Entre aquellas ruinas, ¿por qué solamente Eifelheim había continuado siendo anatema?
Sacó la carpeta del proyecto y la llevó a la mesa de la cocina, donde extendió las hojas, escrutando cada una como si pudiera extraer respuestas por pura fuerza de concentración: archivos señoriales de vasallos de los condes de Baden y los primeros duques de Zähringen; la memoire del caballero; el tratado religioso del «mundo interior» con su capitular torpemente iluminada; aprobaciones señoriales de matrimonios y vocaciones, de multas y concesiones; enfeudaciones relativas a Oberhochwald y levas feudales sobre su caballero; el recorte de periódico que Anton le había enviado; una oración extática citando «ocho caminos secretos para dejar esta tierra de pesares» y atribuida de tercera mano a «san Johan de Oberhochwald»; la carta episcopal dirigida al pastor Dietrich.
Estaban también las habituales crónicas monásticas (de Friburgo, San Pedro, San Blasien y otras partes) de cosechas, ferias, chismes, actos nobles. Un caso concreto, un rayo caído en agosto de 1348, había incendiado varias hectáreas de bosque (y unas cuantas mentes supersticiosas). La peste avanzaba por entonces hacia el norte desde la costa, y el rayo se había interpretado más tarde como la venida de Lucifer. (¿Se había quemado la aldea? No, el documento Moriuntur y el asunto del herrero eran posteriores.)
Las piezas y fragmentos se acumulaban para formar una imagen más amplia, o al menos un boceto. La mansión de Oberhochwald era una de las dos que poseía su caballero (la otra la tenía en prenda el duque austríaco). El último caballero poseedor del feudo se llamaba Manfred, y su padre se había llamado Ugo. El pastor, en la época de la caída de la aldea, se llamaba Dietrich, y puede que fuera el doctor seclusus mencionado por Ockham y que había escrito el compendium de la Bibliothèque. Había una curandera llamada Theresia (la imaginaba como una bruja de cabellos grises y un rostro tan accidentado como la propia Selva Negra), un granjero llamado Fritz, un herrero llamado Lorenz y unos cuantos otros cuyos nombres habían aparecido en aquella tesis doctoral. Retirar una capa de cebolla más en la investigación, localizar los originales que el candidato a doctor había utilizado, y era probable que aparecieran aún más nombres.
«Casi podría escribir una historia completa de esta aldea», pensó. Los registros de las cosechas y los impuestos le permitirían calcular el crecimiento económico y demográfico. Los archivos del feudo mostraban cómo encajaba en la estructura feudal local. La memoire del caballero y la carta del obispo incluso le permitían atisbar la vida intelectual de la población.
De hecho, advirtió de mal humor, lo único que faltaba en la historia de la aldea era lo único que hacía que mereciera la pena escribirla: por qué había desaparecido de manera tan brusca y absoluta.
«¿Y si no está aquí?», se preguntó. ¿Y si el documento clave se había perdido? Quemado en las luchas entre Mercy y los bernardinos en las postrimerías de la Guerra de los Treinta Años; o durante la retirada de Moreau por el valle del Infierno; o en las campañas de Luis o Napoleón o una docena de otros engreídos conquistadores. Comido por los ratones o el moho, consumido por el fuego o la lluvia o las inundaciones, destruido por falta de cuidado.
¿Y si nunca había sido escrito?
—Tom, ¿qué pasa? Estás pálido.
Él alzó la cabeza. Sharon se encontraba en la puerta de la cocina, con una taza de infusión en la mano. El olor de manzanilla se extendió por la habitación.
—Nada —respondió. Pero tuvo la súbita y terrible sensación de que ya tenía una pieza clave de información en sus manos; que la había leído varías veces ya y que no había significado nada para él.
Y así entré yo en esta historia, aunque al principio sólo de manera anecdótica. Seguía impartiendo todavía clases en Albert-Louis y Tom me envió un e-mail pidiéndome que buscara los archivos señoriales de Oberhochwald. Se suponía que estaban en la colección de nuestra universidad. Respondí preguntando si era una suposición suya, una suposición fundada o una simple suposición. Y Tom respondió ‹LOL?› porque no entendió el chiste. Me hizo llegar una lista de palabras clave y una solicitud para investigar nuestros manuscritos e incunables en busca de referencias a Oberhochwald, cosa que supongo fue un justo castigo por mi intento de bromear. La teoría de la suposición no es muy divertida, sobre todo porque no sabemos qué querían decir con ella realmente. Usaban las mismas palabras que nosotros («movimiento», «intuición», «realismo», «natural», «oculto») pero cuyo significado a menudo difiere del que nosotros le damos. De todos modos prometí echar un vistazo lo mejor que pudiera y, una semana más tarde, le envié lo poco que había encontrado.
XI. NOVIEMBRE DE 1348
La celebración
Los krenken venían a la aldea.
El anuncio le sentó a Dietrich como un golpe en el estómago. Se sujetó a la brida del caballo de Eugen para no tambalearse. Pretendían tomar el poblado. Dada la cólera krenk, no podía ser otra cosa. Pero ¿por qué, después de meses de ocultarse? Miró al Junker, que tenía el rostro tan blanco como el suelo. El muchacho lo sabía.
—El Herr ha enviado hombres escogidos para enfrentarse a ellos, supongo.
Eugen tragó saliva.
—Eso les han dicho. Resistirán.
Dios concedió a Dietrich una visión de los hechos venideros. Los vio desplegarse con horrible claridad como si ya se hubieran cumplido: factum est. Sombrías filas de extrañas criaturas lanzan balas con sus pots-de-fer, encienden su pasta de truenos. Los hombres son perforados, destrozados. Los krenken saltan al aire para golpear a los hombres desde arriba.
Los hombres de Max gritan aterrorizados. Pero son hombres que responden al miedo golpeando. Puede que los krenken tengan armas mágicas, pero un golpe de espada los corta tan fácilmente como a un hombre. Y cuando los asustados hombres lo ven, caen sobre los supervivientes con una furia más mortífera, pues nace del miedo; golpean y cortan en pedazos a las criaturas que él había llamado Hans, Gschert y Kratzer.
Fuera cual fuese el resultado de la batalla, morirían demasiados para que los restantes vivieran. No habría cuartel. No quedaría ningún hombre en pie. O ningún krenken.
Pero si los krenken eran sólo bestias que hablaban, ¿qué importaba? Uno mata a la bestia que lo ataca y así pone fin a su ansiedad.
Y sin embargo…
Hans había volado a través de una lluvia de flechas y se había enfrentado al castigo de Gschert por rescatar a Dietrich de Burg Falkenstein. Fuera cual fuese la fría razón krenk que lo había impulsado, merecía más que una espada como respuesta. No se mata a un perro que te ha ayudado, por muy ferozmente que ladre luego.