Pero Hans no quiso acercarse a él y dejó el lingote en el camino.
La caravana partió al día siguiente y cruzó la llanura hasta el punto de encuentro, donde se les unió la caravana de Niederhochwald. Thierry von Hinterwaldkopf comandaba los tres caballeros y los quince soldados de Max. Eugen portaba el estandarte de Hochwald.
Otros carros se les fueron uniendo por el camino: uno de un consorcio imperial del Salto del Ciervo y otro del señorío de la capilla de San Oswald. El cabildo proporcionó dos soldados más y Einhardt, el caballero imperial, trajo a su Junker y cinco soldados más. Thierry, al ver que su pequeña tropa aumentaba, sonrió.
—¡Cristo, casi agradecería un ataque de la gente de Falkenstein!
Desde la cima del barranco, Dietrich oyó ese extraño susurro en el que hablan los valles lejanos: una jerga formada por el viento a través de las ramas peladas y las hojas perennes de abajo, por el arroyo veloz que caía en cascada por la pendiente, por el coro de saltamontes y otros insectos.
La caravana iba bajando por la falda del Katerinaberg. Poco acogedores grupos de piedra verde y terreno yermo alternaban con grupos de hayas desoladas y sacudidas por el viento. El camino se quebraba ante ellos tan sólo unos pocos cientos de metros, pero la caída era en una pendiente tan escarpada que Dietrich a veces espiaba desde aquel punto la vanguardia de la tropa que llegaba por el otro lado. Había senderos que no podían seguir los carros. Vio antiguas escaleras talladas en la pared de piedra y se preguntó quién las habría tallado.
El fondo, cuando lo alcanzaron, era un salvaje barranco lleno de matorrales y robles caídos, flanqueado a ambos lados por grandes rocas sobresalientes y empinados precipicios boscosos. Un torrente, alimentado por las cascadas que caían de las alturas, chocaba y siseaba contra las rocas de su centro, convirtiendo en lodo el pequeño sendero que habían marcado los carros.
—Ahí está el Salto del Ciervo —dijo Gregor, señalando un macizo que se asomaba al barranco—. La historia cuenta que un cazador persiguió a un ciervo por todo el bosque y la bestia saltó desde esa roca hasta el lado de Breitnau. ¿Veis cómo el valle se estrecha allí? A pesar de todo, dicen que fue un salto maravilloso. El cazador estaba tan emocionado persiguiéndolo que trató de imitarlo, aunque con resultados menos felices.
Burg Falkenstein, en lo alto de uno de los precipicios, controlaba el paso. Las torretas salpicaban la Schildmauer como verrugas de sapo, marcadas con aberturas cruciformes para arqueros ocultos. Los centinelas eran siluetas en las almenas; sus movimientos no se distinguían en la distancia. La escolta fingió indiferencia, pero todos alzaron un poco sus escudos y agarraron con un poco de más fuerza las lanzas.
—Esos perros no cargarán contra caballeros —dijo Thierry después de que la tropa pasara sin más daño que los insultos—. Son lo bastante duros para enfrentarse a monjas o mercaderes, pero no se atreven a librar una verdadera batalla.
A la salida del barranco, el arroyo dejaba de ser un torrente para convertirse en un silencioso hilo de agua y el valle se ensanchaba para convertirse en verdes praderas. En las alturas, una torre cuadrada dominaba todo el paisaje.
—La atalaya de Falkenstein —explicó Max—. Su Burgraf hace desde allí señales al castillo cuando pasa una partida que merece la pena saquear. Entonces Falkenstein sale para impedirle el avance mientras los hombres de la atalaya le bloquean la retirada.
En el ancho y suave valle de Kirchgartner, el camino del barranco Falkenstein se unía a la carretera de Friburgo. Los hombres de Hochwald dispusieron sus carretas en círculo para la noche y encendieron una hoguera. Thierry destacó a unos soldados para que montaran guardia.
