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Los krenken se preocupaban por la naturaleza «desnuda» del alambre, pero el significado de eso era un misterio porque ninguna palabra alemana expresaba «revestimiento». Cuando el «circuito» estuvo por fin terminado, Gottfried lo probó con un aparato que llevaba en el cinturón y, tras muchas discusiones con Hans, Kratzer y el barón Grosswald, se declaró satisfecho.

Al día siguiente, una nevada indiferente cubrió el aire tranquilo. El grupo se reunió en el patio del Burg. Gottfried, envuelto en pieles, se colocó un arnés volador del que colgaba, en un saco protector, el aparato que había construido. Su sometido aprendiz, Wittich, llevaría a Lorenz a la nave en un cabestrillo. El herrero había pedido poder mirar, y el barón Grosswald, a petición de Herr Manfred, había consentido.

Dietrich rezó por sus esfuerzos y Lorenz se arrodilló sobre las piedras heladas del patio y trazó el signo de la cruz sobre su cuerpo. Antes de subir a la torre de la que partirían los voladores, el herrero abrazó a Dietrich y le dio el beso de la paz.

—Rezad por mí —dijo.

—Cierra los ojos hasta que estés de nuevo en tierra firme.

—No temo a las alturas, sino al fracaso. No soy orfebre. El hilo no es tan fino y regular como pidió Gottfried.

Dietrich se quedó en la base de la torre mientras los otros subían las estrechas escaleras en espiral hasta la cima. Al doblar la curva de la espiral, los dos krenken tropezaron en los resbaladizos bloques. Hans, que se había quedado con Dietrich, comentó la evidente falta de habilidad de los constructores.

—Pues no —dijo Dietrich—. Esos escalones son así para que los atacantes que suban a la torre tropiecen. La escalera describe una espiral a la derecha por motivos similares. Los invasores no pueden blandir sus espadas, mientras que los defensores, al luchar hacia abajo, pueden descargar el golpe completo.

Hans sacudió la cabeza, un gesto que había aprendido de sus anfitriones.

—Vuestra ineptitud demuestra siempre astucia. —Señaló hacia el cielo, aunque sin echar atrás la cabeza—. Allá van.

Dietrich contempló a los voladores hasta que se convirtieron en motas oscuras en el cielo. Los centinelas de la muralla señalaron también, pero ya habían visto esos vuelos muchas veces y la novedad de la hazaña estaba empezando a aburrirlos. Incluso habían visto volar a Max Schweitzer, aunque con moderado éxito.

—Blitzl tiene no poco optimismo —dijo Hans.

—¿Quién es Blitzl?

Hans señaló a los voladores que se desvanecían ya sobre el bosque.

—Gottfried. Llamamos a los que siguen su aparato Pequeños Rayos. Durante el tiempo de truenos grandes sacudidas de ardiente fluido cruzan nuestro cielo, y Gottfried trabaja con versiones más pequeñas del mismo espíritu.

—¡El elektronikos!

Un rostro krenk no podía mostrar asombro.

—¿Lo conoces? ¡Pero no dijiste nada!

—Deduje su probabilidad por principios filosóficos. Cuando vuestra máquina falló, una gran oleada de elektronikos barrió la aldea, creando no poco caos.

—Da gracias entonces a que no fuera más que una onda —le dijo Hans.

Después fue difícil reconstruir lo sucedido. Gottfried estaba en otro apartamento del navío y no lo presenció. Tal vez Wittich vio un cable suelto y trató de ajustarlo. Pero mientras manejaba el alambre desnudo, Gottfried abrió la puerta del fluido, permitiendo que el elektronikos fluyera a través de los canales… y a través de Wittich, buscando, como hacen los fluidos, el terreno más bajo.

—Lorenz agarró a Wittich por el brazo para apartarlo —le dijo Gottfried a Manfred después—, y el fluido lo recorrió también a él.

«Como el viejo Pforzheim —pensó Dietrich—. Y Holzbrenner y su aprendiz. Sólo que más fuerte, como si un torrente hubiera barrido al hombre. Los días del hombre son como la hierba, el viento se los lleva y ya no existen.»

