—No tengáis miedo. Lo conseguiremos. Salvaremos a estos demonios por Cristo.
—No son demonios. Lo verás con el tiempo, como yo.
—No, están hundidos en el mal. El filósofo se negó a compartir sus pieles con su sirviente. Los filósofos siempre tienen razones lógicas para evitar el bien… y esas razones siempre dependen de su ansia de bienes materiales. Un hombre que tiene poco no duda en compartirlo; pero el hombre que tiene mucho lo agarrará con dedos moribundos. Este aparato… —Joachim acarició el cordón del arnés de cabeza que llevaba Dietrich—. Explicadme cómo funciona.
Dietrich no lo sabía, pero repitió lo que le habían dicho sobre ondas insensibles del aire, «sentidas» por artilugios que había llamado «sentidores» o antennae. Pero Joachim se echó a reír.
—Cuántas veces decís que no debemos imaginar nuevas entidades para explicar una cosa cuando con las ya conocidas basta. Sin embargo, aceptáis que hay ondas insensibles en el aire. Que el aparato es demoníaco resulta con diferencia la hipótesis más sencilla, sin duda.
—Si este aparato es demoníaco, no me ha hecho ningún daño.
—Las artes diabólicas no pueden dañar a un buen cristiano, lo cual habla en vuestro favor. He temido por vos, Dietrich. Vuestra fe es fría como la nieve y no proporciona ningún calor. La verdadera fe es un fuego que da vida…
— Si con eso quieres decir que no grito ni lloro…
—No. Habláis… y aunque esas palabras son siempre adecuadas, no son siempre las acertadas. No hay alegría en vos, sólo una pena largamente olvidada.
—Ahí está el granero —dijo Dietrich, incómodo—. Trae la paja para las camas.
Joachim vaciló.
—Pensaba que ibais al bosque para yacer con Hildegarde. Creía que la colonia de leprosos era un engaño. Creer eso fue pecar de juzgar a la ligera… y os suplico perdón.
—Era una hipótesis razonable.
—¿Qué tiene que ver la razón con eso? Un hombre no razona para meterse en la cama de una mujerzuela. —Frunció el ceño y sus gruesas cejas se unieron—. La mujer es una puta, una tentadora. Si no ibais al bosque para acostaros con ella, es seguro que ella iba al bosque para estar con vos.
—No la juzgues tampoco a ella a la ligera.
—No soy ningún filósofo para cuidar las palabras. Es mejor llamar a las cosas por su nombre. Los hombres como vos son un desafío para las mujeres como ella.
—¿Hombres como yo…?
—Célibes. ¡Oh, que sabrosas las uvas que están fuera de nuestro alcance! ¡Cuánto más deseadas! Dietrich, no me habéis concedido el perdón.
—Oh, cierto. Tomo las palabras de la Oración del Señor. Te perdonaré tal como tú la perdonas a ella.
La sorpresa deformó los rasgos del monje.
—¿De qué debo perdonar a Hilde?
—De tener «tanta delantera» que sueñas con ella por las noches.
Joachim se quedó blanco y los músculos de su mandíbula se tensaron. Entonces miró la nieve.
—Pienso en ellos, en lo que se siente…, lo que sentiría teniéndolos en mis manos. Soy un miserable pecador.
—Así somos todos. Por eso nuestro premio es el amor y no la condena. ¿Quién de nosotros es digno de arrojar la primera piedra? Pero al menos no nos reprochemos unos a otros nuestras debilidades.
En la cocina, Dietrich descubrió a Theresia en un rincón, entre el hogar y el muro exterior.
—¡Padre! —exclamó—. ¡Expulsadlos!
—¿Qué te aflige? —Dietrich tendió las manos hacia ella, pero Theresia no quiso salir de las sombras.
—¡No, no, no! ¡Seres malvados y retorcidos! Padre, han venido por nosotros, pretenden arrastrarnos a todos al infierno. ¿Cómo pudisteis dejarlos venir? ¡Oh, las llamas! ¡Madre! ¡Padre, haced que se vayan!
Sus ojos no miraban a Dietrich, sino que estaban absortos en otra visión. Dietrich no había visto tanta aflicción en muchos años.
