—Quizá demasiado —respondió Dietrich—.¿Sabes qué respondió una vez fray Pedro de Apulia cuando le preguntaron qué pensaba de las enseñanzas de Joaquín de Fiore?
Gregor se había agachado bajo el carro y empezaba a engrasar los ejes.
—No, ¿qué?
—Dijo: «Me importa tan poco Joaquín como la quinta rueda de un carro.»
—¿Qué? ¿Una quinta rueda? ¡Ay, rayos y truenos! —Gregor se había golpeado la cabeza con el fondo del carro—. ¡Una quinta rueda! —dijo, saliendo de debajo—. Qué gracioso. Vaya.
Dietrich se dio la vuelta y vio al hermano Joachim que se marchaba. Echó a andar tras él, pero Everard, que estaba supervisando los carros oficiales, lo agarró del brazo.
—El Herr ha convocado a tres de sus caballeros para que sirvan de guardias —dijo—, pero quiere que Max lidere una tropa de soldados. Falkenstein no saqueará la caravana a la ida. ¿Para qué necesita miel… excepto para endulzar su ánimo? Pero al regreso podría resultarle demasiado tentadora. Toda esa plata tintineará como la campana de la misa y su avaricia podría imponerse a su prudencia. Max ha ido al lazareto. Montad uno de los palefridi del Herr y llamadlo.
Dietrich señaló a su huésped, que ya se marchaba.
—Tengo que hablar con…
—La palabra que ha usado ha sido «ahora». Discutid con él, no conmigo.
Dietrich no quería visitar a los animales parlantes. ¿Quién sabía a qué actos los impulsarían sus instintos? Miró el sol.
—Es probable que Max esté ya de vuelta.
Everard hizo una mueca.
—O tal vez no. Ésas han sido las instrucciones del Herr.
Dietrich vaciló.
—Manfred te lo ha contado, ¿verdad? Lo de los krenken.
Everard no quiso mirarlo a los ojos.
—No sé qué es peor, si verlos cara a cara o imaginarlos. —Se estremeció—. Sí, me ha hablado de ellos. Max, que usa la cabeza para algo más que para ponerse el casco, jura que son mortales. En cuanto a mí, tengo una caravana que organizar. No me molestéis. Thierry y los demás llegarán mañana, y no estoy preparado.
Dietrich cruzó el valle hasta los establos, donde Gunther le esperaba ya con un hermoso caballo de viaje.
—Me apena no poderos ofrecer una jumenta —dijo Gunther.
Las jumentas, o mulas de palafrén, se criaban para que las usaran las mujeres y los clérigos y poseían la solidez de los burros. Picado, Dietrich ignoró las manos que le ofrecía Gunther y montó desde el estribo. Tras sujetar las riendas del sorprendido Gunther, hizo bailar al caballo unos cuantos pasos para demostrarle que era el amo y luego lo espoleó con los talones. No llevaba espuelas (que alguien que no fuera noble las usara habría violado la Paz Suaba), pero el caballo aceptó la orden y echó a andar.
En el camino, Dietrich lo dejó trotar, disfrutando del ritmo de la criatura y la sensación del viento en la cara. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que cabalgara un animal tan hermoso como aquél y se perdió un rato en sus pensamientos con placer animal. Pero no debería haber dejado que su orgullo se impusiera. Gunther podría preguntarse cómo había adquirido un simple párroco esa habilidad con los caballos.
Manfred sin duda tenía sus motivos, pero Dietrich deseaba que no le hubiera hablado a Everard de los krenken. Al final la noticia acabaría por correr, pero no tenía sentido azuzarla.
En el lugar donde los árboles habían sido arrasados, vio la jumenta del molinero atada al tocón donde Hilde solía dejar comida. No había ninguna otra montura cerca, pero como Max no hubiese abandonado a Hilde, debía de haber ido a pie. Dietrich desmontó, trabó las patas traseras de su caballo y siguió la pista que Max había marcado.
Aunque era de día, pronto quedó envuelto en un brillo verde. Abetos y pinos se elevaban hacia el cielo mientras que el más humilde avellano, privado de su cobertura, se acurrucaba desnudo bajo ellos. Dietrich no había llegado muy lejos cuando oyó suaves gemidos femeninos resonando entre los árboles, como si el bosque mismo gimiera. El corazón de Dietrich latió con más rapidez. El bosque, siempre amenazador, adquirió un aspecto más siniestro. Dríadas susurrantes pretendían abrazarlo con sus dedos secos y desnudos.
