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—Dios es capaz de llamar por medios completamente materiales —le dijo al joven. Lo hizo volverse con una suave presión en el hombro—. Ve, prepara el altar. La misa clamaverunt. Según las rúbricas hoy debe vestirse de rojo.

Un hombre difícil de tratar, pensó Dietrich mientras Joachim se marchaba, y aún más difícil de conocer. El joven monje vestía sus harapos con más orgullo que el Papa de Aviñón su corona dorada. Los espirituales predicaban la pobreza de Jesús y sus apóstoles y estaban en contra de la riqueza del clero; pero el Señor había bendecido no a los pobres, sino a los pobres de espíritu: Beati pauperes spritu. Una sabia distinción. Como habían advertido Agustín y Tomás de Aquino, la mera pobreza se conseguía con demasiada facilidad para merecer un premio como el cielo.

—¿Por qué está él aquí? —preguntó Hildegarde—. Lo único que hace es sentarse en la calle y pedir y echar sermones.

Dietrich no respondió. Había razones. Razones que llevaban tiaras doradas y coronas de hierro. Deseaba que Joachim no hubiera aparecido nunca, pues poco podía conseguir aparte de llamar la atención. Pero el Señor había dicho: «Era forastero y me aceptasteis», y él nunca había mencionado ninguna excepción. «Olvida los grandes acontecimientos del mundo más allá del bosque —se recordó—. Ya no te conciernen.» Pero otra cosa, menos reconfortante, era si el mundo que había más allá del bosque podía olvidarlo a él.

Hildegarde Müller confesó un pecado venial tras otro. Había sisado harina de los sacos de grano que le habían traído a su marido para que lo moliera, el segundo secreto peor guardado de Oberhochwald. Había codiciado el broche que llevaba la esposa de Bauer. Había desatendido a su anciano padre en Niederhochwald. Parecía dispuesta a repasar todo el Decálogo.

Sin embargo, dos años antes, esa misma mujer había dado cobijo a un peregrino harapiento que iba camino del Santo Sepulcro en Jerusalén. Brian O'Flainn había llegado caminando desde Hibernia, en el mismo confín del mundo, atravesando una tierra tumultuosa (pues ese año el rey inglés había masacrado la caballería de Francia), sólo para que el señor de la Roca del Halcón se lo robara todo. Hilde Müller había aceptado a ese hombre en su casa, curado sus heridas y magulladuras, le había dado ropa nueva del armario de su esposo, a quien eso no hizo mucha gracia, y le había puesto en camino recuperado y sano. Contra el hurto y la envidia y el egoísmo, también eso pesaba en la balanza.

El pecado no consistía en el acto concreto, sino en la voluntad. Tras la retahíla de la mujer se hallaba el pecado cardinal del cual estas transgresiones eran los signos visibles. Se podía devolver un broche o visitar a un padre; pero a menos que el defecto interior se corrigiera, el arrepentimiento (aunque fuese sincero en el momento) se marchitaría como la simiente en tierra baldía.

—Y he holgado por placer con hombres que no eran mi legítimo esposo.

Ése era el secreto peor guardado de Oberhochwald. Hildegarde Müller acechaba a los hombres con la misma fría determinación con que Herr Manfred acechaba los venados y jabalíes que adornaban las paredes de Hof Hochwald. Dietrich tuvo una súbita y desconcertante visión de lo que podía colgar de la pared de los trofeos de Hildegarde.

¿Trofeos? ¡Ay! Ése era el pecado intrínseco. El orgullo, no la lujuria. Mucho después de que los placeres carnales hubieran palidecido, el acecho y la captura de los hombres seguían siendo una afirmación de que podía tener lo que se le antojara cuando se le antojara. Su amabilidad con el peregrino irlandés… no era una contradicción sino una confirmación de ello. Lo había hecho para que se notara, para que los demás admiraran su generosidad. Incluso su interminable lista de pecados veniales era una cuestión de orgullo. Estaba alardeando.

