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«Así que esto es lo que en su especie hace las veces de baile», pensó Dietrich. Sin embargo los saltadores no hacían ningún esfuerzo por moverse al compás, ni el chasquido y los roces seguían un tempus.

Pero la pregunta de Irmgard y la respuesta de Shepherd habían roto la silenciosa tensión de la sala. Los habitantes de Hochwald empezaron a sonreír mientras veían a la krenk saltar, pues también Irmgard se había unido a los saltos con infantil alegría. Incluso el ceño fruncido de Volkmar se distendió.

El maestro Peter, que buscaba en su laúd una música adecuada para la demostración, se contentó con el motete francés El espejo de Narciso. No tuvo ningún efecto sobre el caos krenk, pero sí animó a Eugen y Kunigunda a continuar la intrincada pauta de su baile. Peter cantó Dame, je sui cilz qui vueil endurer, y sus aprendices se le unieron. El que tocaba la pandereta se encargó del triplum y cantó la queja de la enamorada, «quédate conmigo o moriré»; el de la viola se encargó de la voz tenor y cantó el dolor del enamorado.

—¿Os gusta? —le preguntó Dietrich a Hans por el canal de voz privado que a veces usaban entre ellos—. El baile es un lazo más entre nosotros.

—Una barrera más. Esta habilidad peculiar vuestra demuestra solamente lo diferentes que somos.

—¿Habilidad peculiar nuestra?

—No tengo palabras para expresarlo. Conseguir una cosa haciendo muchas cosas distintas juntos. Cada hombre canta ahora diferentes palabras en diferentes tonos y, sin embargo, se acoplan de un modo extraño pero agradable a nuestros oídos. Cuando tu hermano y tú cantasteis para darnos la bienvenida a vuestra iglesia, los peregrinos no pudieron hablar de otra cosa durante días.

—¿No conocéis la armonía ni el contrapunto? —Incluso mientras lo preguntaba, Dietrich advirtió que no podían. Eran un pueblo que sólo conocía el ritmo, pues no respiraba del mismo modo que los hombres, y por eso no podían modular la voz. En su caso, todo eran chasquidos o roces.

Hans señaló a los saltadores krenken.

—¡Gansos dentro de un corral! Cuando los aldeanos honraron las nuevas chozas, un hombre golpeó una piel, otro sopló por un tubo, un tercero sacó aire de una vejiga, un cuarto arañó cuerdas con un palo. Sin embargo todo se combinó en un sonido que los bailarines siguieron con los pies y dando palmadas en sus calzas de cuero… sin ser dirigidos.

—Nadie os dirige ahora —dijo Dietrich, indicando los saltadores.

—Pero no saltan en… «en concierto», me informa ahora el Heinzelmännchen de la palabra. No conocemos el «concierto». Cada uno de nosotros salta a solas dentro de su cabeza, pero con un único pensamiento: «Como morimos, reímos y saltamos.»

Hasta qué punto Hans hablaba literalmente no fue evidente hasta que el sol calentó la nieve en la Epifanía del Señor. Wanda, la esposa de Lorenz, despertó a Dietrich y lo arrastró colina abajo hasta un montículo de nieve en el camino, justo detrás de la fragua. Allí, un grupito de aldeanos se congregaba en silencio, temblando y soplándose vaho en las manos e intercambiando miradas inciertas.

—El alquimista ha muerto —dijo Lorenz.

Y en efecto, Arnold yacía de costado en un hoyo cavado en la nieve, doblado sobre sí mismo como aquellos cadáveres antiguos que a veces se encuentran en túmulos olvidados. Su desnudez sorprendió a Dietrich, ya que a los krenken los disgustaba el frío incluso cuando estaban cubiertos de pieles. En la mano tenía una hoja de pergamino en la que había garabateadas palabras-signos krenken.

—Wanda vio el pie que sobresalía del montículo de nieve —dijo Lorenz—, y lo sacamos con las manos desnudas.

Mostró las palmas, rojas y peladas, como si Dietrich pudiera dudar de su palabra y exigiera pruebas. Wanda se secó la nariz y apartó la mirada del cadáver.

