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Sharon, que no había hecho el comentario demasiado en serio, agitó un poco el teléfono móvil en la mano mientras calibraba su reacción.

—Pon el chisme en modo vibrador —le dijo, entregándoselo—. Y llévalo encima. Para eso sirven los teléfonos móviles.

Sin decir otra palabra, se marchó a su sofá, donde se enroscó como las dimensiones ocultas del poliverso. Al principio le costó concentrarse en el espacio Janatpour, cosa que atribuyó a la interrupción.

Tom reconoció la orden con un gesto ausente.

—¿Has oído eso, Judy? —le preguntó a la imagen borrosa de la pantalla del móvil—. Sharon cree que eres mi nueva amante.

Judy frunció el ceño.

—Tal vez no debería llamarte a casa.

A veces la envarada corrección de la generación más joven era un poco difícil de entender.

—Oh, a Sharon no le importa que llames. —Tom bajó la voz mientras lo decía para no molestar a la física del sofá—. Todo va bien. ¿Qué tienes para mí?

En realidad, anhelaba esos momentos. Judy rascaba su curiosidad allá donde picaba. «Ella y yo conectamos —le había dicho ya a Sharon—. Sabe de investigación histórica, a qué bases de datos recurrir, con qué archiveros contactar. Sabe qué estoy buscando, así que no tengo que explicar nada dos veces.»

Y Sharon había contestado: «Es un tesoro, sí.»

—Creo que sé por qué cambiaron el nombre de la aldea —dijo Judy.

Das geht ja wie's Katzenmachen! —exclamó Tom, lo que molestó a la física del sofá y le valió una mirada de reproche que él no advirtió—. Meine kleine Durchblickerin! Zeig' mir diesen Knallfekt.

Judy ya estaba acostumbrada a este tipo de cosas. No tenía ni idea de lo que Tom había dicho, pero más o menos sabía lo que quería, así que no le hizo falta traducción. Hizo algo fuera de la pantalla y la imagen de un manuscrito reemplazó su cara.

No es posible saltar de un sillón reclinable, pero Tom lo intentó de todas formas. Corrió a CLIODEINOS, insertó el teléfono en su puerto y el manuscrito apareció en una ampliación más legible en el monitor. La letra era del siglo XIV. El latín era horrible: Cicerón se hubiese echado a llorar.

—Usé el Soundex para buscar variantes gramaticales —explicó Judy mientras él repasaba el documento—. Eso obliga a dar un rodeo más amplio, naturalmente, y se tarda más en sortear la… la…

—La Krempel. La basura. ¿Qué estoy mirando?

—Una bula de 1377 contra la Hermandad del Libre Espíritu. Parece que el nuevo nombre de Oberhochwald no fue originalmente Eifelheim, sino…

—Teufelheim. —Tom se le había adelantado y su dedo tocaba levemente la pantalla donde aparecía el nombre: «Hogar del Diablo.» Se mordió el nudillo del pulgar mientras reflexionaba. ¿Qué tipo de gente había vivido allí para haberse ganado que sus vecinos pusieran al pueblo semejante nombre?

—«Renunciad a las obras de Satán —leyó en voz alta—. El pastor Dietrich fue puesto a prueba y no dio la talla. Dadla vosotros, enfermos de herejía y hechicería.» Etcétera, etcétera. —Tom se acomodó en su silla—. El escritor no demuestra mucho aprecio por nuestro amigo Dietrich. Me pregunto qué cosa hizo que fuese tan terrible…, además de engañar a ese orfebre del cobre.

Pasó el archivo al disco y el rostro de Judy volvió a aparecer en la pantalla.

—La conexión me pareció clara —dijo ella.

—Sí. ¿Por qué si no mencionar a Dietrich en la siguiente frase, a menos que Teufelheim fuera Oberhochwald? Aunque… —Se frotó la oreja con el dedo—. En toda Suabia supongo que podría haber dos Dietrich.

—El doctor Wegner, del Departamento de Lengua, dice que la evolución de «Teufelheim» a «Eifelheim» es lingüísticamente natural.

Ja, wenn man Teufel spricht, kommt er.

Tom recuperó el mapa de la zona en otra ventana y cliqueó dos veces sobre el icono de la aldea para poder añadir la última glosa al nombre. El mapa describía la topografía, con las formaciones en relieve sombreado. La aldea se encontraba en un recodo del Feldberg junto a un profundo barranco que conducía al Höllental. ¿Y qué mejor ruta podría haber para el Hogar del Diablo que a través del valle del Infierno? En el extremo inferior del valle del Infierno se encontraba nada menos que Himmelreich, el «Reino del Cielo». Era una especie de nomenclatura a la inversa, con el diablo en la cima de la montaña y el cielo abajo.