—Theresia, estos krenken son los peregrinos más necesitados del bosque.
Ella lo agarró por la manga de su túnica.
—¿No podéis ver su deformidad? ¿Han encantado vuestros ojos?
—Son pobres seres de carne y hueso, como nosotros.
El monje había llegado a la puerta del edificio exterior, con un puñado de paja para la cama al hombro. Lo soltó y corrió al rincón, donde se arrodilló ante Theresia.
—Los krenken la aterrorizan —le dijo Dietrich.
Joachim le tendió las manos.
—Ven, vamos a tu cabaña. Allí no hay ninguno para asustarte.
—No debería sentir miedo de ellos —dijo Dietrich.
Pero Joachim se volvió hacia él.
—¡En nombre de Cristo, Dietrich! ¡Primero, dad consuelo; luego, cuidad vuestra dialéctica! Ayudadme a sacarla de aquí.
—Eres un muchacho guapo, hermano Joachim —dijo Theresia—. Él era guapo también. Vino con los demonios y el fuego pero lloró y me rescató y me salvó de ellos.
Había dado dos pasos más, sujetada por Joachim y Dietrich, cuando gritó. Hans y Kratzer habían llegado a la puerta de la cocina.
—He observado a esta mujer —dijo Kratzer a través de la cabeza parlante—. ¿Por qué responden así algunos de los vuestros?
—No es como vuestros escarabajos y hojas, para ser estudiada y clasificada según su género y su especie —dijo Dietrich—. El temor ha despertado en ella antiguos recuerdos.
Joachim tomó a Theresia por debajo del brazo, colocándose entre la curandera y los krenken, y la hizo salir rápidamente por la puerta.
—¡Haced que se vayan! —le suplicó Theresia a Joachim.
Hans chasqueó sus labios callosos.
—Tendrás tu deseo.
No le pidió a Dietrich que tradujera para la muchacha, y el sacerdote no pudo dejar de preguntarse si había sido una exclamación involuntaria, sin intención de que alguien la escuchara.
Esa noche, Dietrich se internó en el Bosque Pequeño y cortó ramas de pino con las que formó una corona de Adviento para el domingo. Cuando después se asomó a la cocina, vio la manta raída de Joachim sobre el cuerpo tembloroso de Johann von Sterne.
XII. ENERO DE 1348
Antes de maitines, en la Epifanía del Señor
El invierno cayó como una mortaja. La primera nieve apenas se había vuelto escarcha bajo el pálido sol cuando una segunda nevada le cayó encima y sendero y pasto se desvanecieron por igual en el anonimato. El arroyo del molino y su estanque se congelaron. Podían verse los peces agitándose bajo el cristal invernal. Los campesinos, en sus chozas, dedicados a remendar y reparar, arrojaron otro leño al fuego y se frotaron las manos. El mundo exterior se había vaciado y una columna de humo gris flotaba sobre el silencio.
Los krenken se acurrucaban miserablemente ante los fuegos de sus anfitriones, sin aventurarse a salir. La nieve había aplazado todo intento de reparar su nave. En cambio, charlaban de cómo lo harían algún día.
Pero después de algún tiempo, incluso la charla cesó.
Las completas de San Saturnio trajeron un viento que estremeció los postigos cerrados de la rectoría. Un bajo susurro gemía por las grietas de las tablas. Hans había ido al edificio exterior a preparar comida especial krenk para él y Kratzer. Joachim estaba sentado a la mesa del refectorio donde, bajo la mirada crítica de Kratzer, tallaba a Baltasar en una rama de roble negro para añadirlo a su colección de figuritas para el belén.
La puerta se abrió de golpe y el alquimista entró en la habitación y se colocó de un salto al lado del fuego, donde se abrió el abrigo de piel de Gregor y se refociló con las llamas.
—En Alemania —dijo Dietrich mientras iba a cerrar la puerta—, es costumbre llamar a la puerta y esperar a recibir permiso para entrar.
Pero el alquimista, a quien habían puesto de nombre Arnold de Villanova, no respondió. Anunció entre chasquidos algo a Kratzer, y los dos se enzarzaron en una animada discusión que el Heinzelmännchen no tradujo.