«Estoy perdido», pensó, y miró alrededor lleno de pánico en busca de las marcas de Max. Se dio la vuelta y una rama le arañó la mejilla. Jadeó, echó a correr, chocó contra un abedul. Se volvió, desesperado por regresar junto a su caballo. Al llegar a una elevación del terreno, resbaló y cayó. Apretó la cara contra la vieja manta de hojas y tierra, esperando que el bosque lo agarrara.
Pero el esperado contacto no se produjo y lentamente se dio cuenta de que los gemidos habían cesado. Alzó la cabeza y vio no el claro donde esperaba su caballo, sino el arroyo donde Max, Hilde y él se habían detenido el primer día. Atados a un robusto roble que se retorcía surgiendo de la orilla del arroyo había dos rocines.
Max y Hilde estaban allí, colocando en su sitio una coquilla, bajando una falda. Max sacudió hojas y tierra y agujas de pino del corpiño de Hilde, apretando sus pechos al hacerlo.
Dietrich se marchó arrastrándose, sin ser visto. Max tenía razón. El sonido se transmitía en el bosque. Luego, tras ponerse en pie, corrió entre los abetos, yendo de matorral en matorral hasta que la fortuna le mostró las marcas y las siguió hasta donde había dejado el caballo.
La jumenta que había visto antes ya no estaba.
Como Max regresaba ya a la aldea, Dietrich dirigió también su montura a casa, feliz de no tener que continuar hasta el lazareto. Pero, al llegar a un recodo del camino, el animal se encabritó, Dietrich apretó los muslos hasta que el caballo retrocedió unos cuantos pasos hacia la carbonera. Y así se calmó un poco y Dietrich le habló para aplacarlo. El animal se agitaba, los ojos desorbitados, coceando nervioso.
—Tranquilo, hermano caballo —le dijo. Tras colocarse el arnés en la cabeza, preguntó—: Hans. ¿Estás en el camino de la carbonera?
Sólo el rumor de los pinos y las hojas secas llegaba a sus oídos. Eso, y los inevitables y lejanos chirridos de los krenken, que, al ser un sonido natural, parecían más parte del bosque que los amorosos gemidos de Hilde Müller en brazos de Max Schweitzer.
—No te acerques más —dijo en su oído la voz del Heinzelmännchen.
Dietrich se quedó quieto. El sol era visible a través del entramado gris de los árboles, pero ya estaba más bajo de lo que deseaba.
—Me cortas el paso —dijo Dietrich.
—Los artesanos de Gschert quieren doscientos palmos de alambre de cobre. Sabe tu especie el arte de extraer alambre; pregunta. Debe extraerse del grosor de una aguja, sin grietas.
Dietrich se frotó la barbilla.
—Lorenz es herrero. El cobre puede que no sea lo suyo.
—Bien. Dónde se encuentra un artesano del cobre; pregunta.
—En Friburgo —dijo Dietrich—. Pero el cobre es caro. Lorenz podría hacer la tarea por caridad, pero no un artesano de Friburgo.
—Te daré un lingote de cobre que hemos extraído de las rocas cercanas. El herrero puede quedarse lo que no use para el alambre.
—¿Y ese alambre asegurará vuestra partida?
—Sin él, no podemos marcharnos. Para sacar el cobre de la veta sólo ha hecho falta… calor. No tenemos los medios para hilarlo. Dietrich, tú no tienes la frase en tu cabeza para hacerlo. Lo oigo en tus palabras. No irás a la villa franca.
—Hay… riesgos.
—Bien. Entonces esta «caridad» tuya, esa renta que debes al Herr-de-las-estrellas tiene límite. Cuando regrese, despedazará a aquellos que no cumplieron sus órdenes.
—No —dijo Dietrich—. No es así como gobierna. Sus caminos son misteriosos para los hombres. —«Y qué mejor prueba de ello que este encuentro», pensó. Miró una vez hacia las nubes, como si esperara ver allí a Jesús, riendo—. Na. Dame el lingote y me encargaré del alambre.