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—¿Puedo ver siguiendo la curva del globo?

Ella asintió.

—Sí. Pero es una tierra llana curva y no puedes ver ni arriba ni abajo del globo.

Tom cerró los ojos.

—Todos los puntos huyen de mí—decidió.

—¿Y los puntos que están más lejos?

Él abrió los ojos y la miró con una sonrisa.

—Son los que se pierden más rápido. ¡Hijo de puta! Por eso…

—Los astrónomos usan el virado al rojo de la velocidad para calcular la distancia. Ahora, baja a otra parte del globo. ¿Qué ves?

Él se encogió de hombros.

Simil atque, obviamente.

Ella tomó un pequeño pimentero de la mesa y lo colocó entre ambos. Lo señaló.

—Entonces ¿cómo puede la misma galaxia estar alejándose del punto A —dijo señalándose a sí misma—, y del punto B? —Lo señaló a él.

Tom escrutó la supuesta galaxia.

—Estamos viviendo en la superficie de un globo, hein? El espacio se expande entre nosotros, así que cada uno ve que el otro se aleja. —Tom estaba más en lo cierto de lo que creía.

—En la superficie tridimensional de un globo muy extraño. Lo llamo el «universo percibido».

—Y tu «poliverso» incluye el interior del globo.

—Correcto. Dimensiones cuánticas, se llaman. Están literalmente dentro del universo percibido. He estado estudiando su ortogonalidad según la hipótesis de Janatpour.

—¿Y la velocidad de la luz?

—Así es. —Colocó el salero junto al pimentero—. Marca un kilómetro en la superficie del globo. La luz tardará… tal vez un tercio de microsegundo en cruzarlo. El kilómetro fijo a la superficie del globo y el kilómetro marcado dentro del globo son el mismo. Infla el globo, ¿y qué pasa?

—Um. La distancia sobre el globo aumenta pero la distancia interior no.

—Y si la velocidad de la luz es constante en el poliverso, ¿hasta dónde llega la luz en un tercio de microsegundo?

—Hasta el kilómetro original…, que no coincide con tu marca.

—Eso es. Así que un rayo de luz tarda más en cubrir la «misma» distancia que antes.

Tom se pellizcó el labio inferior y estudió de nuevo la lámpara.

—Interesante —dijo.

Ella se inclinó hacia delante.

—Se vuelve más interesante aún.

—¿Cómo?

—Sólo puedo explicar la mitad de la disminución estimada de la velocidad de la luz.

Él la miró y parpadeó.

—¿Adónde va a parar la otra mitad?

Ella sonrió.

—Espacio partido por tiempo, amor. ¿Y si los segundos se hicieran más cortos? Un rayo de luz «constante» cubriría menos kilómetros en la «misma» cantidad de segundos. Todo eso sobre reglas y relojes… No son privilegiados, no fuera del universo. Si uno la expansión del espacio con la contracción del tiempo y lo extrapolo hacia atrás hasta el Big Bang (quiero decir, el Big Clap), obtengo un segundo infinta… Quiero decir, un segundo infinitamente largo y una velocidad de la luz in-fi-ni-ta-men-te rápida al separarlos y eso… Bueno, es interesfante, a causa de la teoría cinemática de la relatividad de Milne. Esssspedimentalmente… Ex-pe-ri-men-tal-men-te Milne es indistinguible de Einstein. Hasta ahora lo era. Esto va por mí.

Esta vez, brindó y apuró el resto del vino. Cuando tomó la botella para servirse otra copa, descubrió que estaba vacía.

Tom sacudió la cabeza.

—Siempre había creído que los años pasan más rápido a medida que me voy haciendo más viejo.

Sharon despertó con dolor de cabeza y una sensación cálida y acogedora. Quiso quedarse en la cama. Le gustaba el contacto del brazo de Tom que la cubría. Le hacía sentirse a salvo. Pero el dolor de cabeza venció. Salió de debajo de él (nada que no fuera el Krakatoa podría despertarlo) y se dirigió de puntillas al cuarto de baño, donde se echó dos aspirinas en la palma de la mano.