—Ya no estaba cuando he despertado —dijo Gregor.

Seppl Bauer sonrió.

—Un demonio menos del que preocuparnos.

Dietrich se volvió y lo reprendió al momento.

—¿Pueden morir los demonios? —exclamó—. ¿Quién ha hecho esto? —Miró uno por uno a los miembros del grupito—. ¿Cuál de vosotros ha matado a este hombre?

Recibió negativas por todas partes y Seppl se frotó la oreja y le devolvió la mirada.

—¿Hombre? —dijo entre dientes—. ¿Dónde están sus atributos? No muestra ninguna masculinidad.

En efecto, la criatura no tenía más atributos que un eunuco.

—Creo que se enterró en la nieve y el frío lo mató —afirmó Lorenz.

Dietrich estudió la forma en que yacía el cuerpo y admitió que no había nada del apestoso icor que hacía las veces de sangre en los visitantes, ninguna evidencia de magulladuras. Recordó que Arnold era especialmente melancólico incluso para ser krenken, y dado a la soledad.

—¿Ha llamado alguien al barón Grosswald? ¿No? Tú, Seppl, ve. Sí, tú. Llévate a Max. Y que alguien avise a Klaus.

Dietrich se dio la vuelta y entonces vio que Joachim había bajado de la rectoría y contemplaba el cadáver con desazón.

—Era mi mejor catecúmeno —dijo el monje, cayendo de rodillas en la nieve—. Creía que sería el primero en unirse a nosotros.

—¿Y qué demonio podría vivir con eso? —dijo gravemente Volkmar Bauer.

Hans y Kratzer habían venido con Joachim. El filósofo contempló inmóvil el cuerpo de su amigo, pero Hans se adelantó y recogió el pergamino de la mano del alquimista.

—¿Qué dice? —preguntó Dietrich, pero bien podría habérselo preguntado a la talla de santa Catalina, pues Hans no se movió durante un buen rato. Por fin, le entregó el pergamino a Kratzer.

—Es parte de vuestra oración —dijo—. «Éste es mi cuerpo. Quien coma de él vivirá.»

Ante esta prueba de piedad, el hermano Joachim lloró abiertamente y siempre a partir de entonces nombró a Arnold en el Memento etiam de la misa.

Tanto Hans como Kratzer permanecieron en silencio.

XIII. ENERO DE 1348

Lunes de Roca

El primer lunes después de Epifanía (llamado Lunes de Faldas por las mujeres, Lunes de Arado por los hombres) marcó el final de los días sagrados de Navidad. La mayoría de los años, los hombres de la aldea competían en carreras para ver quién podía arar más rápido un surco, pero con el terreno cubierto de nieve las carreras no se celebraron. Pero el Lunes de Faldas continuó y las mujeres de Oberhochwald hicieron alegremente prisioneros a los hombres y pidieron rescate por ellos. El nombre de la celebración era una broma, pues «falda» y «venganza» sonaban muy parecidos en lengua alemana.

Dietrich trató, con poco éxito, de explicar la festividad a Hans y los otros krenken; pero el placer de la inversión de papeles se escapaba a aquellos a quienes el instinto obligaba a realizar su función. Cuando Dietrich explicó que en el Día de los Inocentes un Gärtner sería escogido para gobernar como Herr durante ese día, lo miraron con incomprensión… y no poco horror.

Wanda Schmidt capturó a Klaus Müller y lo retuvo en la fragua de su marido esperando un rescate que tardó en llegar. Algunos decían que fue una buena lucha, pues el molinero y la esposa del herrero tenían la misma corpulencia y casi la misma fuerza.

—Las piedras de molino —bromeó Lorenz mientras se lo llevaba Ulrike Bauer— molerían a alguien igual que me chafaría yo entre ellos.

Los hombres de la aldea, por su parte, querían ser capturados por Hildegarde Müller. Sin embargo, la esposa del molinero exigió sólo un donativo para aliviar a los destituidos. Trude Metzger atrapó a Nickel Langermann…, para diversión de todos, pues nadie había olvidado que había pagado Merchet por sí misma.