Tom guardó la nueva información, pero con una ligera sensación de desánimo o tal vez de leve resaca.

—Seguimos sin saber por qué fue abandonado el lugar, pero supongo que nos hemos acercado un paso.

—Pero sí que lo sabemos —le dijo Judy—. Demonios. «El Hogar del Diablo.»

Tom no estaba convencido.

—No —dijo—. Es un lugar más de la Selva Negra que tiene el nombre del diablo. Como Teufelsmühle, cerca de Staufenberg, o el Púlpito del Diablo… Hay dos Púlpitos del Diablo, uno en Baden-Baden y el otro en Kniebis. Además del valle del Infierno y el valle Embrujado y…

—¿Pero leíste la descripción de los diablos que ese tal Dietrich supuestamente conjuraba?

No lo había hecho, pero recuperó el archivo y esta vez leyó más allá del comentario del nombre.

—Unos feos hijos de puta, ¿no? —dijo cuando encontró el párrafo—. Ojos amarillos y saltones. Encantamientos incomprensibles. Hombres que se vuelven locos. «Bailaban desnudos, pero no tenían ningún atributo masculino.» —La calidad de color del monitor, advirtió, era lo bastante buena para que viera que Judy se ruborizaba—. Supongo que los demonios no ganaron nunca un concurso de belleza.

—También volaban. Eso debe de ser lo que dio origen a esas historias sobre los krenkl.

—¿Unas cuantas frases en una bula? No, el escritor estaba repitiendo una historia que ya circulaba. Esperaba que sus lectores supieran a qué se refería, igual que esperaba que supieran quién era el «pastor Dietrich». Me pregunto si krenkl viene de Kränklein… En el sur de Alemania el sufijo «-lein» se transforma en «-l».

—Yo pensaba…

—¿Qué?

—Bueno, las descripciones de los demonios son tan detalladas, tan vividas… Su aspecto. Incluso la forma en que se comportaron los aldeanos. Algunos «se salvaron junto con sus almas». Otros «entablaron amistad con los demonios y los recibieron en sus propias casas».

Tom rechazó su sugerencia incluso antes de que ella pudiera hacer acopio de valor para expresarla.

—Todo lo que hace falta es un poco de imaginación y una pizca de histeria. Los medievales creían en bestias míticas. Oían vagas historias de rinocerontes e imaginaban unicornios. Los jinetes de las estepas se convertían en centauros. Tenían Kobolds y enanos y… Vi un dibujo en un libro de rezos, en la Galería Walters de Baltimore, que mostraba dos extrañas criaturas (una parecida a un ciervo, la otra parecida a un gato), caminando erguidas sobre sus patas traseras y llevando entre ambas un ataúd con un paño mortuorio. Y hay un fresco en la cripta de la Franziskanerkirche de Friburgo que muestra saltamontes gigantescos sentados a un banquete, probablemente una metáfora del modo en que las langostas podían consumir cosechas enteras. Y en un dintel tallado en los Cloisters de Nueva York se ve…

—¡De acuerdo!

La vehemencia de su voz lo sorprendió.

—No estamos en la Edad Media —dijo él en voz baja después de un momento—. Siempre hay una explicación natural para hechos «sobrenaturales».

Después, Tom se quedó ante el PC, pellizcándose el labio. Si las visiones extrañas hubieran sido el motivo del tabú, habría habido Teufelheims por toda la zona del Rin.

El colapso medieval había engendrado suficientes horrores para despoblar mil Eifelheims. Hubo canibalismo tras las hambrunas de 1317 y 1318, cuando las cosechas se perdieron por las lluvias incesantes. «Los niños no estaban a salvo de sus padres», había escrito un cronista. Pero por eso no había desaparecido ninguna población. Había bandas de campesinos por todas partes, abrazando la pobreza y el amor libre, saqueando mansiones y monasterios y ahorcando judíos para hacerse notar. Pero los que huyeron regresaron pronto, incluso los judíos. Un siglo de guerra y bandidaje en Francia destruyó la mística del caballero, el torneo, el trovador y el amor cortés. El cinismo y la desesperación sustituyeron la esperanza y la expectación. Brujería y herejía, flagelantes y peste. El macabro culto a la muerte, con sus esqueletos danzantes. Un nuevo orden mundial tan cerrado, tan paranoico, tan represivo, tan aturdido por la falta de significado que la gente olvidó por completo que había habido un mundo distinto y más abierto antes.