Se dirigieron al vestíbulo y, mientras Dietrich se ponía el abrigo y se subía el cuello para protegerse del frío, el krenk siguió hablando.
—Sin embargo, dices una verdad. El tiempo es verdaderamente inseparable del movimiento (la duración depende del grado de movimiento), y el tiempo no tiene principio ni fin. Nuestros filósofos han concluido que el tiempo empezó cuando este mundo y el otro mundo se tocaron. —Hans dio una palmada para demostrarlo—. Ése fue el principio de todo. Algún día volverán a chocar, y todo empezará de nuevo.
Dietrich asintió.
—Nuestro mundo en efecto empezó cuando fue tocado por el otro mundo; aunque dar palmadas no es más que una metáfora para lo que es puro espíritu. Pero, para presionar una cosa, algún actor ha de hacerlo, pues no existe movimiento sin motor. ¿Cómo podríamos presionar el tiempo?
Hans abrió la puerta de la iglesia y se preparó para iniciar los saltos que lo llevarían rápidamente a través del frío hasta la rectoría.
—Di más bien —respondió crípticamente— que el tiempo nos presiona a nosotros.
La costumbre del feudo exigía que Herr Manfred festejara a los aldeanos en el Hof durante los días sagrados, y por eso, según las Weistümer, seleccionó varias casas de la aldea. En Oberhochwald, el número acostumbrado eran doce, en honor a los apóstoles. Aquellos que, como Volkmar y Klaus, tenían varias parcelas, se sentaban junto al señor con sus esposas y bebían y comían de los mismos platos del señor. Los Gärtners también estaban invitados, aunque estos traían su propio mantel, copa y trinchador.
Gunther trajo un queso, cerveza, carne de cerdo con mostaza, gallina, embutido y budines, y un guiso de pollo. Manfred le había dicho al barón Grosswald que proporcionara la comida para su propia gente de sus almacenes. Pero la caridad iba en contra de las inclinaciones krenken, y la mayor parte de lo que Gschert ofreció eran comidas alemanas, adornadas con una pequeñísima porción de comida krenk. Dietrich achacó las magras porciones al innato egoísmo de Grosswald.
Durante el banquete, Peter de Rheinhausen, el Minnesinger de Manfred, cantó el Libro de los Héroes, eligiendo el pasaje en que el grupo de caballeros del rey Dietrich ataca el rosal del traicionero enano Laurin para rescatar a la hermana de Dietlieb, su camarada. Uno de los aprendices de Peter tocaba la viola, mientras que el otro aporreaba un pequeño tambor. Al cabo de un rato, Dietrich advirtió que los invitados krenken chasqueaban las mandíbulas al ritmo del laúd. Era en esos pequeños detalles que su esencia humana se les notaba, y pidió perdón a Dios por haber pensado una vez que eran bestias.
Después, los campesinos podían llevarse a casa las sobras que pudieran guardar en sus servilletas. Langermann había traído un mantel especialmente grande para este propósito.
—La mesa del Herr estaba servida con los frutos de mi trabajo —le dijo el Gärtner cuando advirtió que Dietrich lo miraba—, así que sólo estoy recuperando parte de lo que fue mío.
Nickel exageraba un poco, pues trabajaba lo menos posible, pero Dietrich no le reprendió por su previsión.
Los criados retiraron entonces las mesas del centro del salón para dejar sitio al baile. Dietrich advirtió que los krenken y la gente de Hochwald se separaban lentamente, como el aceite y el agua después de ser agitados. Algunos, como Volkmar Bauer, evitaban a las criaturas y les dirigían miradas a la vez furiosas y temerosas.
El maestro Peter tocó, y los habitantes de Hochwald se emparejaron: Volkmar y Klaus con sus esposas, Eugen con Kunigunda, y ejecutaron los pasos mientras los demás invitados los miraban junto a la chimenea.
Manfred se volvió a los nobles krenken que tenía al lado: Grosswald, Kratzer y Shepherd, que era Maier de los peregrinos.
—Hay una historia de un baile de Navidad en el Schloss de Althornberg —dijo, indicando con un Krautstrunk lleno de vino, cuya superficie rugosa proporcionaba a quien bebía un asidero más firme que el cristal liso—. En la fiesta, algunos bailarines llevaban hogazas huecas de pan como zuecos. Bien, la profanación del pan provocó naturalmente la ira divina, así que empezó a tronar. Una criada trató de detener el baile, pero Althornberg interpretó los truenos como aplausos de Dios y ordenó a los bailarines que continuaran, momento en que un rayo incendió el castillo. Sólo la criada sobrevivió… A veces se la ve todavía en los caminos, cerca de Steinbis.
Dietrich contó entonces la historia del convento de Titisee.
—No admitían más que a bellas herederas y vivían a expensas de su riqueza. Una noche oscura y tormentosa llamaron a la puerta durante una fiesta en la que todas se habían dado a la bebida, y las hermanas enviaron a abrirla a una novicia recién llegada. Al asomarse, vio a un viejo cansado de pelo blanco que pedía albergue para pasar la noche. Como no estaba aún corrompida, la novicia suplicó a la abadesa que le concediera hospitalidad, pero la mujer hizo un brindis a su salud y lo expulsó. Esa noche, la lluvia inundó el valle y todas en el convento se ahogaron, excepto la joven novicia, que fue rescatada por un bote donde remaba el viejo peregrino. Y ése es el origen del Titisee.
