—Lo siento —dijo Sharon—-. ¿Pero qué tiene que ver la VLV con el Arca de Noé?
Incluso entonces, ella seguía pensando que se trataba de un chiste del jefe. Tenía un sentido del humor algo sobrio y Sharon estaba más acostumbrada a los payasos.
—¿Crees de verdad que puedes demostrar el creacionismo de la Tierra reciente?
Quizá fue por la expresión seria de su rostro. La boca apretada en una fina línea. Los inquisidores debían de tener aquel rictus cuando entregaban a sus acusados al brazo secular. Pero Sharon finalmente se dio cuenta de que hablaba en serio.
—¿Qué es el creacionismo de la Tierra reciente?
El jefe de departamento no podía creer que fuera tan inocente. Pensaba que todo el mundo estaba al día como él de los caprichos de las asambleas, los consejos de administración y otras fuentes de locura.
—Que Dios creó el universo hace sólo seis mil años. Dime que nunca has oído hablar de eso.
Sharon sabía cómo hubiese respondido Tom, y luchó por que las palabras no salieran de sus labios.
—Ahora que lo mencionas —dijo en cambio—, sí que lo he oído.
Le hizo falta el recordatorio. Se pasaba la mayor parte de las horas del día en el espacio Janatpour. Allí no había creacionistas, ni recientes ni de otro tipo. Les habría confundido y se habrían perdido en una de aquellas dimensiones suyas sin nombre.
—«Ahora que lo mencionas» —la imitó Welles. Su sarcasmo era famoso en las altas esferas de la facultad. El decano huía cuando se acercaba—. No hay nada tan incuestionable como la constancia de la velocidad de la luz.
Decir aquello era un error, no sólo porque realmente había otras cosas más incuestionables, sino porque no había nada peor que enfrentarse a un científico serio con el argumento de la autoridad. Ni Welles ni Sharon habían recibido una educación religiosa y por eso ninguno de los dos se daba cuenta de que mantenían una discusión religiosa, pero algo atávico se rebeló en el corazón de Sharon.
—Ése es el paradigma actual —dijo—. Pero un repaso más cuidadoso de los datos…
—¡Quieres decir que pretendes interpretar a tu modo los datos para demostrar lo que quieres! —dijo Welles sin ningún sentido de la ironía. Tal vez Kuhn no fuera un gran filósofo, pero tenía razón en lo de la fría mano muerta del Paradigma—. Yo mismo lo investigué cuando me enteré de lo que estabas haciendo y no ha habido ningún cambio en la medición de la velocidad de la luz en varías décadas. —Se echó hacia atrás en su silla y cruzó de nuevo las manos bajo el pecho, tomando el silencio de ella como el reconocimiento del devastador impacto de su réplica.
—Discúlpame —dijo Sharon, con sólo un pequeño temblor en la voz—. ¿Un par de décadas? Eso es como medir la deriva continental durante unas cuantas horas. Prueba con un par de siglos, como hice yo. Hace falta una base de referencia lo bastante amplia para…
Y entonces sus pensamientos escaparon en una dirección inesperada mientras su memoria sacaba un factoide del sombrero. Examinó el factoide de arriba abajo, de un lado a otro y alrededor, una y otra vez. Welles alzó las cejas extrañado por el súbito silencio. Había sido tan repentino que le zumbaban los oídos. Pero cuando abrió la boca, ella alzó una mano.
—¿Sabías que cuando Birge informó de la disminución de la velocidad de la luz en Nature, en 1934, no había detectado ningún cambio en la longitud de onda?
Welles, que no sabía lo primero, estaba igualmente a oscuras acerca de lo segundo.
—¿Quieres decir cuando informó de un error en su medición…?
—No, espera —le dijo ella—, esto es realmente interesante.
Había olvidado que estaba en el despacho de su jefe de departamento. Había encontrado una pepita brillante en el yacimiento y quería mostrársela a todo el mundo, convencida de que todos estarían tan encantados como ella.
