—¿Llegaron a comprar su libertad?
El cantero se encogió de hombros.
—Heyso nunca fue tras ellas y, pasado un año y un día, fueron libres. Le concedió sus parcelas a Volkmar, como era su derecho: eran parte de las tierras del señor, después de todo; pero las mujeres todavía envían a un hombre suyo para atender los viñedos en alquiler, así que supongo que todos están contentos con el acuerdo.
—Un siervo menos es una parcela menos robada al señor —dijo Dietrich—. El dinero se valora más que el servicio manual. La gente de los señoríos se llamaba en otros tiempos familia. Ahora, todo es dinero y beneficio.
Gregor gruñó.
—No es suficiente, si me lo preguntáis. Aquí está la catedral.
La plaza era un clamor de martillos, chirrido de poleas, chasquear de lonas y maldiciones de los obreros que levantaban los puestos del mercado. Sobre ellos se alzaba una magnífica iglesia de piedra roja. La construcción había comenzado poco después de que se fundara la ciudad y la nave seguía el estilo de aquella época.
El coro y el crucero habían sido añadidos más tarde, al estilo moderno, pero con suficiente habilidad para no presentar ningún contraste acusado con 1a apariencia general. Las paredes exteriores estaban adornadas con estatuas de santos en protectores huecos de piedra. Bajo los aleros, modernas gárgolas abrían la boca y sonreían y, cuando llovía, vomitaban el agua que caía del tejado. El campanario ascendía trescientos palmos sobre sus cabezas. Altas ventanas con vitrales horadaban las paredes: ¡tantas que el tejado parecía flotar sin suspensión!
—Parece que todo vaya a desplomarse bajo su propio peso —dijo Dietrich—. La cúpula del coro de Beauvais sólo tenía ciento cincuenta y seis palmos de alto, y se derrumbó y mató a los obreros.
—¿Cuándo fue eso?
—Oh, hace sesenta años, creo. Lo oí decir en París.
—Eran tiempos primitivos… y los constructores eran franceses. Necesitan todas esas luces porque el anticuado piso superior es demasiado débil para iluminar el interior. Pero claro, como decís, no queda pared suficiente para sostener el techo. Así que usan esas «columnas de fuerza» para reforzar la pared y repartir el peso del techo. —Gregor señaló la hilera de contrafuertes.
—El cantero eres tú —dijo Dietrich—. He oído decir que los parisinos terminaron su gran iglesia de Nuestra Señora hace tres años. No creo que hayan acabado todavía. La torre necesita un remate de aguja. ¿Es ése el emporium? Creo que es allí donde tienes que ir para conseguir un puesto. ¿Por dónde queda la iglesia franciscana?
—Todo recto desde la plaza de la Catedral hasta el otro lado de la calle Mayor. ¿Por qué?
—Tengo una cruz que Lorenz hizo para ellos y se me ha ocurrido ir a hablarles un poco de Joachim.
Gregor sonrió.
—¿Por qué no llevarles mejor a Joachim?
Los monjes de la iglesia de San Martín estaban montando un gran pesebre en el santuario. Francisco de Asís había iniciado la costumbre de construir portales de Belén en Navidad, y su popularidad se había extendido hasta Germania.
—Empezamos a colocar figuras después de San Martín —explicó el prior. La festividad de San Martín marcaba el principio popular de la Navidad, aunque no el litúrgico—. Primero, los animales. Luego, en Nochebuena, la Sagrada Familia; el día de Navidad, los pastores y finalmente, en Epifanía, los Reyes Magos.
—Ciertos padres de la Iglesia —dijo Dietrich —sitúan la Navidad en el mes de marzo, lo cual sería más razonable que diciembre si los pastores guardaban sus rebaños de noche.
Los monjes se detuvieron para mirarse. Se echaron a reír.
—Es lo que sucedió lo que importa, no cuándo sucedió —le dijo el prior.
