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El archidiácono Wilhelm se persignó.

—Dios-nos-ama, sí. Demasiadas emociones estos últimos años pasados. Primero, Ludwig y Friedrich luchando por la corona, luego los barones (Endingen, Üsenberg y Falkenstein) arrasando Bisgrovia por Dios sabe qué motivos durante seis años…

Indicó la capilla de la Reconciliación, que los barones habían construido como ofrenda de paz.

—Luego el movimiento de los Armleder aplastando, quemando y ahorcando por doquier. Así que la locura pasó de los nobles al Herrenfolk, a la gente común. Dios sea alabado por estos diez años de paz… Dios y la Liga Suaba. Friburgo y Basilea fuerzan ahora a los barones a estar en paz, y Zürich, Berna, Constanza y Estrasburgo se les han unido, como tal vez hayas oído. Ven a dar un paseo. ¿Sabes algo de Aureoli o Buridan o alguno de los otros? ¿Sobrevivieron a la peste?

—No sé nada. Me han dicho que Ockham va a hacer las paces.

Willi gruñó y se acarició la barba entrecana.

—Hasta que escoja su próxima pelea. Debe de haberse dormido cuando en clase hablaban acerca de eso de «benditos sean los mansos». Tal vez los franciscanos no enseñan eso en Oxford.

En la nave, la cúpula parecía alzarse hasta el infinito y Dietrich vio lo que Gregor había querido decir cuando se refería a la iluminación interior. Junto a la entrada de la torre había una hermosa estatua de la Virgen flanqueada por dos ángeles, tallada según el viejo estilo del siglo anterior. Los vitrales eran modernos, menos los rosetones del crucero sur, también de estilo antiguo.

—Tengo una preocupante pregunta teológica, señoría. Dietrich le entregó el paquetito y explicó sucintamente sus pensamientos referidos a los krenken, a quienes describió como forasteros de un lugar terrible, gobernados en gran medida por el instinto en vez de por la razón. ¿Podía tener alma gente semejante?

—Puestos a errar —dijo Willi—, es mejor errar del lado de la cautela. Asume que tienen alma a menos que demuestren lo contrario.

—Pero su falta de razón…

—Das demasiado peso a la razón. La razón, y la voluntad, siempre están dañadas hasta cierto punto. Considera esto: un hombre aparta la mano del fuego sin sopesar antes argumentos sic et non. Estar sujeto a hábitos y condiciones no priva de ser un alma.

—¿Y si el ser poseyera la apariencia de una bestia y no de un hombre? —aventuró Dietrich.

—¡Una bestia!

—Un cerdo, tal vez, o un caballo, o… o un saltamontes.

Willi se echó a reír.

—¡Que vano argumento! Las bestias poseen las almas que les son apropiadas.

—¿Y si la bestia pudiera hablar y construir aparatos y…?

Willi dejó de caminar y ladeó la cabeza.

—¿Por qué te muestras tan agitado, Dietl, por una secumdum imaginationem? Esas preguntas son buenas preguntas de lógica en la escuela, pero no tienen ningún sentido práctico. Fuimos hechos a imagen y semejanza de Dios, pero Dios no tenía cuerpo material.

Dietrich suspiró y Willi le colocó una mano en el hombro.

—Pero por los viejos días de París, pensaré en el tema. Ése es el problema de las escuelas, ¿sabes? Deberían enseñar las artes prácticas: magia, alquimia, mecánica. Toda esa dialéctica está en el aire. —El archidiácono agitó una mano sobre su cabeza, meneando los dedos—. Na, nada gusta más a la gente que una buena disputa. ¿Recuerdas las multitudes en las discusiones públicas semanales? Te diré lo que pienso de entrada. —El archidiácono arrugó los labios y alzó un dedo—. El alma es la forma del cuerpo, pero no como la forma de una estatua es formatio et terminatio materiae, pues la forma no existe separada de lo material. No hay blancura sin un objeto blanco. Pero el alma no es una forma en este sentido simple, y en particular, no es la forma de la materia que informa. Por tanto, la forma de un ser no afecta el alma del ser, pues entonces algo inferior movería algo más alto, lo cual es imposible.

