—Quizás hasta aquí. —Dietrich se marcó la cintura—. Pero se derretirá de nuevo en primavera.
Hans se quedó inmóvil como una estatua un rato; luego, sin decir palabra, saltó hacia el bosque.
Dietrich fue a ver directamente a Manfred y encontró al Herr en las pajareras con su halconero, examinando las aves. Manfred se volvió con un azor encapuchado en el puño.
—Ah, Dietrich, Everard me dijo que te habías entretenido en Friburgo. No esperaba que regresaras tan pronto.
—Mein Herr, Falkenstein me hizo prisionero.
Hochwald alzó las cejas.
—En ese caso, no habría esperado tu regreso nunca.
—Me… rescataron. —Dietrich miró al halconero, que estaba cerca.
Manfred siguió la mirada de Dietrich.
—Es todo, Hermann —dijo. Cuando el sirviente se marchó, continuó—: Rescatado por ellos, entiendo. ¿Cómo?
—Uno de ellos vino en un arnés volador y untó una pasta en la ventana. Hubo un trueno y la pared se desplomó, y luego mi rescatador me agarró y me sacó de allí volando.
—¡Ja! —Manfred hizo un gesto con la mano libre. El azor chilló y flexionó las alas—. ¿Pasta de truenos y un arnés volador?
—Nada sobrenatural —le aseguró Dietrich—. En tiempos de los trancos, un monje inglés llamado Eilmer se colocó alas en manos y pies y saltó desde la cima de una torre. Voló con la brisa la distancia de un estadio.
Manfred arrugó los labios.
—No vi ningún hombre-pájaro inglés en Calais.
—Las agitaciones del aire, y su propio miedo al estar tan alto, hicieron que Eilmer cayera y se rompiera ambas piernas, de modo que a partir de entonces se quedó cojo. Atribuyó este fallo a la falta de plumas en la cola.
Manfred se echó a reír.
—¿Necesitaba una pluma en el culo? ¡Ja!
—Mein Herr, hay otros prisioneros que necesitan ser rescatados.
Y explicó lo de la caravana del judío y la plata de Habsburgo.
Manfred se frotó la barbilla.
—El duque prestó dinero a los de Friburgo para que compraran las libertades que vendieron a Urach durante la guerra de los barones. Sospecho que el tesoro era el pago de ese préstamo. Hazme caso, un día los Habsburgo poseerán Bisgrovia.
—Los otros prisioneros…
Manfred descartó el asunto agitando una mano.
—Philip los liberará… cuando les haya quitado todo lo que tienen.
—No después de apoderarse de la plata de Habsburgo. La seguridad de Falkenstein se basa en su silencio. Albrecht puede pensar que el judío escapó con el tesoro.
—Como tú has escapado ya, no gana nada silenciando a los demás. Y un Medina no se dejaría tentar por esa cantidad. Albrecht lo sabe.
—Mein Herr, un hilo de alambre de cobre especialmente fino que había mandado extraer en Friburgo para los krenken… Falkenstein lo tiene.
Manfred alzó el guantelete y observó el azor, acariciándole las plumas con la yema del dedo.
—Es un pájaro precioso —dijo—. Observa el trazado del ala, la elegancia de la cola, el delicioso plumaje avellana. Dietrich, ¿qué quieres que haga? ¿Que ataque la Roca del Halcón para recuperar un hilo de cobre?
—Si los krenken ayudan con su pasta de truenos y arneses voladores y pots-de-fer.
—Le diré a Max y Thierry que he encontrado un nuevo capitán para aconsejarme. ¿Por qué les va a importar un rábano a los krenken la Roca del Halcón?
—Necesitan el alambre para reparar su navío.
Manfred gruñó y acarició la cabeza del azor antes de devolverlo a su percha.
—Entonces es mejor que se pierda —dijo mientras cerraba la jaula—. Los krenken tienen muchas artes útiles que enseñarnos. Preferiría que no se marcharan tan pronto.
Cuando Dietrich llamó a Hans por el mikrophone más tarde, quien respondió fue Kratzer.
—El que tu llamas Hans está sentado en el calabozo de Gschert —le dijo el filósofo—. Su salida contra el Burg del valle no fue ordenada por Herr Gschert.