Dietrich no respondió, pero aquélla era la clase de paradoja histórica que atraía a los estudiantes de París, y él ya no era estudiante ni estaba en París.
—El calendario está equivocado, en cualquier caso —dijo.
—Como demostraron Bacon y Grosseteste —reconoció el prior—. Los franciscanos no somos anticuados en filosofía natural. «Sólo el hombre docto en la naturaleza comprende verdaderamente el Espíritu, ya que descubre el Espíritu allí donde se encuentra: en el corazón de la naturaleza.»
Dietrich se encogió de hombros.
—Pretendía hacer una broma, no una crítica. Todo el mundo habla del calendario, pero nadie hace nada para corregirlo.
De hecho, puesto que la Encarnación significaba el principio de una nueva era, había sido asignada simbólicamente al 25 de marzo, Día de Año Nuevo, y el 25 de diciembre caía necesariamente nueve meses después. Dietrich indicó el belén.
—En cualquier caso es un hermoso espectáculo.
—No es un «hermoso espectáculo» —le reprendió el prior—, sino una advertencia temible y solemne para los poderosos: «¡Contemplad a vuestro Dios: un niño pobre e indefenso!»
Algo sorprendido, Dietrich permitió que el prior y el abad lo escoltaran hacia el vestíbulo; lo hicieron despacio, pues el abad, un hombre mayor con una nube de pelo blanquecino en la cabeza casi calva, cojeaba.
—Gracias por traernos noticias del hermano Joachim —dijo el abad—. Informaremos al convento de Estrasburgo. —Entornó los ojos, recordando—. Un muchacho devoto, según recuerdo. Espero que le hayáis enseñado los peligros del exceso. No les vendría mal a los espirituales un poco de contención. —El abad miró de reojo a su prior—. Decidle que puede conseguirse acomodo. Marsilius ha muerto. Supongo que os habéis enterado. Todos han muerto ya, excepto Ockham, y está haciendo las paces con Clemente. Tiene que ir a Aviñón a pedir perdón.
Dietrich se detuvo en seco.
—Ockham. ¿Sabéis cuándo? No se imaginaba a Will pidiendo perdón a nadie.
—Será en primavera. El capítulo se reunirá y hará una petición formal. Clemente busca un modo de hacerle dar marcha atrás sin que sea demasiado obvio lo necio que fue Juan al expulsarlo. —El abad sacudió la cabeza—. Michael y los demás fueron demasiado lejos cuando acudieron al kaiser. Y no somos nosotros quienes tenemos que ordenar los asuntos de los reyes, sino que debemos cuidar de los pobres y afligidos.
—Eso puede requerir ordenar los asuntos de los reyes —dijo Dietrich.
El anciano guardó silencio un instante antes de preguntar suavemente:
—¿Habéis aprendido los peligros del exceso, Dietrich?
Al regresar a la iglesia de Nuestra Señora, Dietrich advirtió que una de las pescaderas que preparaba su puesto se había detenido a mirarlo. Se estremeció con la brisa, se subió la capucha y continuó caminando. Cuando miró atrás, ella estaba atando las cuerdas del tenderete. Había imaginado su interés. La gente había olvidado hacía tiempo.
La diócesis de Estrasburgo gobernaba Alsacia, Bisgrovia y la Selva Negra; pero un archidiácono residente en Friburgo hablaba en nombre del obispo. Dietrich lo encontró rezando en la capilla de la Reconciliación, y consideró una buena señal encontrar de rodillas a un hombre de tan alto rango.
Cuando el archidiácono se persignó y se puso en pie, vio a Dietrich y exclamó:
—¡Dietrich, viejo amigo! No te había visto desde París.
Era un hombre de habla tranquila y modales amables, y con una impaciencia acuciante en los ojos.
—Ahora tengo una parroquia en Hochwald. No tan grande como la tuya, Willi, pero es tranquila.