Dietrich vio de pronto el mundo a través de ojos krenken: perdidos, lejos de su hogar, vecinos de desconocidos ominosos capaces de matar a sus señores, un acto incomprensible, incluso bestial para ellos. Para Hans, Dietrich era la Bestia que Hablaba.
Dietrich jadeó y agarró las riendas de Eugen.
—Rápido. Ve con Manfred. Dile: «Ellos son tus vasallos.» Lo entenderá. Me reuniré con él en el puente del molino. ¡Vamos!
Los aldeanos charlaban. Algunos habían oído mencionar a los leprosos y Volkmar dijo que traerían la enfermedad al poblado. Oliver exclamó que él solo los expulsaría si era necesario. Theresia respondió que había que recibirlos y cuidarlos, Hildegarde Müller, la única que comprendió lo que venía por el camino del valle del Oso, permaneció inmóvil, cubriéndose la boca abierta con una mano.
Dietrich corrió a la iglesia, tomó un crucifijo y un hisopo y llamó a la criatura Hans por el arnés de cabeza.
—Volved atrás —suplicó—. Todavía hay tiempo. —Se echó una estola al cuello—. ¿Qué queréis?
—Escapar de este frío aturdidor —respondió el krenk—. Los… fuegos… de nuestra nave no arderán hasta que hayamos reparado las… las fuentes del fuego.
Los krenken podrían haberse pasado el verano construyendo cabañas en vez de coleccionando flores y mariposas. Pero hacérselo ver ya era inútil.
—Max trae soldados para haceros volver.
—Huirán. Gschert tiene una frase en la cabeza. Nuestras armas y nuestra forma los harán huir y por eso tomaremos vuestros fuegos para nosotros y no sentiremos este frío.
Dietrich pensó en las gárgolas y monstruos que adornaban las paredes de la iglesia.
—Puede que asustéis a esos hombres, pero no huirán. Pereceréis.
—Entonces, igualmente, dejaremos de sentir el frío.
Dietrich corría ya colina de la iglesia abajo, con una capa de invierno sobre los hombros.
—Puede haber aún otro día. Dile a Gschert que alce un estandarte blanco y, cuando Max se os enfrente, tended las manos vacías. Me reuniré con vosotros en el puente de madera.
Y así, la temblorosa banda de dos docenas de krenken envueltos en la mezcla de atuendos que habían podido reunir y escoltados por los temblorosos y asombrados soldados de Max se acercaron al señor de Hochwald. Herr Gschert, espléndido con una saya roja y pantalones, y con un chaleco amarillo demasiado fino para el clima, dio un paso adelante y, a una indicación de Dietrich, se postró sobre una rodilla con las manos temblequeantes por delante. Manfred, después de una levísima vacilación, rodeó esas manos con las suyas propias, anunciando a todos los que se habían atrevido a acercarse:
—Declaramos a este… hombre… nuestro vasallo, para que tenga en feudo el Bosque Grande y produzca para Nos carbón y pólvora para los pots-de-fer y enseñe a nuestros hombres las artes de su tierra extranjera. A cambio, Nos le garantizamos a él y a su gente comida y refugio, ropa y calor, y la protección de nuestro fuerte brazo derecho.
Y tras esto, desenvainó su larga espada y la alzó ante él, el pomo hacia arriba, para que semejara una cruz.
—Esto lo juramos ante Dios y la familia de Hof Hochwald.
Entonces Dietrich bendijo a los reunidos y los roció con el hisopo de mango dorado. Los aldeanos alcanzados por el agua se persignaron, mirando a los monstruos con los ojos muy abiertos. Algunos de los krenken, al advertir el gesto, lo repitieron, entre murmullos de aprecio de la multitud. Dietrich bendijo a Dios por impulsar a los krenken a imitar sin pensar.
Entregó el crucifijo procesional a Johann von Sterne.
—Guíanos despacio a la iglesia —le dijo—, pero sin pausas.
Y todos partieron del puente y atravesaron la aldea en dirección a la colina de la iglesia. Dietrich siguió la cruz y Manfred y Gschert lo siguieron a él.
—Que el Señor nos ayude —susurró Manfred para que sólo Dietrich lo oyera.
El corazón humano encuentra consuelo en las ceremonias. Las palabras improvisadas de Manfred, el humilde gesto de Gschert, la bendición de Dietrich, la procesión y la cruz templaron el temor de los corazones de la gente, de modo que, en su mayor parte, los krenken fueron recibidos con un silencio de desconcierto y bocas abiertas. Los hombres agarraban los pomos de las espadas o los mangos de los cuchillos, o caían de rodillas en la nieve, pero nadie se atrevió a contradecir lo que el señor y el pastor tan claramente habían ordenado. Unos cuantos gritos taladraron el aire frío y quieto, y algunos chapotearon torpemente por la nieve en una parodia de huida. Las puertas se cerraron. Se corrieron los cerrojos.