—Piénsalo, Jackson. La velocidad de la luz es frecuencia por longitud de onda. Así que si c se reduce y la longitud de onda es constante, la frecuencia debe aumentar.
—¿Y…? —Welles arrastró la pregunta. No era ningún ignorante. Vio de pronto adonde quería ir a parar Sharon.
—Pues que las frecuencias atómicas gobiernan el ritmo al que avanzan los relojes atómicos —dijo ella, cada vez más entusiasmada—. Naturalmente, la velocidad de la luz ha sido constante desde que empezaron a usar relojes atómicos para medirla. ¡El instrumento está calibrado para medirla! ¡Oh, Dios mío! —Vio el abismo que se abría ante sí, pero al contrario que Welles, que ni se acercó al borde, ella se lanzó a él de cabeza—. ¡Oh, Dios mío! ¡Y no es la constante de Planck!
Suele pasar con los herejes. Empiezan a cuestionar una doctrina y acaban cuestionándolo todo. No es extraño que los quemaran.
Aquel chirrido que Welles oía era un cambio de paradigma. Pero las marchas estaban oxidadas.
—Doctora Nagy —dijo con pesada formalidad—. Tienes tu plaza y no hay nada que pueda hacer al respecto. Pero yo en tu caso no me sorprendería si no te renuevan la beca el próximo semestre.
Era la advertencia del tribunal. Arrepiéntete de tu heterodoxia o te condenarás. Pero Sharon Nagy iba tras la pista de algo muy peculiar, y Jackson Welles no sabía nada acerca de Évariste Galois. Aunque tenía un duelo al amanecer, Galois había pasado su última noche en este mundo escribiendo los fundamentos de la teoría de grupos algebraicos. Una buena noche de sueño y podría haber sobrevivido al duelo; pero hay cierta forma de pensar que pone por encima de la vida el descubrimiento en sí mismo. Si la muerte no había amedrentado al joven Évariste, ¿qué temor a perder su subvención podía acosar a Sharon? No era tan joven como él, pero sabía cómo encajar una bala.
Era tarde cuando salió de la universidad. El semestre había empezado y tenía trabajos que corregir y notas que preparar. Era una de esas facultades que hacen hincapié en la enseñanza e incluso sus eruditos más prestigiosos tenían que luchar en las trincheras. Ella llevaba dos seminarios para graduados y daba un curso superior sobre estructura galáctica que tenía mucha demanda, aunque sus estudiantes pensaban que era un hueso. Un lunes era probable que continuara exactamente donde lo había dejado el viernes anterior, y a veces eso significaba in media res. Con los ojos hinchados de tanta fiesta de fin de semana, miraban las pizarras y las proyecciones de su ordenador tratando de recordar dónde había empezado la derivación.
Fue durante la preparación de su clase de estructura galáctica cuando advirtió una nueva anomalía.
—Hernando —le preguntó al joven posgraduado que trabajaba con ella—. ¿Por qué todos los coches van por la carretera en múltiplos de cinco?
Hernando Kelly era de Costa Rica, un «tico», como se llaman a sí mismos. Era bronceado, inquietantemente fornido y escalaba paredes de roca a pico por diversión. Con un brazo en cabestrillo (a veces las rocas ganan), Sharon lo había puesto a trabajar explorando bases de datos y recopilando los resultados. Se rascó la cabeza y trató de imaginar de qué iba la pregunta.
—En múltiplos de cinco —dijo, esperando una aclaración.
—Eso es. Los coches van a ochenta, ochenta y cinco, noventa, noventa y cinco, cien, etcétera.
—Todavía no has alcanzado las velocidades de la Ruta Azul. —Los dientes blancos asomaron bajo un bigote negro—. ¿Entonces nadie va a ochenta y dos o noventa y siete o algo así?
Sharon asintió.
—Muy bien, picaré. ¿Por qué?
—No lo sé —respondió ella—. Creía que tú lo sabías porque fuiste quien me lo dijo.