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Joachim y Dietrich cruzaron la mirada un momento antes de que el monje se volviera hacia la credencia para tomar dos candelabros que se usarían en la missa lecta. Cuando las manos del minorita se acercaron a los objetos de cobre, saltaron chispas que bailaron sobre las yemas de sus dedos.

Joachim dio un salto y apartó el brazo.

—¡La maldición de Dios ha caído sobre estas riquezas!

Dietrich avanzó y lo agarró por el brazo.

—Sé razonable, Joachim. Tengo estos candelabros desde hace muchos años y nunca han mordido a nadie. Si a Dios le disgustan, ¿por qué esperar hasta ahora?

—Porque Dios ha perdido por fin la paciencia con una Iglesia enamorada de Mammon.

—¿Mammon? —Dietrich indicó el edificio de madera. Desde las vigas y los travesaños los observaban rostros salvajes. En las ventanas ojivales, los santos de los vitrales fruncían el ceño o sonreían o alzaban una mano en gesto de bendición—. Esto no es Aviñón.

Se inclinó para observar el cincelado de los candelabros: el crismón grabado en la Madre Pelícano. Acercó un dedo para tocarlo. Cuando estuvo a la distancia de un pulgar de la base se produjo un chasquido y una chispa apareció en el aire entre la yema del dedo y el candelabro. Aunque sabía lo que iba a suceder, apartó la mano tan rápidamente como había hecho Joachim. Sentía la yema del dedo como si se la hubieran pinchado con una aguja caliente. Se metió el dedo en la boca para aliviarlo y se volvió hacia Joachim.

—Uf. —Se miró el dedo—. No es nada —anunció—; parece peor por lo inesperado. —Había sido muy parecido al incidente con el aguamanil, pero más fuerte. Una nueva prueba a favor de que algo se acercaba—. Pero es puramente material. Hace un momento he recordado un truco con ámbar y pelaje animal que surte un efecto similar.

—Pero los pequeños rayos…

—Rayos —dijo Dietrich. Una nueva idea se le ocurrió. Se frotó el dedo, ausente—. ¡Joachim! ¿Podría ser esta esencia de la misma especie que el rayo mismo?

Sonrió de oreja a oreja y tocó de nuevo el candelabro, creando otro arco. ¡Fuego de la tierra! Se echó a reír y el minorita se apartó de él.

—Imagina una noria forrada de pieles frotando contra placas de ámbar —le dijo al monje—. ¡Podríamos generar esta esencia, este elektronikos y, si aprendiéramos a controlarlo, dominar el rayo mismo!

¡El rayo golpeó sin previo aviso!

Dietrich sintió el fuego recorrer todo su ser. A su lado, el minorita arqueó la espalda, los ojos abiertos de par en par y los labios contraídos. Saltaron chispas entre los dos candelabros.

Un gran estallido de luz inundó los vitrales de la pared norte de la iglesia proyectando arco iris. Santos y profetas quedaron bañados en luminosa gloria: María, Leonardo, Catalina, Margarita de Antioquía brillantes como el sol. El fulgor recorrió las imágenes y jugó en el oscuro interior de la nave, moteando las estatuas y columnas de dorado y amarillo y rojo y blanco de modo que parecían moverse. Joachim se hincó de rodillas e inclinó la cabeza, protegiéndose el rostro de las radiantes ventanas. Dietrich se arrodilló también, pero no dejó de mirar a todas partes, tratando de abarcarlo todo.

Una avalancha de truenos siguió a los relámpagos, y las campanas de la torre entonaron una loca y arrítmica cadencia. Las vigas de la iglesia crujieron y gimieron y el viento se coló por las rendijas del tejado, aullando como una bestia. Grifos y wyverns rugieron. Los enanos de las cavernas gruñeron. Los vitrales crujieron y se quebraron formando telarañas.

