrisa obscena se asomaban por el borde del tejado, con fantásticos cuernos y alas. En primavera, de sus bocas abiertas caía la nieve derretida en las tejas inclinadas. Bajo los aleros martilleaban los Koholds. En los marcos de puertas y ventanas, paneles y columnas otras criaturas fantásticas sobresalían de la madera. Los basiliscos mostraban los dientes, los grifos y los Wyverns se agazaparan. Los centauros saltaban; las panteras dejaban escapar su dulce y amenazador aliento. Aquí un dragón huía de los caballeros de Amaling; allá, un ciópodo se alzaba sobre su único y enorme pie. Blemyae sin cabeza miraban con ojos tallados en el vientre.
Los postes de roble de las esquinas del edificio habían sido tallados con imágenes de gigantes de las montañas que sujetaban el tejado. Grim y Hilde y Sigenot y Ecke los llamaban los aldeanos. Ecke, al menos, resultaba un nombre apropiado para un poste. Alguien con sentido del humor había dado al pedestal de cada columna la forma de un cansado e irritable enano que sostenía al gigante y miraba con resignación a los que pasaban.
La maravillosa amalgama de figuras que emergía de la madera sin llegar nunca a separarse del todo de ella parecía viva. «En algún lugar —pensó Dietrich—, hay criaturas como éstas.»
Cuando el viento soplaba con fuerza o la nieve se acumulaba en el tejado, la estructura susurraba y gemía. No eran más que los crujidos de las vigas y las tablas, pero a menudo parecía que Sigenot susurrara y el enano Alberich se retorciera y santa Catalina canturreara para sí. Casi siempre los murmullos de las paredes le divertían, pero no aquel día. Con la intranquilidad que sentía, Dietrich temía que los Cuatro Gigantes soltaran su carga y se le desplomara encima el edificio entero.
En más de una casita al pie la montaña se veía ya un atisbo de luces en las ventanas, y en lo alto de la fortaleza de Manfred, al otro lado del valle, la guardia nocturna hacía su ronda alerta, mirando primero a derecha y luego a izquierda en busca de algún enemigo invisible.
Una figura corrió dando tumbos hacia él desde la aldea, recuperó el equilibrio, resbaló en la tierra. Un sollozo quebró el aire de la mañana. Dietrich alzó su antorcha y esperó. ¿La amenaza anunciada se abalanzaba hacia él descaradamente?
Pero antes de caer de rodillas sin aliento, la figura se había convertido en Hildegarde, la esposa del molinero. Iba descalza, con el pelo enmarañado y una capa puesta apresuradamente sobre el camisón. La antorcha de Dietrich titiló iluminando un rostro sin lavar. Puede que la mujer hubiera visto una amenaza, pero de otro tipo y muy familiar.
—¡Ay, pastor! —exclamó—. Dios ha descubierto mis pecados.
Dios, reflexionó Dietrich, no había tenido que buscar mucho. Ayudó a la mujer a ponerse en pie.
—Dios conoce tus pecados desde el principio de los tiempos.
—Entonces ¿por qué me ha despertado hoy con tanto miedo? Tenéis que confesarme.
Ansioso por poner los muros entre ellos y la imponente miasma, Dietrich condujo a Hilde hasta la iglesia y se sintió decepcionado, y hasta sorprendido, al descubrir que su ansiedad no disminuía. El suelo sagrado podría mantener a raya lo sobrenatural hasta el fin de los tiempos, pero lo meramente natural se colaba por donde debía.
En la quietud Dietrich oyó un suave susurro, como el de un viento leve o un arroyuelo. Protegiéndose los ojos del brillo de la antorcha, Dietrich distinguió una sombra más pequeña agazapada ante el altar mayor. Joachim el minorita estaba allí, su apresurada jaculatoria atropellándose como una multitud en desbandada de modo que las palabras se mezclaban en un susurro indistinguible.
Joachim interrumpió la oración, se dio la vuelta y se incorporó con un rápido y ágil movimiento. Llevaba un ajado hábito marrón que usaba desde hacía mucho tiempo, remendado con cuidado muchas veces. La capucha cubría unos rasgos bruscamente cincelados: era un hombrecito moreno de cejas tupidas y ojos profundos. Se humedeció los labios con un rápido lengüetazo.
—¿Dietrich…? —dijo el minorita, y la palabra tembló un poco al final.
—No temas, Joachim. Todos lo sentimos. Las bestias también. Es algo natural, una perturbación en el aire, como un trueno silencioso.
Joachim sacudió la cabeza y un rizo de pelo negro le cayó sobre la frente.
—¿Un trueno silencioso?
—No se me ocurre otra forma mejor de describirlo. Es como el tubo del bajo de un gran órgano que hace temblar el cristal. —Le contó a Joachim su experimento con la lana.
El minorita miró a Hildegarde, que se había quedado al fondo de la iglesia. Se frotó ambas manos bajo la túnica y miró de un lado a otro.
—No, este temor es la voz de Dios llamándonos para que nos arrepintamos. ¡Es demasiado terrible para ser ninguna otra cosa! —Lo dijo con la entonación que empleaba para predicar, de modo que las palabras resonaron en las estatuas que observaban desde sus nichos.
Para predicar Joachim empleaba gestos y contaba historias pintorescas, mientras que los sermones cuidadosamente razonados de Dietrich tenían un efecto soporífero sobre sus feligreses. A veces envidiaba al monje su habilidad para conmover el corazón de los hombres; pero sólo a veces. Un corazón conmovido puede ser terrible.