—¿Es así? —preguntó Shepherd.
—Doch —asintió Manfred gravemente—. La historia se puede comprobar de dos modos. Uno, asomándose a las profundidades del lago, donde se ven las torres del convento sumergido. El otro es sumergirse en las aguas. Pues si te zambulles «a más profundidad que cualquier sonda» oyes el repique de las campanas del convento. Pero ninguno de los que lo han hecho ha regresado, porque el Titisee no tiene fondo.
Más tarde, Hans llevó a Dietrich aparte y preguntó:
—Pero si ninguno de los que lo han hecho ha regresado, ¿cómo se sabe que pueden oírse las campanas?
Dietrich se echó a reír.
—Una fábula enseña una lección —le dijo al krenk—, no cuenta una historia. Observa que el castigo fue por no ofrecer ayuda a un extranjero y no por ninguna superstición pagana de hogazas de pan.
La pequeña Irmgard se había escapado de su habitación, como tenían que hacer los niños pequeños cuando sus mayores estaban de fiesta, pero Chlotile, su ama, que había descubierto la huida, fue tras ella y la niña entró chillando en la sala, abriéndose paso entre el alto bosque de piernas, hasta que, al mirar atrás para ver a su perseguidora, chocó con Shepherd.
La líder de los peregrinos, a quien llamaban «pastora» porque se pasaba casi todo el tiempo reagrupándolos y haciéndolos andar, miró a la cosita que casi la había derribado y el silencio se apoderó de la sala. Los bailarines se detuvieron. Kunigunda, al ver lo que había hecho su hermana, dijo «Oh» en voz muy queda, pues todo el mundo conocía la naturaleza colérica de los forasteros.
Irmgard alzó la cabeza y siguió alzándola, y abrió la boca. Había visto a las criaturas desde lejos, pero ésta era la primera vez que el encuentro era cercano.
—¡Pero sí es un saltamontes gigante! —dijo, llena de placer—. ¿Puedes saltar?
Shepherd ladeó la cabeza levemente mientras su arnés le repetía las palabras; entonces, con una leve flexión de rodillas saltó hacia las vigas del salón… entre los aplausos de deleite de Irmgard. En lo alto del salto, Shepherd se frotó las espinillas, igual que un hombre podría entrechocar los tobillos. Antes de que tocara el suelo, un segundo krenk saltó también y pronto varios estuvieron haciéndolo, entre un arrítmico roce de brazos y chasqueo de mandíbulas.
«Así que esto es lo que en su especie hace las veces de baile», pensó Dietrich. Sin embargo los saltadores no hacían ningún esfuerzo por moverse al compás, ni el chasquido y los roces seguían un tempus.
Pero la pregunta de Irmgard y la respuesta de Shepherd habían roto la silenciosa tensión de la sala. Los habitantes de Hochwald empezaron a sonreír mientras veían a la krenk saltar, pues también Irmgard se había unido a los saltos con infantil alegría. Incluso el ceño fruncido de Volkmar se distendió.
El maestro Peter, que buscaba en su laúd una música adecuada para la demostración, se contentó con el motete francés El espejo de Narciso. No tuvo ningún efecto sobre el caos krenk, pero sí animó a Eugen y Kunigunda a continuar la intrincada pauta de su baile. Peter cantó Dame, je sui cilz qui vueil endurer, y sus aprendices se le unieron. El que tocaba la pandereta se encargó del triplum y cantó la queja de la enamorada, «quédate conmigo o moriré»; el de la viola se encargó de la voz tenor y cantó el dolor del enamorado.
—¿Os gusta? —le preguntó Dietrich a Hans por el canal de voz privado que a veces usaban entre ellos—. El baile es un lazo más entre nosotros.
—Una barrera más. Esta habilidad peculiar vuestra demuestra solamente lo diferentes que somos.
—¿Habilidad peculiar nuestra?
—No tengo palabras para expresarlo. Conseguir una cosa haciendo muchas cosas distintas juntos. Cada hombre canta ahora diferentes palabras en diferentes tonos y, sin embargo, se acoplan de un modo extraño pero agradable a nuestros oídos. Cuando tu hermano y tú cantasteis para darnos la bienvenida a vuestra iglesia, los peregrinos no pudieron hablar de otra cosa durante días.
—¿No conocéis la armonía ni el contrapunto? —Incluso mientras lo preguntaba, Dietrich advirtió que no podían. Eran un pueblo que sólo conocía el ritmo, pues no respiraba del mismo modo que los hombres, y por eso no podían modular la voz. En su caso, todo eran chasquidos o roces.
Hans señaló a los saltadores krenken.
—¡Gansos dentro de un corral! Cuando los aldeanos honraron las nuevas chozas, un hombre golpeó una piel, otro sopló por un tubo, un tercero sacó aire de una vejiga, un cuarto arañó cuerdas con un palo. Sin embargo todo se combinó en un sonido que los bailarines siguieron con los pies y dando palmadas en sus calzas de cuero… sin ser dirigidos.
—Nadie os dirige ahora —dijo Dietrich, indicando los saltadores.
—Pero no saltan en… «en concierto», me informa ahora el Heinzelmännchen de la palabra. No conocemos el «concierto». Cada uno de nosotros salta a solas dentro de su cabeza, pero con un único pensamiento: «Como morimos, reímos y saltamos.»