—Es seguro acampar aquí—le dijo Max a Dietrich—. Si Von Falkenstein nos ataca en este lado, deberá responder ante el Graf de Urach, y eso significa Pforzheim y toda la familia Baden.
—En tiempos antiguos —le contó Dietrich a Gregor mientras cenaban—, todas las caravanas eran así. Los mercaderes iban a armados con arcos y flechas y estaban unidos por juramento.
—¿Ah, sí? —preguntó Gregor—. ¿Como una orden de caballería?
—Muy parecido. Se llamaba un Hans o, para los franceses, una compañía, porque «compartían el pan». El Schildrake llevaba el estandarte a la cabeza de la banda, como hace Eugen, y el Hansgraf ejercía su autoridad sobre sus hermanos-mercaderes.
—Como Everard.
—Doch. Excepto que las caravanas en esos tiempos eran mucho más grandes y viajaban de feria en feria.
—Esas ferias debieron de ser espectaculares. A veces desearía haber vivido en los tiempos antiguos. ¿Eran los caballeros ladrones más comunes que ahora?
—No, pero había vikingos del Norte, magiares del Este y sarracenos de su fortaleza en los Alpes.
—¿Sarracenos en los Alpes?
—En Garde-Frainet. Atacaban a los mercaderes y peregrinos que cruzaban de Italia a Francia.
—¡Y ahora tenemos que ir a Tierra Santa a combatirlos!
Thierry los oyó y gruñó.
—Si al sultán le apetece atacarme, sé cómo defenderme; pero si me deja en paz, no le molestaré. Además, si Dios está en todas partes, ¿por qué ir a Jerusalén a encontrarlo?
Dietrich estuvo de acuerdo.
—Por eso ahora elevamos la hostia tras la consagración. Para que la gente sepa que Dios está en todas partes.
—Eso ya no lo sé —continuó Thierry—, pero si Jerusalén es tan santa, ¿por qué tantos regresan siendo malvados? —Volvió la cabeza hacia el extremo del barranco—, ¿Habéis oído lo que cuentan de él?
Dietrich asintió.
—El diablo liberó a su antepasado de los sarracenos al precio de su alma.
Thierry limpió su plato con un trozo de pan.
—Hay más en esa historia.
Hizo a un lado el plato y su Junker lo recogió para fregarlo. Los otros, sentados alrededor del fuego, anhelaban el relato, así que el caballero se limpió las manos en las rodillas, contempló el círculo de rostros, y lo contó.
—El primer Falkenstein fue Ernst von Schwaben, un buen caballero dotado de todas las virtudes masculinas…, excepto que el cielo le había negado un hijo que llevara su nombre a la posteridad. Maldecía al cielo por eso, cosa que apenaba enormemente a su piadosa esposa.
»Una voz en sueños le dijo que, para hacer las paces con el cielo, debía peregrinar a Tierra Santa. Al orgulloso Graf le horrorizó la perspectiva de esta terrible penitencia; pero por fin aplacó sus propios deseos y partió con Barbarroja en la segunda gran peregrinación de caballeros. Antes de marchar, partió su anillo de bodas y, guardándose la mitad, le dijo a su esposa que, si no regresaba al cabo de siete años, debería considerar que sus lazos ya no existían.
»Na. El ejército alemán pasó mil penalidades y Barbarroja se ahogó; pero Ernst continuó hasta Tierra Santa, donde su espada se hizo famosa entre los infieles. En una batalla, fue capturado por el sultán. Con cada nueva luna, su captor le ofrecía la libertad si abrazaba la religión de Mahoma. Naturalmente, él se negaba.
»Así pasaron los años hasta que un día el sultán, impresionado por su caballerosidad y paciencia, lo puso en libertad. Deambuló por el desierto, siempre hacía el sol poniente; hasta que, una noche, mientras dormía, el diablo acudió a él.
—¡Je! —se burló Gregor a la luz de la hoguera—. Sabía que el villano estaba en alguna parte.