—Newton —les dijo a las píldoras. Las sacudió como dados mientras estudiaba su reflejo—. ¿De qué sonríes?

Era una mujer que se ufanaba de su dignidad y, la noche anterior, se había comportado de manera decididamente indigna.

—Sabes cómo eres cuando bebes excesivamente —reprendió a su imagen.

«Pues claro que lo sabías —le sonrió su imagen—. Por eso lo hiciste.»

—Tonterías. Te salió el tiro por la culata. Quería celebrar mi descubrimiento. Lo que pasó después fue secundario.

«Sí, claro.» Tragó las aspirinas con un poco de agua. Luego, como ya estaba levantada, fue al salón y empezó a recoger su ropa. Los platos de la encimera le reprocharon la comida que se resecaba en ellos. Recordó por qué no cocinaba más a menudo. Odiaba el desorden. Ahora tendría que pasarse todo el día fregando en vez de dedicarse a la física.

—Newton…

¿Por qué demonios tenía en la mente a sir Isaac? El viejo relojero de la física estaba anticuado. Einstein lo había convertido en una rareza, igual que ella haría con Einstein. Pero Newton había dicho que un cambio en la velocidad requiere una fuerza que lo explique.

Así pues, si el tiempo aceleraba…

Sharon se enderezó bruscamente, dejando caer todas sus prendas.

—¡Vaya, qué sitio tan peculiar es este universo!

IX. OCTUBRE DE 1348

El mercado de Friburgo

Durante las dos semanas que siguieron a la aterradora revelación de Hans, Dietrich evitó de nuevo el campamento krenk; tampoco Hans lo llamó por el hablador-lejano, así que en ocasiones el sacerdote casi se olvidaba de que las bestias estaban allí. Trató incluso de disuadir a Hilde de visitarlas, pero la mujer, poseída por un extraño orgullo en su ministerio, se negó.

—Su alquimista desea que les lleve las comidas más diversas, para encontrar las que sean más de su gusto. Además, son seres mortales, no importa que sean repulsivos.

Mortales, sí. Pero los lobos y los osos eran mortales y uno no se acercaba a ellos a la ligera. No creía que Max pudiera protegerla si los krenken se daban la vuelta y la mordían.

Sin embargo, los krenken hablaban e ideaban herramientas ingeniosas, así que evidentemente poseían un intelecto. ¿Podría haber un alma con intelecto pero sin voluntad? Estas cuestiones lo dejaban perplejo y escribió una pregunta para que Gregor la llevara a la archidiócesis de Friburgo.

El Herr había anunciado el Día de Santa Aurelia que enviaría una caravana al mercado de Friburgo para vender vino y pieles y comprar tela y otros artículos, así que un frenesí de actividad consumía la aldea. Sacaron las grandes carretas de cuatro ruedas, las inspeccionaron, repararon los arneses, frotaron con sebo los ejes. Los aldeanos mientras tanto repasaron sus almacenes en busca de artículos para el mercado y reunieron montones de pieles, sebo, miel, hidromiel y vino según dictaran su inteligencia y sus posesiones. Klaus había encargado a Gregor la carreta de la comunidad.

Dietrich encontró al cantero en el prado, dirigiendo la carga de las carretas.

—Asegúrate de que ese barril está bien atado —advirtió Gregor a su hijo—. Buen día, pastor. ¿Tenéis algo para el mercado?

Dietrich le tendió la carta que había escrito.

—No es para vender, pero entrégale esto al archidiácono Willi.

El cantero estudió el paquete y el sello rojo de cera que Dietrich había estampado en él.

—Esto parece oficial —dijo.

—Sólo son unas preguntas que tengo.

Gregor se echó a reír.

—¡Creía que erais quien tiene las respuestas! Nunca vais a la ciudad con nosotros, pastor. Un hombre culto como vos encontraría allí muchas cosas interesantes.