«Muchos más huirían si fuera más sencillo hacerlo», pensó Dietrich, y rezó para que hubiera nieve. «¡Bloquea las carreteras; ahoga los senderos; mantén contenida esta monstruosa llegada en Hochwald!»
Cuando los krenken vieron la «catedral de madera», chirriaron y señalaron y se detuvieron para sacar aparatos fotografik para capturar imágenes de las tallas. La procesión se detuvo ante las puertas.
—¡Temen entrar! —gritó alguien.
—¡Demonios! —exclamó otro.
Manfred se volvió con la mano en la espada.
—Mételos dentro, rápido —le dijo a Dietrich.
Mientras Dietrich introducía a los krenken en la iglesia, le dijo a Hans:
—Cuando vean una lámpara roja, tienen que arrodillarse ante ella. ¿Comprendes? Díselo.
La estratagema funcionó. Los aldeanos se tranquilizaron una vez más cuando las criaturas entraron y rindieron obediencia a la Verdadera Presencia. Dietrich se atrevió a relajarse un poco.
Hans, portando la cruz, se detuvo junto a él.
—Se lo he explicado —dijo por el mikrophone—. Cuando tu gran señor del cielo vuelva, puede que nos salvemos. ¿Sabes cuándo sucederá eso?
—No se sabe el día ni la hora.
—Que sea pronto —dijo Hans—. Que sea pronto.
Dietrich, sorprendido por el evidente fervor, sólo pudo estar de acuerdo.
Cuando aldeanos y krenken por igual abarrotaron la iglesia, Dietrich subió al púlpito y contó todo lo que había sucedido desde el Día de San Sixto. Describió la situación de los forasteros en los términos más piadosos, e hizo que los niños krenken se presentaran ante la congregación con sus madres tras ellos. Hildegarde Müller y Max Schweitzer dieron fe de las heridas y las pérdidas de vidas que habían afligido a las criaturas y describieron cómo habían ayudado a colocar a sus muertos en criptas especiales a bordo de su navío.
—Cuando los rocié con agua bendita en el puente —concluyó Dietrich—, no mostraron ninguna incomodidad. Por tanto, no pueden ser demonios.
Los habitantes de Hochwald se agitaron y se miraron.
—¿Son turcos? —preguntó entonces Gregor.
Dietrich casi se echó a reír.
—No, Gregor. Son de una tierra mucho más lejana.
Joachim se abrió paso.
—¡No! —exclamó para que todos lo oyeran—. Son verdaderos demonios. Basta una mirada para convencernos. Su venida es una gran prueba… ¡Y de cómo respondamos puede depender la salvación de nuestras almas!
Dietrich se agarró a la barandilla del púlpito y Manfred, que ocupaba la sedalia normalmente reservada para el celebrante, rugió:
—He aceptado a este señor krenk como mi vasallo. ¿Osas contradecirme?
Pero si Joachim se enteró, no hizo caso, sino que se dirigió a la familia.
—¡Acordaos de Job y de cómo Dios puso a prueba su fe enviando demonios para atormentarlo! —les dijo—. ¡Acordaos de cómo Dios mismo, revestido de carne, sufrió todas las aflicciones humanas, incluso la muerte! ¿No podría él entonces afligir a los demonios como afligió a Job e incluso a su Hijo? ¿Nos atrevemos a asociar a Dios con la necesidad y decir que esta obra no puede ser suya? ¡No! Dios ha deseado que estos demonios sufran las aflicciones de la carne. —Hizo una pausa—. Pero ¿por qué? ¿Por qué? —continuó, como si reflexionara en voz alta, para que la silenciosa asamblea lo escuchara—. No hace nada sin un propósito, aunque su propósito pueda resultarnos un misterio. Se hizo carne para salvarnos del pecado. Hizo carne a estos demonios para salvarlos a ellos del pecado. Si los ángeles caen, entonces los demonios pueden alzarse. ¡Y nosotros vamos a ser los instrumentos de su salvación! Ved cómo han sufrido por voluntad de Dios… ¡y apiadaos de ellos! —Dietrich, que había estado conteniendo la respiración, dejó escapar un suspiro de asombro. Manfred apartó la mano de la espada—. Mostrad a estos seres lo que es ser un cristiano —continuó Joachim—. Dadles la bienvenida a vuestros hogares, pues tienen frío. Dadles pan, pues tienen hambre. Consoladlos, pues están lejos de sus casas. Así, inspirados por nuestro ejemplo, se arrepentirán y serán salvados. Recordad la Gran Súplica: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento? ¿Cuándo te vimos desnudo? ¿Cuándo? ¡En nuestro prójimo! ¿Y quién es nuestro prójimo? ¡Cualquiera que se cruce en nuestro camino! —Señaló directamente con el dedo a la masa de impasibles krenken que estaban de pie junto al atrio—. Prisioneros de la carne, no pueden mostrar ningún poder demoníaco. Cristo es todopoderoso. La bondad de Cristo es omnipotente. Triunfa sobre todas las cosas malvadas, triunfa sobre males tan antiguos como Lucifer. ¡Ahora veremos que triunfará sobre el infierno mismo!