Dietrich recogió la olla de guiso que antes había colocado al fuego y sirvió a Joachim. Los krenken eran un pueblo rudo y de malos modales. No era extraño que discutieran tanto entre sí.
Hans regresó del edificio exterior con dos platos en las manos. Al ver al alquimista, vaciló y luego le tendió uno al alquimista y otro a Kratzer. Se sentó a la mesa frente a Joachim.
—Ha sido un buen gesto —dijo Joachim, recortando un poco más la espalda de Baltasar.
Hans extendió el brazo.
—Si sólo quedara una migaja, Arnold tendría que tragarla.
Dietrich había advertido que incluso Gschert se mostraba considerado con el alquimista, aunque Arnold era claramente un inferior.
—¿Por qué? —Sirvió un poco de sopa en un cuenco de madera y se lo dio a Hans, con un trozo de corteza de pan.
En vez de responder, Hans recogió el Niño Jesús que Joachim había tallado previamente.
—Tu hermano me dice que esto retrata a vuestro señor-del-cielo; pero la filosofía de la similitud de acontecimientos concluye que gente de mundos diferentes debe tener formas diferentes.
—La filosofía de la similitud de acontecimientos —dijo Dietrich—. Qué intrigante.
—Aunque menos que la Deidad hecha carne —dijo Joachim secamente—. El Hijo de Dios, Hans, asumió la apariencia de los hombres en su Encarnación.
Hans escuchó en silencio su arnés de cabeza.
—El Heinzelmännchen me explica lo que significa «encarnación» en vuestra lengua ceremonial.
—Ja, doch.
—Pero… ¡Pero esto es maravilloso! ¡Nunca hemos conocido a un pueblo capaz de asumir la forma de otro! ¿Era vuestro señor un ser de…? No, no fuego, sino de esa esencia que da ímpetu a la materia.
—Espíritu —aventuró Dietrich—. En griego decimos energia, que significa ese principio que «actúa dentro» o anima.
El krenk lo consideró.
—Nosotros establecemos una… relación… entre espíritu y cosas materiales. Decimos que «espíritu igual a materia por la velocidad de la luz por la velocidad de la luz».
—Una interesante invocación —dijo Dietrich—, aunque se me escapa su significado.
Pero el krenk se había vuelto para interrumpir a sus compañeros con exclamaciones que no fueron traducidas. Se produjo un encendido debate entre ellos, que terminó cuando el alquimista se colocó su propio arnés de cabeza y se dirigió a Dietrich.
—Háblame de ese señor de pura energia y de cómo se encarnó a sí mismo. ¡Ese ser, cuando regrese, aún podría salvarnos!
—¡Amén! —dijo Joachim. Pero Kratzer hizo chasquear sus labios laterales.
—¿Encarnación? Los átomos de la carne no encajarían. ¿Puede uno de Hochwald impregnar a un krenk? Wa-bwa-wa.
Arnold agitó el brazo.
—Un ser de pura energia podría conocer el arte de habitar un cuerpo extraño. —Tomó asiento junto a la mesa—. Decidme, ¿vendrá pronto?
—Éste es el tiempo de Adviento —dijo Dietrich—, cuando esperamos su nacimiento en la misa de Cristo.
El alquimista tembló.
—¿Y cuándo y dónde se encarna?
—En Belén de Judea.
Pasaron el resto de la noche instruyéndolo en el catecismo, que el alquimista anotó diligentemente en la maravillosa pizarra para escribir que todos los krenken llevaban en la bolsa. Arnold le pidió a Joachim que tradujera la misa al alemán para que el Heinzelmännchen pudiera a su vez traducirla al krenk. Dietrich, que sabía lo mal que los conceptos de una lengua podían trasvasarse a otra, se preguntó cuánto del sentido original sobreviviría al viaje.