—El Concilio de Viena declaró lo contrario —sugirió Dietrich—. El noveno artículo decretaba que el alma es una forma como cualquier otra forma.

—O lo parecía. Pobre Peter Aureoli. Trató con mucho afán de reconciliar ese decreto con las enseñanzas de los Padres, pero eso es lo que pasa cuando dejas que un comité de aficionados se dedique a esos asuntos. Ahora, Dietl, dame un abrazo y me marcharé a reflexionar sobre tu problema.

Los dos se abrazaron unos instantes antes de concederse el beso de la paz.

—Que el Señor esté contigo, Willi —dijo Dietrich cuando se separaron.

—Deberías visitar Friburgo más a menudo —dijo el archidiácono.

Delante de la catedral, Dietrich torció el cuello en busca de las gárgolas que infestaban los aleros hasta que encontró la que había mencionado Gregor: un demonio agarrado a las paredes con las piernas muy largas y el culo sobre la plaza. Canalillos en los miembros conducían el agua de lluvia a través del trasero de la criatura hasta la plaza del mercado de abajo. La gente lo llamaba el cagón.

La risa de Dietrich atrajo la atención de una desaliñada dama que vendía pescado ahumado en un puesto cercano en la plaza de la Catedral.

—Buen día, sacerdote —dijo la mujer, que tenía acento de Alsacia—. Nada como la iglesia de donde viene, supongo.

—No. Nada como ella. Pero aquí no hay nada como de donde vengo.

Ella le dirigió una mirada peculiar.

—A la contra, ¿no? Conocí a un hombre así, sí señor. Podía dedicarle una hermosa sonrisa y él citaba a alguien alto y poderoso de París que pensaba que podía ser la Tierra la que giraba alrededor del Sol. Siempre tenía una segunda manera de mirar las cosas. —Ladeó la cabeza y lo estudió—. Os vi antes y os dais cierto aire… Venid, poned la mano aquí. Una cosa que nunca olvidaré es el contacto de su mano contra mi pecho.

Dietrich retrocedió y la mujer se echó a reír.

—Pero él no era ningún timorato —dijo—. No, nunca se echaba atrás ante estas cosas dulces. Ni ante otras más amargas, ¿eh? —Se volvió a reír, pero poco a poco guardó silencio. Cuando Dietrich se dio media vuelta, su voz lo detuvo antes de que diera unos cuantos pasos—. Lo buscaron —dijo—. Tal vez más que yo, pues querían colgarlo y yo no quería hallarme tan cerca. Supongo que no era el hombre adecuado para mí, tan bien hablado como era. Ya no lo andan buscando, pero puede que todavía lo ahorquen, si lo encuentran.

Dietrich cruzó a toda prisa la plaza hasta el callejón de la Manteca, donde desapareció en el entramado de calles que conducía a la Puerta de Suabia. Por fin, miró hacia atrás y vio que un niño se había reunido con la pescadera: un niño moreno de unos doce años, esbelto y musculoso y vestido de pescador. Dietrich vaciló un instante más, pero aunque el niño hablaba con su madre, no alzó la mirada y por eso Dietrich no llegó a verle la cara.

A lo largo de los días siguientes, a medida que el mercado se volvía más bullicioso, Dietrich evitó la plaza de la Catedral. Llegó a un acuerdo con un calderero para que hilara el lingote.

—Siempre que lo estires lo bastante fino para que pase por este ojo —le dijo Dietrich. Y mostró un artilugio que le habían dado los krenken.

El orfebre silbó.

—El calibre es enormemente fino, pero cuanto más fino lo hile, menos cobre usaré, así que desde luego tengo un buen motivo. —Se rió de manera un tanto brusca. Tras él, su aprendiz estaba sentado en un taburete con las tenazas en la mano, viendo a su maestro negociar.

—¿Cuándo estará hecho?

—Debo trabajar el hilo en varias reducciones para que no se endurezca. Veréis, primero debo reblandecerlo con fuego y martillearlo un poco a través de una matriz. Luego mi aprendiz lo sujetará con las tenazas y lo agitará de un lado a otro, sacando con cada movimiento más alambre a través del agujero de la matriz. Pero no puedo sacarlo tan fino de una sola vez o el hilo se romperá.