Por cada debilidad, una fuerza; por eso, para el orgullo, humildad. Su penitencia, decidió Dietrich, requeriría las restituciones habituales. Devolver el broche, devolver la harina, visitar a su padre. No tener a ningún otro hombre más que a su marido. Tratar a cualquier peregrino necesitado, fuera cual fuese su condición, con la misma caridad que había demostrado con el noble irlandés. Pero también, como lección de humildad, debía fregar el suelo de piedra de la nave de la iglesia.

Y debía hacerlo en secreto, para que no se enorgulleciera de su penitencia.

Después, mientras se vestía en la sacristía para la misa de la mañana, Dietrich se detuvo con el cíngulo a medio atar. Había un sonido, como el de una abeja, más allá del límite de su capacidad de audición. Atraído hacia la ventana, vio en la distancia pichones y grajos dando vueltas erráticas sobre el punto donde antes había brillado aquella pálida luminiscencia. El brillo había menguado o ya no destacaba contra el cielo iluminado. Pero el espectáculo resultaba extraño de un modo inclasificable. Había una especie de pinzamiento en la perspectiva, como si el bosque se hubiera doblado y plegado sobre sí mismo.

Al pie de la colina de la iglesia, un puñado de personas deambulaba con la misma falta de rumbo que los pájaros en el cielo. Gregor y Theresia se hallaban junto a la fragua, conversando agitadamente con Lorenz. Llevaban el pelo despeinado y revuelto, la ropa pegada como si estuviera mojada. Había gente cerca, pero el trabajo habitual de la mañana se había detenido. El fuego de la fragua estaba apagado y las ovejas balaban en su corral porque los pastorcitos no aparecían por ninguna parte. Faltaba la columna de humo que normalmente marcaba el lugar de la carbonera en el bosque.

El zumbido se hizo más claro cuando Dietrich se acercó a la ventana. Al tocar levemente el cristal con una uña sintió una vibración. Sobresaltado, apartó la mano. Dietrich se la pasó por los rizos y notó entonces que su pelo se agitaba como un nido de serpientes. La causa de esas anomalías ganaba fuerza, al igual que el sonido y el tamaño de un caballo al galope aumentan a medida que éste se aproxima: podía argumentarse por tanto que la fuente del impulso se acercaba. «Ningún cuerpo puede moverse a menos que se le aplique una fuerza de empuje», había argumentado Buridan. Algo se acercaba.

Dietrich se apartó de la ventana para continuar vistiéndose y se detuvo con una mano en la casulla roja.

«¡Ámbar!»

Dietrich se acordó. Si se frotaba ámbar (elektron, como lo llamaban los griegos) contra el pelaje de un animal, el efecto era que se levantaba de modo bastante similar a su vello. Buridan lo había demostrado en París cuando Dietrich era estudiante. El maestro había encontrado tanto deleite en la enseñanza que había olvidado el doctorado… y por sus acciones se había convertido en la mayor rareza: un sabio que nunca pasaba penurias. Dietrich lo recordó frotando el ámbar vigorosamente contra el pelaje del gato, sonriendo sin darse cuenta.

Dietrich estudió su propia imagen en la ventana. Dios estaba frotando ámbar contra el mundo. De algún modo, el pensamiento lo entusiasmó, como si estuviera a punto de descubrir algo oculto. Notó una sensación de vértigo, como cuando subía al campanario. Naturalmente, Dios no estaba frotando nada contra el mundo. Pero algo sucedía que hacía que pareciera como si frotaran el mundo con ámbar.

Dietrich se acercó a la puerta de la sacristía y se asomó al santuario, donde el minorita terminaba de preparar el altar. Joachim se había quitado la capucha y los apretados rizos negros que rodeaban su tonsura bailaban movidos por el mismo ímpetu invisible. Se movía con la agilidad y la elegancia propias de los de noble cuna. Joachim nunca había conocido las chozas de los aldeanos ni las libertades de las villas francas. Tanto más asombroso era que un hombre así, heredero de importantes feudos, dedicara su vida a la pobreza. Joachim se volvió apenas y la luz del triforio recortó unos rasgos finos, casi femeninos, dispuestos de manera un tanto incongruente bajo unas cejas tupidas que se unían sobre el puente de la nariz. Quienes apreciaban la belleza de los hombres, hubiesen considerado a Joachim hermoso.