Los siervos que conducían los carros se persignaron al oír el terrible nombre.
—El maligno le recordó que el séptimo año expiraría por la mañana y su esposa se casaría con su primo. Pero prometió llevarlo a casa antes del amanecer y sin perder su alma… siempre que durmiera durante el viaje. Así que hizo este malvado trato.
»E1 maligno se convirtió en león y, cuando el caballero montó sobre él, sobrevoló tierra y mar. Aterrado, el caballero cerró los ojos y durmió… hasta que el grito de un halcón lo despertó. Miró horrorizado hacia abajo, donde se alzaba su castillo. Una procesión matrimonial estaba entrando en él. Con un salvaje rugido, el espíritu maligno lo soltó y huyó.
»Durante el banquete, la Gräfin Ida advirtió a aquel desconocido que nunca apartaba sus tristes ojos de su rostro. Cuando él vació su copa, se la tendió a un criado, para que se la ofreciera a su señora. Cuando ella miró dentro de la copa, vio… medio anillo.
Todos dejaron escapar un profundo suspiro de satisfacción. Thierry continuó.
—Tras echar mano a su pecho, ella sacó la otra mitad del anillo y lo arrojó feliz a la copa. Así se unieron las dos mitades y la esposa se dejó abrazar por su marido. Un año más tarde le dio un hijo. Y por eso la familia tiene un halcón en su escudo de armas.
—Uno casi comprende que un hombre pueda aceptar ese tipo de trato —dijo Everard.
—El maligno siempre ofrece un bien menor esperando apartar nuestros corazones del mayor —dijo Dietrich—. Pero un hombre no puede perder su alma con un truco.
—Además —dijo Thierry, contemplando con satisfacción a su público—, Ernst podría haber sido un santo, que Philip seguiría siendo un ladrón.
—Era una época romántica —sugirió Gregor—. Esas historias que contaban de Barbarroja y el rey inglés…
—Corazón de León —dijo Dietrich.
—¡Sabían cómo llamar a los reyes entonces! Y el Buen Rey Luis. Y el noble sarraceno que era amigo y rival de Corazón de León, ¿cómo se llamaba?
—Saladino.
—Un caballero muy noble —comentó Thierry—, a pesar de ser infiel.
—¿Y dónde están ahora? —dijo Dietrich—. Sólo son nombres en las canciones.
Thierry bebió de su copa y se la tendió a su Junker para que volviera a llenarla.
—Una canción es suficiente.
Gregor alzó la cabeza.
—Pero realmente debe de ser…
—¿Qué?
El cantero se encogió de hombros.
—No sé. Glorioso. Salvar Jerusalén.
—Ja. Lo es.—Dietrich guardó silencio un momento, de modo que Gregor se volvió a mirarlo—. El primero que empuñó la cruz lo hizo por piedad. Los turcos habían destruido la Cruz del Santo Sepulcro y expulsaron a los peregrinos de los altares. No eran tan tolerantes como los árabes, que dominaban la Ciudad Santa. Pero creo que muchos fueron también por las tierras, y la perspectiva no tardó en deformarse. Los legados no pudieron encontrar suficientes voluntarios, de modo que Outremer se quedó sin refuerzos. Los Regensburgers asaltaron a aquellos que llevaban la cruz y el cabildo de Passau declaró una «guerra santa» contra el legado papal, que había venido a reclutar hombres.
Gregor echó atrás la cabeza y soltó una carcajada.
—El Salto del Ciervo.
—¿Qué?
—¡Bueno, los caballeros, después de expulsar a los sarracenos de los Alpes, se olvidaron de detenerse y trataron de saltar hasta Outremer!
La caravana de Hochwald entró en Friburgo por la Puerta de Suabia, donde pagaron al Graf el peaje de un óbolo por cada piel y cuatro pfennigs por cada barril de vino. La miel de Walpurga pagó cuatro pfennigs por bote.
—Todo paga impuestos —gruñó Gregor mientras atravesaban la puerta—, excepto el buen pastor.
El grupo entró en una placita llamada Oberlinden y, allí, en la taberna del Oso Rojo, Everard se encargó del alojamiento.