—¡Pero lo hizo para recuperar el alambre que necesitáis!
—Eso no es ninguna justificación. Lo que importa, importa. El azogue cae.
Los alquimistas asociaban el azogue con el planeta Mercurio, que también era veloz, y Dietrich pensó que Kratzer se refería a que el planeta había caído del cielo. Pero no tuvo ninguna posibilidad de preguntarlo, pues el filósofo krenk puso fin a la audiencia.
Dietrich permaneció sentado a su mesa en la rectoría, haciendo girar el arnés de cabeza, ahora silencioso, entre los dedos antes de arrojarlo sobre la mesa. Los krenken llevaban tres meses en el bosque, e historias descabelladas habían empezado a llegar ya a los habitantes de Friburgo. Y el alambre que necesitaban para volar se había perdido.
Durante las dos semanas siguientes, los krenken prohibieron a Max y Hilde la entrada en su campamento. Estaban derribando árboles de nuevo, le contó Hilde, y encendiendo hogueras. Dietrich se preguntó si se acercaba algún tipo de festividad de los krenken, similar al Día de San Juan, pero que necesitara la exclusión de los extraños.
—No es eso —dijo Max—. Están planeando algo. Creo que tienen miedo.
—¿De qué?
—No lo sé. Es instinto de soldado.
El Día de Santa Catalina de Alejandría amaneció oscuro y frío, con un ciclo cargado de nubes y una brisa molesta que no llegaba a convertirse en viento. Los aldeanos, tras celebrar la Krichweihe en memoria de la fundación de su iglesia, salieron presurosos, ansiosos de las carreras a pie y otros juegos festivos, sólo para quedarse mirando aturdidos las nubes de nieve en el horizonte. Durante la vigilia en la iglesia, una nieve silenciosa había cubierto la tierra.
Tras un momento de asombrada contemplación, los niños dejaron escapar un grito colectivo, y pronto jóvenes y mayores se enzarzaron en batallas burlescas y en levantar fortificaciones. Al otro lado del valle, una tropa de hombres salió del castillo. Dietrich pensó al principio que pretendían unirse a la batalla de nieve, pero se volvieron y marcharon a buen paso hacia el camino del valle del Oso.
Una bola de nieve golpeó a Dietrich en el pecho. Joachim sonrió y lanzó otra, pero falló.
—Así es como vuestros sermones llegan a la gente —exclamó el minorita, y los que ocupaban el fuerte de nieve se echaron a reír. Sólo Lorenz no lo hizo y aplastó un gran bloque de nieve sobre la cabeza de Joachim. Gregor, que había estado organizando el ejército enemigo, lo tomó como señal para lanzar un ataque, y los aldeanos del otro lado del patio de la iglesia se abalanzaron en una melé general.
En medio de esta confusión, Eugen llegó a caballo levantando chorros de nieve, imponiendo el silencio a su paso, hasta que por fin llegó hasta Dietrich. Sólo Theresia y los niños siguieron gritando, ajenos a su aparición.
—Pastor —dijo Eugen, esforzándose por mantener la voz grave—, los aldeanos deben venir al castillo.
—¿Por qué? —gritó Oliver Becker—. ¡No somos siervos a quienes se pueda dar órdenes!
Hizo ademán de lanzar una bola de nieve al Junker, pero Joachim, que estaba junto a él, le detuvo el brazo.
Dietrich miró a Eugen.
—¿Nos atacan?
Imaginó a Philip von Falkenstein dirigiendo a sus hombres en medio de la nieve para recuperar al pastor huido, «Deberíamos haber construido murallas de nieve más altas…»
—Los… los leprosos… —A Eugen le falló la voz—. Han salido del bosque. ¡Vienen hacia la aldea!
4. AHORA: Tom
Durante la Edad Media, en los días de rogativas, los campesinos de una aldea recorrían los límites de su feudo y arrojaban a sus hijos a arroyos o les golpeaban la cabeza contra ciertos árboles para que los jóvenes aprendieran las limitaciones de su vida. Si hubiera estudiado historia narrativa, Tom lo habría sabido.