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Dietrich no estaba interesado en los detalles de su trabajo.

—Mientras no haya soldaduras…

El orfebre estudió el lingote con avaricia.

—Doscientos palmos… Tres días.

Al cabo de tres días el mercado terminaría y Dietrich podría abandonar esa ciudad de ojos curiosos.

—Me parece bien. Volveré entonces.

Habló también con un vidriero sobre el coste de reparar las ventanas rotas de la iglesia y se aseguró que el hombre prometiera acudir a la montaña en primavera.

—He oído decir que tenéis langostas allá —dijo el vidriero—. Mala cosecha. Un tipo de San Blasien dijo que oyó langostas por todo el Katerinaberg. —El hombre reflexionó un momento, y luego añadió con un guiño—: Y dijo que los monjes de San Blasien expulsaron a un demonio. Una horrible criatura entró en los almacenes a robar comida. Así que los monjes prepararon una trampa una noche y lo expulsaron con fuego. El demonio huyó hacia el Feldberg, pero los monjes quemaron la mitad de la cocina en la hazaña. —Echó atrás la cabeza y soltó una carcajada—. Quemaron la mitad de su cocina. Ja. Ustedes viven cerca del Feldberg. No habrán visto a esa criatura acercarse, ¿no?

Dietrich negó con la cabeza.

—No, no la hemos visto.

El vidriero hizo un guiño.

—Creo que los monjes estaban celebrando la vendimia. Yo mismo veo un montón de demonios de esa forma.

Cuando terminó el mercado, las carretas partieron hacia Hochwald con bolsas de monedas, piezas de tela y una sonrisa satisfecha en el rostro de Everard.

Dietrich no fue con ellos, pues la promesa del orfebre había sido demasiado optimista.

—Requiere un trabajo diferente —insistió el hombre—. El calibre es tan fino que sigue rompiéndose.

Era una súplica para aceptar un alambre más grueso, pero Dietrich no quiso oírla.

No le gustaba quedarse atrás, pero sin el alambre los krenken se quedarían eternamente, y había tenido una visión de lo que significaría eso. «Puede que todavía lo ahorquen, si lo encuentran.» Se quedó en la casa capitular de la catedral, comiendo con Willi y los otros, pero nunca salía por las puertas que daban al sur y nunca se aventuraba hacia el río Dreisam, donde las cabañas de los pescadores flanqueaban el curso debilitado por el otoño. Rezó por la mujer y su hijo (y por su hombre, si había encontrado uno nuevo), y rezó para poder al menos recordar su nombre. De vez en cuando, se preguntaba si había malinterpretado las palabras obscenas de una pescadera. Todo había sucedido en otra parte. Todo se había hecho pedazos al pie de las murallas de Estrasburgo, pisoteado bajo los cascos de la caballería alsaciana, lejos de Bisgrovia. Era demasiada coincidencia que ella estuviera allí. Eso implicaba demasiada crueldad por parte de Dios.

El alambre estuvo por fin listo en la conmemoración de Pirminius de Reichenau. Dietrich partió con un grupo de mineros que se dirigían a las montañas de plata, acompañándolos hasta que sus caminos divergieron y él siguió la ruta del norte hacia el valle de Kirchgartner. Allí encontró una caravana de Basilea, dirigida por un judío llamado Samuel de Medina, al servicio del duque Albrecht.

Dietrich consideró a Medina suntuoso y arrogante, pero tenía un gran contingente de guardias armados contratados en Friburgo y a las órdenes de un capitán Habsburgo con un salvoconducto firmado por Albrecht. Dietrich se tragó su orgullo y habló con el administrador del judío, Eleazar Abolafía, quien, como su amo, hablaba un español corrompido por muchas palabras de hebreo.

—No os prohibo caminar con nosotros —dijo el hombre con aire ofendido—, pero si no podéis mantener el paso, señor, os dejaremos atrás.