Y entonces, tan bruscamente como había empezado, la luz menguó y los truenos y el viento se calmaron. Dietrich esperó, pero no sucedió nada más. Inspiró profundamente y notó que la sensación de temor lo había abandonado también. Susurrando una breve oración de agradecimiento se puso en pie. Miró a Joachim, que se había encogido en el suelo con los brazos sobre la cabeza, luego se volvió hacia la credencia y tocó el candelabro.

No sucedió nada.

Miró las ventanas rotas. Lo que se acercaba, fuera lo que fuese, había llegado.

1. AHORA: Sharon

Durante el verano, Sharon y Tom realizaban su labor de investigación desde casa. Hoy en día es bastante fácil, porque el mundo se encuentra literalmente al alcance de la yema de nuestros dedos; pero también puede ser una trampa, pues lo que necesitamos puede que se encuentre más allá del alcance de la mano. Ahí está Tom, encorvado sobre el ordenador, junto a la ventana, siguiendo vagas referencias en la red. Está de espaldas a la habitación, es decir, a Sharon, que tendida en el sofá al otro lado de la misma, con el cuaderno abierto, rodeada de bolas de papel y tazas de infusión a medio terminar, piensa en lo que sea que piensan los físicos teóricos. Mira hacia Tom, pero contempla alguna visión interna, así que en cierto modo también ella está de espaldas. Sharon utiliza ordenador, pero es orgánico y lo tiene entre las orejas. Puede que no esté conectado por medio de ninguna red con el mundo exterior, pero Sharon Nagy crea sus propios mundos, extraños e inaccesibles, uno de los cuales se encuentra en el confín mismo de la cosmología.

No es hermoso ese mundo suyo. Las líneas geodésicas son combadas y retorcidas. El espacio y el tiempo divergen formando espirales en curiosos vórtices fractales, en direcciones para las cuales no existe nombre alguno. Las dimensiones son resbaladizas como el mercurio… Vistas de lado, desaparecerían.

Y sin embargo…

Y sin embargo, ella sentía una pauta oculta bajo el caos y la acechaba como un gato: con pasos sigilosos, nunca de frente. Tal vez sólo le faltaba la manera acertada de verlo para encontrarlo bello. Pensemos en Cuasimodo, o en la Bestia de la Bella.

—¡Maldición!

Una voz ajena se coló en su mundo. Oyó a Tom golpear el monitor de su PC y cerró los ojos, tratando de no escuchar. Casi podía verlo con claridad. Las ecuaciones apuntaban a múltiples grupos de rotación conectados por una meta-álgebra. Pero…

¡Durák! ¿Bünözö! ¡Jáki!

pero el mundo se quebró en un caleidoscopio y, durante un momento, se sintió abrumada por una sensación de pérdida infinita. Lanzó el bolígrafo contra la mesita, donde chocó contra las tazas de porcelana. Evidentemente, Dios no quería que resolviera todavía la geometría del espacio Janatpour. Miró a Tom, que murmuraba sobre el teclado.

Hay una cosa cierta acerca de Sharon Nagy, un detalle casi inadvertido: usa bolígrafo y no lápiz. Lo que anuncia una cierta arrogancia.

—Muy bien —exigió saber—. ¿Qué pasa? Llevas todo el día maldiciendo en lenguas raras. Algo te molesta y yo no puedo trabajar: eso me molesta.

Tom giró en su silla y se volvió para mirarla.

—¡CLIO no quiere darme la respuesta correcta!

Ella hizo una mueca.

—Bueno, pues espero que pudieras arrancársela con esos golpes.

Él abrió la boca y la cerró de nuevo y tuvo el detalle de parecer cortado, porque también hay algo cierto acerca de él. Si existen dos tipos de personas en el mundo, Tom Schwoerin es del otro tipo. Pocos pensamientos suyos no llegaban a su boca. Era un hombre que se hacía escuchar, lo que significa que era fundamentalmente sonoro.

Frunció el ceño y se cruzó de brazos.