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La congregación jadeó, e incluso Dietrich sintió un escalofrío. Joachim continuó predicando, pero Dietrich ya no escuchaba. En cambio, advirtió el embeleso de los aldeanos; oyó los cliqueos de Hans y unos cuantos más que repetían la traducción de la cabeza parlante. Dietrich no estaba seguro ni de la lógica ni de la ortodoxia de las palabras del monje, pero no podía negar su efectividad.

Cuando Joachim terminó (o tal vez sólo cuando hizo una pausa), Manfred se levantó y anunció para aquellos que no habían estado en el puente que el líder krenk era a partir de aquel momento el barón Grosswald y que se alojaría, junto con sus ministeriales, como invitado del Hof. El resto de los extranjeros serían alojados como su consejo determinara.

Esta perspectiva causó mucha inquietud, hasta que Klaus dio un paso al frente y, con las manos en las caderas, invitó al Maier de los peregrinos a alojarse con él. La oferta sobresaltó a Dietrich, pero supuso que, puesto que su esposa había atendido a los heridos, no podía parecer menos hospitalario. Después de esto, algunos abrieron sus casas mientras que otros murmuraban:

—¡Mejor tú que yo!

Manfred aconsejó a los krenken sobre su cólera.

—Comprendo que vuestro código de honor exige castigos corporales inmediatos. Bien. Otras tierras, otras costumbres. Pero no debéis tratar así a mi gente. La justicia es sólo mía y transgredirla es manchar mi honor. Si alguno de vosotros transgrede las leyes y costumbres del feudo, deberá responder ante mi corte cuando se reúna en primavera. Por lo demás, el barón Grosswald impartirá justicia menor entre vosotros según vuestros usos. Mientras tanto, queremos heraldos que lleven esos arneses de cabeza que los krenken puedan proporcionar, para que cuando exista la necesidad de hablar unos con otros el heraldo más cercano pueda traducir.

En el silencio que se produjo tras estos anuncios, Joachim empezó a cantar, en voz baja al principio y después con más fuerza, alzando la cabeza y lanzando palabras a las vigas y crucetas, como transportado por algún fuego interno. Dietrich reconoció el himno, Christus factus est pro nobis, y en la siguiente estrofa unió su propia voz en duplum, con lo que Joachim vaciló antes de volver a recuperarse. Dietrich se encargó de la «voz sostenida», o tenor, y Joachim de la alta, y sus voces sonaron libremente a coro. Joachim a veces cantaba una docena de notas sobre una de Dietrich. Éste advirtió que los krenken habían silenciado sus chisporroteos y estaban tan inmóviles como las estatuas en sus nichos. Varios alzaron sus mikrophonai para capturar los sonidos.

Por fin las dos voces sonaron al unísono en el «fa» final del quinto modo, y la iglesia permaneció en silencio unos instantes, hasta que el brusco «¡Amén!» de Gregor inició un coro de amenes. Dietrich bendijo a la congregación.

—Que Dios haga prosperar esta empresa y refuerce nuestra resolución. Lo pedimos por Nuestro Señor Jesucristo, en el nombre del Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, amén.

Entonces rezó en silencio para que la concordia milagrosamente conseguida por el inesperado sermón de Joachim no se desvaneciera tras segundas reflexiones.

Cuando más tarde Dietrich llevó a Hans y Kratzer a la rectoría, se encontró con que Joachim había encendido la chimenea de la habitación principal y estaba colocando los troncos chisporroteantes con un atizador de hierro. Los dos krenken lanzaron exclamaciones intraducibles por la cabeza parlante y entraron en la habitación, acercándose a las llamas. Joachim dio un paso atrás, con el atizador en la mano, y los observó.

—Éstos van a ser nuestros huéspedes —supuso.

—El que lleva las extrañas pieles se llama Kratzer, porque cuando lo conocí usó los antebrazos para hacer un sonido de fricción.

—Y llamasteis a su señor Gschert —dijo Joachim con una sonrisa forzada—. ¿Sabe que eso significa «zafio»? ¿Quién es el otro? He visto esa ropa antes, en las vigas de la iglesia, en la feriae messis.

—¿Lo viste entonces… y no dijiste nada?

Joachim se encogió de hombros.

—Había ayunado. Podría haber sido una visión.

—Se llama Johann von Sterne. Es un sirviente que se ocupa de la cabeza parlante.

—Un sirviente y lo llamáis «von». No esperaba sentido del humor por vuestra parte, Dietrich. ¿Por qué lleva pantalones cortos y un jubón mientras el otro va envuelto en pieles?

—Su país es más cálido que el nuestro. Llevan los brazos y las piernas desnudos porque su habla a veces se sirve de la fricción de los brazos. Y como su navío se dirigía a tierras igualmente cálidas, ni los peregrinos ni la tripulación llevaba ropa de invierno. Sólo la gente de Kratzer, que había planeado explorar un país desconocido, la llevaba.

Joachim golpeó el atizador contra la chimenea de piedra para desprender las cenizas.

—Compartirá las pieles, entonces —dijo, colgando el atizador de su gancho.

—Nunca se le ocurriría —respondió Hans Krenk. Tras una pausa, añadió—: Ni a mí.

Dietrich y Joachim fueron a preparar las camas para los forasteros en el edificio exterior de la cocina, donde el horno proporcionaría más calor. Al cruzar el camino cubierto de nieve entre los edificios, Joachim comentó:

—Cantasteis bien en la iglesia hoy. Es difícil dominar el Organum purum.

—Aprendí el método d'Arezzo en París.

Eso había consistido en memorizar el himno Ut queant laxis y usar las primeras sílabas de cada verso para el hexacorde: do, re, mi, fa, sol, la.

— Cantáis como un monje —dijo Joachim—. Me preguntaba si alguna vez habéis sido tonsurado.

Dietrich se frotó la coronilla.

— Me quedé calvo por causas comunes.

Joachim se echó a reír, pero tocó a Dietrich en el brazo.