—¿El hombre Lorenz no sabía qué sucedería cuando tocara a Wittich? —preguntó Grosswald. Estaba sentado junto a Manfred y Thierry en el estrado de juez, ya que el asunto implicaba a su gente.

—Vio que Wittich sentía dolor —dijo Gottfried.

—Pero lo sabías —insistió Grosswald.

El sirviente de la esencia hizo el gesto de arrojar y todos pudieron ver las quemaduras en sus manos.

—Actué demasiado tarde.

El barón Grosswald rozó lentamente sus antebrazos.

—No preguntaba eso.

Después de que el pobre cuerpo quemado de Lorenz fuera enterrado y Dietrich diera a Wanda todo el consuelo que pudo, Gregor se acercó a la rectoría a ofrecer sus condolencias, «ya que los dos eran muy amigos».

—Era un hombre simpático y amable —dijo Dietrich—, un buen conversador, siempre con ganas de hablar más. Una amistad es superficial, creo, si todo entre dos hombres está dicho. Estoy seguro de que había cosas que deseaba contarme, pero siempre había tiempo para hacerlo más tarde. Ahora, ya no lo habrá. Pero la pena de Wanda debe de ser más grande.

Gregor se encogió de hombros.

—Ella lo quería mucho, pero vivían como hermano y hermana.

—¡Vaya! No lo sabía. Bueno, Pablo recomendó ese tipo de vida en una de sus cartas.

—Oh, ella no hizo voto de celibato, no mientras Klaus Müller pudiera ir a visitarla. En cuanto a Lorenz, no parecía muy interesado, siendo Wanda Walküre suficiente para saciar el ardor de cualquier hombre.

—¡Klaus Müller y la señora Schmidt!

Gregor sonrió con retintín.

—¿Por qué no? ¿Qué alegría lleva Hilde a la cama del molinero?

Dietrich no pudo disimular su asombro. Aunque el desenfreno de Hildegarde Müller era bien conocido, no esperaba lo mismo de Wanda, una mujer que en modo alguno era bien parecida. Recordó cómo, el Lunes de Roca, Lorenz había comparado a su esposa y Klaus con piedras de molino. ¿Conocía el herrero la infidelidad de su esposa, y tal vez la toleraba?

Fray Joachim llegó sin aliento a la puerta.

—¡Sois necesario en la iglesia, pastor!

Alarmado, Dietrich se puso en pie.

—¿Qué sucede?

—Gottfried Krenk. —Las mejillas del joven, rojas por el frío, brillaban en su pálido rostro. Los ojos oscuros centellearon—. ¡Oh, sin duda no hubo un nombre más maravillosamente elegido! Ha abrazado a Jesús y necesitamos que celebréis el bautismo.

Gottfried esperaba en el baptisterio, pero Dietrich lo llevó primero a la sacristía y habló con él a solas.

—¿Por qué eliges el bautismo, amigo saltamontes? —preguntó.

Ningún sacramento podía ser válido si no se comprendía su significado. El bautismo era una cuestión de voluntad, no de agua.

—Por Lorenz el herrero. —Gottfried frotó lentamente sus antebrazos, un gesto que Dietrich había concluido que significaba reflexión, aunque el ritmo concreto del frotamiento podía indicar irritación, confusión, o cualquier otro tipo de estado anímico—. Lorenz era un artesano, como yo —dijo Gottfried—. Un hombre de baja extracción social, para que sus superiores lo utilizaran. «En justicia ordena el fuerte; en justicia se somete el débil.»

—Eso dijeron los atenienses a los habitantes de Melos —dijo Dietrich—. Pero creo que nuestra palabra «justicia» y la vuestra no significan lo mismo. Manfred no puede usarnos como os usa el barón Grosswald. Está limitado por las costumbres y las leyes del feudo.

—¿Cómo es posible, si la justicia es la voluntad del señor?

—Porque hay un Señor por encima de todos. Manfred es sólo nuestro señor «bajo Dios», lo cual significa que su voluntad está subordinada a la justicia superior de Dios. Nosotros podemos no obedecer a un mal señor, o no seguir una orden ilegal.