Llegó la Nochebuena y aparecieron los aldeanos que rara vez veían el interior de la iglesia. Con ellos vino Arnold Krenk. Alguno, al advertir a ese peculiar catecúmeno nuevo, se marcharon en silencio, incluida Theresia. Cuando la misa de los catecúmenos terminó, y el hermano Joachim, alzando el libro de los Evangelios, indicó a Arnold Krenk que se adelantara para la instrucción, unos cuantos volvieron para la misa de los fieles. Pero Theresia no estaba entre ellos.
Después, Dietrich se echó encima una capa y, tras tomar una antorcha, se encaminó al pie de la montaña, donde se hallaba la cabaña de Theresia. Llamó a la puerta, pero ella no contestó, fingiendo estar dormida, y por eso redobló sus esfuerzos. El ruido hizo que Lorenz se asomara a su herrería para mirarlo con ojos hinchados y dirigir una mirada suplicante a las estrellas antes de volverse a dormir.
Finalmente, Theresia abrió media puerta.
—¿No me permitiréis dormir? —preguntó.
—Te has ido de la misa.
—Mientras haya demonios presentes, no puede haber verdadera misa, así que no he roto la ley de la misa de Cristo. Vos lo habéis hecho, padre, pues no habéis celebrado una misa verdadera.
Esto era demasiado sutil para Theresia.
—¿Quién te ha contado eso?
—Volkmar.
Toda la familia Bauer se había marchado también de la iglesia.
—¿Y Bauer es teólogo? ¿Un doctor rustica? ¿Vendrás a la misa del amanecer?
Nunca había tenido que hacerle esa pregunta. En el pasado, su hija asistía a las tres misas de Cristo.
—¿Estarán ellos allí?
Las costumbres y ceremonias de la aldea interesaban a Kratzer y a muchos de los peregrinos perdidos. Algunos de ellos sin suda asistirían con sus fotografía y mikrophonai.
—Es posible.
Ella negó con la cabeza.
—Entonces yo no estaré. —Empezó a cerrar la puerta.
Dietrich alzó la mano para detenerla.
—Espera. Si «ante Cristo no hay judío ni griego, ni esclavo ni hombre libre, ni hombre ni mujer», ¿cómo puedo ante Cristo expulsar a nadie de la misa?
—Porque esos demonios no son hombres ni mujeres, ni griegos ni judíos —respondió ella simplemente.
—¡Eres una peleona!
Theresia cerró la puerta.
—Debéis descansar para la misa del alba —la oyó él decir.
De regreso a la rectoría, Dietrich expresó sus frustraciones a Joachim y se preguntó si podría prohibir a los krenken que asistieran a algunas misas para que Theresia y los demás lo hicieran.
—La respuesta sencilla es que no podéis —repuso el monje—, y como mucho de lo que Cristo enseñó, la respuesta sencilla será suficiente. Sólo los eruditos cargan esas cosas con diatribas. —Extendió la mano y agarró la muñeca de Dietrich—. Nos enfrentamos a una tarea maravillosa, Dietrich. Si atraemos a estos engendros de Satán a los brazos de Cristo, el Reino de los Cielos no puede estar muy lejos. Y cuando venga la Tercera Era del Mundo, la Era del Espíritu Santo, nuestros nombres quedarán escritos en oro.
Mientras se acostaba para echar una cabezada hasta la misa del amanecer, Dietrich pensó: «¿Pero estará el nombre de Theresia entre ellos?»
Como sucede a menudo, el miedo se tradujo en hostilidad. Theresia arrojaba bolas de nieve a los krenken cada vez que los veía al descubierto, pues había comprendido su particular sensibilidad al frío.
—Pues claro que el frío los molesta —le dijo a Dietrich después de que éste la reprendiera—. Están acostumbrados a los fuegos del infierno.
En una ocasión, sus proyectiles helados alcanzaron a un niño krenk. Después de esto, algunos krenken, sabiendo que verlos la volvía loca, empezaron a arriesgarse a soportar el frío para vengarse de ella asomándose a la ventana de su cabaña. El barón Grosswald aplicó la disciplina krenk a estos transgresores, no por amor a Theresia Gresch, sino para mantener la precaria paz, y el calor, que había conseguido gracias a la disposición de Herr Manfred.