La caravana partió a la mañana siguiente con un tintineo de bocados y el gruñido de las ruedas de los carromatos. Medina cabalgaba un alazán adecuado a su tamaño mientras que Eleazar conducía una carreta que llevaba un pesado cofre de roble. Dos soldados cabalgaban por delante y otros dos detrás del grupo. El resto, todos a pie, se mezclaban con los demás viajeros y, de vez en cuando, se asomaban a la carreta. El grupo estaba formado por un mercader cristiano de Basilea, un comisionado de un comerciante de sales vienes y un tal Ansgar de Dinamarca, que llevaba una capa de peregrino adornada con insignias que representaban los altares que había visitado. Regresaba a Dinamarca tras su paso por Roma.

—La peste ha estado a punto de destruir la Ciudad Santa —le contó Ansgar a Dietrich—. Huimos a las montañas y el cielo tuvo piedad de nosotros. Florencia está devastada. Pisa…

—También Burdeos —dijo Eleazar subido al carro—. La peste apareció en los muelles y el mayor de Bisquale los hizo incendiar. Eso fue… —Contó con los dedos—. El segundo día de septiembre. Pero el fuego arrasó casi toda la ciudad, incluido el almacén de mi señor… Y también el Château de l'Ambriero, donde están los ingleses. La princesa Joan iba a casarse con nuestro príncipe. Ya había muerto de peste, me han dicho, pero el fuego consumió su cuerpo.

Dietrich y los peregrinos se persignaron e incluso el judío pareció triste, pues la peste mataba a cristianos, judíos y sarracenos con igual desprecio.

—No ha llegado a Suiza —comentó Dietrich.

—No —dijo el judío—. Basilea estaba limpia cuando partimos. Y también Zürich…, aunque eso no impidió que la ciudad expulsara a mi pueblo porque pensaron que podríamos traerla.

—Pero… —dijo Dietrich, sorprendido—, el Santo Padre ha condenado dos veces esa creencia.

Eleazar se encogió de hombros.

Dietrich dejó avanzar la carreta y se quedó junto al comerciante de Basilea, que llevaba de la brida su caballo alsaciano.

—Lo que el judío no os dirá —murmuró el hombre— es que los suizos tienen una confesión. Un judío llamado Agimet admitió haber envenenado los pozos de Ginebra. Los cabalistas lo enviaron con órdenes secretas, junto con otros.

Dietrich se preguntó cuánto habría ido embelleciéndose la historia al pasar de boca en boca. Si la cristiandad poseyera los habladores-lejanos de los krenken podría contarse la misma historia a todo el mundo, lo cual tal vez no aseguraría la verdad, pero al menos sí que todos oyeran la misma mentira.

—¿Se reafirmó ese Agimet en su confesión después?

El mercader se encogió de hombros.

—No, lo negó todo, lo cual demostró que estaba mintiendo; así que fue torturado por segunda vez y después se reafirmó en lo dicho.

Dietrich sacudió la cabeza.

—Esas confesiones no son convincentes.

El hombre de Basilea volvió a montar y desde la grupa preguntó:

—¿Sois entonces amante de los judíos?

Dietrich no dijo nada. El peligro había pasado ahora que el mal aire había dejado atrás París; pero el miedo continuaba en aquellas ciudades que se habían salvado. El pánico se alimentaba de los rumores y la pira se alimentaba del pánico.

Tanto se ensimismó Dietrich en sus pensamientos que hasta que no tropezó con la espalda del peregrino danés no descubrió que la caravana se había detenido y los supuestos guardias, junto con los caballeros del estandarte del halcón, habían rodeado la caravana con las espadas desenvainadas.

En el suelo, con la garganta limpiamente cortada de un tajo, yacía su capitán. Dietrich recordó que había venido con los judíos de Basilea, mientras que los otros soldados habían sido contratados en Friburgo para proteger el cofre. El muerto llevaba el águila Habsburgo en la librea; pero Dietrich sólo tuvo tiempo de mirarlo antes de que los otros cautivos y él fueran conducidos como ovejas sendero arriba hasta las puertas de la Roca del Halcón.