—Aunque vos, pastor, probablemente os quedaréis con el capellán de la iglesia de Nuestra Señora.
—Siempre escatimando pfennigs —exclamó Gregor, que había sacado un arcón de ropa del carro y lo dejó junto a la puerta de la posada.
—Thierry y Max han llevado a sus hombres al Schlossberg —dijo el administrador, indicando la fortaleza encaramada en la colina situada al este de la ciudad—. Lástima tener que compartir una cama con gente como este truhán —dijo, señalando con un dedo al camero—, pero cuantos menos cuerpos metamos en la habitación, más cómodos estaremos todos. Gregor, acompaña al sacerdote y paga al gremio un puesto en el mercado. Averigua adónde van nuestros carros.
Le lanzó a Gregor una bolsita de cuero y el cantero la pilló al vuelo.
Gregor se echó a reír y, agarrando a Dietrich por el codo, lo sacó del patio de la taberna.
—Me acuerdo de cuando Everard era un simple campesino como el resto de nosotros —dijo—. Ahora se da muchos aires.
Miró alrededor y divisó el campanario que se alzaba sobre los tejados de los modestos edificios del norte de Oberlinden.
—Por aquí.
Se abrieron paso entre una riada de mercaderes, soldados, maestros de gremios con ricos abrigos de marta; aprendices que corrían a cumplir los encargos de sus maestros; mineros de las montañas que proporcionaban a la ciudad sus riquezas de plomo y plata; caballeros del campo que contemplaban boquiabiertos los edificios y el bullicio; hilanderas de Bisgrovia que llevaban cestas de hilo a las tejedoras; un hombre que apestaba a río y llevaba al hombro un largo palo del que colgaban un puñado de peces goteantes; un «monje gris», que cruzaba la plaza hacia el Augustiner.
La ciudad había sido fundada en plena fiebre de la plata, ciento cincuenta años antes. Un grupo de mercaderes había alquilado solares de dos metros por tres metros y medio por una renta anual de un pfennig cada uno, por lo cual cada colono adquiría el derecho hereditario del solar, el uso de las zonas comunes y el mercado, la exención de impuestos y el derecho a elegir al Maier y el Schultheiss. La situación había atraído a siervos y hombres libres de todo el país.
De la calle de la Sal se dirigieron por un estrecho callejón a la calle de los Zapateros, que olía a cuero y pieles sin curtir. Pequeños arroyos corrían por canales situados a lo largo de las calles, un sonido limpio y relajante.
—¡Qué gran ciudad! —exclamó Gregor—. Cada vez que vengo aquí parece más grande.
—No tan grande como Colonia o Estrasburgo —dijo Dietrich, escrutando los rostros que encontraba en busca del primer gesto sorprendido de reconocimiento.
Gregor se encogió de hombros.
—Lo bastante grande para mí. ¿Conocisteis a Auberede y Rosamund? No, eso fue antes de que llegarais. Eran siervas que tenían una parcela en común cerca de Unterbach, que les atendía un Gärtner… He olvidado su nombre. Se marchó al «salvaje oriente», se convirtió en un «caballero de vacas» de una de esas grandes manadas. Supongo que ahora vive en una «nueva ciudad» y combate contra eslavos furiosos. ¿Que estaba diciendo?
—¿Auberede y Rosamund?
—Ach, ja. Bueno, esas dos eran trabajadoras esforzadas y astutas. Al menos Auberede era astuta. Mi padre siempre se contaba los dedos después de estrecharle la mano. ¡Je! Mientras el Gärtner trabajaba su tierra, ellas se hacían con unas vides que pertenecían a Heyso; ése era el hermano de Manfred, que entonces tenía Hochwald. Lo convencieron para que les concediera la custodia de un almacén cerca de Oberbach, además de algunas de las vides para compartir. Después de unos años, les había ido tan bien que se lo concedió todo como medio de ingresos: ¡parcela, viñedos, almacén, más una carreta y algunos caballos flamencos! Finalmente, cansadas de trabajar por media parte, convencieron a Heyso para que convirtiera la concesión en un alquiler. Compraron una casa en Friburgo con los ingresos y un día se mudaron aquí sin despedirse siquiera.