Alzó una distribución de frecuencias, una de las varias docenas que él había impreso de Minitab, de la base de daros del «imperio galáctico». El título de la gráfica era «Distribución de Virados al Rojo Galácticos».
—¿Notas algo?
—Bueno, sí. Tiene forma de peine. Eso significa que la resolución de medición es más burda que la escala, así que quedan columnas vacías en el histograma. Cambiaré la escala.
—Resolución de medición —dijo ella.
—Eso es… —respondió él, un poco alerta, pues reconocía el tono maniático en su voz.
—Ajá —respondió ella—. Cuantizados. Los virados al rojo están cuantizados. Las galaxias se alejan a ciertas velocidades pero no a las velocidades intermedias.
—¿Por qué?
—No lo sé. Eso sería sólo una respuesta, y tengo algo mucho más precioso. Tengo una pregunta.
Kelly no veía la importancia de aquéllo. Era como el asunto de la velocidad de la luz. Eso había sido un verdadero lío, porque no todo lo publicado era de la misma calidad. Algunos informes no incluían los datos originales, algunos eran refritos de datos previos, otros eran duplicados. En ciertos casos, el método de medición había sido pobre o las técnicas para aplicarlo no se habían perfeccionado todavía. «Sólo recopila todos los datos», le había dicho la Reina del Hielo. Oh, sí, qué fácil.
Él estaba convencido de que todo era un error de medición. Velocidades de la luz, ahora virados al rojo. No había visto histogramas «en forma de peine» cuando trabajaba durante los veranos en aquella metalúrgica de San José. El calibre marcaba incrementos de 0,002' y la escala incrementos de 0,001'. No había que aplicar números impares. Esperaba que el rumor no fuera cierto y la doctora Nagy no perdiera su beca a causa de su obsesión religiosa. Le gustaba trabajar con la Reina de Hielo.
Unas semanas después, Sharon dio con la respuesta, y fue un bombazo.
XIV. FEBRERO DE 1348
De la Candelaria a témporas
La Candelaria era fiesta de guardar. En primas, los aldeanos se reunieron en el prado y Joachim repartió velas para todos, incluidos los dos krenken bautizados. Los otros krenken se mantuvieron apartados y observaron desde la linde del prado con aparatos fotografik. Dietrich bendijo las velas mientras Joachim cantaba el Nunc dimittis. Cuando todo estuvo preparado, formaron en procesión. Klaus y Hildegarde ocuparon su lugar de costumbre, inmediatamente detrás de Dietrich, lo que recordó a éste inevitablemente la parábola de quiénes serían los primeros.
Cantando el himno Adorna thalamum tuum, Sion, Dietrich dirigió el río de luz en el amanecer, a lo largo de la calle principal y colina arriba hacia Santa Catalina, donde vio a Theresia arrodillada en la hierba húmeda junto a la iglesia. Pero cuando la procesión se acercó, se levantó y echó a correr. Dietrich vaciló y casi se perdió en el himno, pero cantó el verso obtulerunt pro eo Domino cuando atravesó las puertas de la iglesia, como estaba mandado.
Más tarde, ese mismo día, un débil grito procedente de la atalaya en el camino a Oberreid anunció la llegada de un jinete. Los krenken se escondieron a petición de Manfred y no salieron hasta que el jinete, un mensajero del obispo de Estrasburgo, partió a lomos de un caballo fresco una hora más tarde.
Berthold había convocado a todos los señores de Alsacia y Bisgrovia para que se reunieran en Benfeld el día ocho y discutieran la situación de Suiza.
—Estaré fuera una semana o más —les dijo Manfred a los ministeriales reunidos en su salón—. Asistirán demasiados lores para que quepa esperar una ausencia más breve.
Tras nombrar al Ritter Thierry Burgvogt en su ausencia y enviar a Bertram Unterbaum a Suiza para traer un informe, Manfred y su séquito partieron al día siguiente.
Los rumores volaron tras su marcha. Se decía que en Berna habían llevado a unos judíos a la hoguera en noviembre por el asunto de los pozos envenenados, y que se había escrito a las Ciudades Imperiales para instar a la misma acción contra ellos. Estrasburgo y Friburgo no habían hecho nada; pero en Basilea el pueblo se rebeló y, aunque el consejo desterró de la ciudad a los perseguidores de judíos más notables, el consejo se vio obligado a mantener a los judíos bajo custodia protectora en una isla del Rin.
Dietrich se quejó a aquellos que se habían reunido en la cabaña de Walpurga Honig para beber su cerveza de trigo y miel.
—El Papa ordena que respetemos a las personas y las propiedades de los judíos. No había ningún motivo para semejante trato. La peste no llegó nunca a Suiza. Subió por Francia y llegó a Inglaterra.
—Quizá porque la rápida acción de Berna asustó a los prisioneros —sugirió Everard.
Se decía que en Berna habían encontrado el veneno. A Everard se lo había dicho Gunther, que a su vez se lo había oído al mensajero del obispo. Una mezcla de arañas, sapos y la piel de un basilisco cosida en finas bolsas de cuero que el rabino Peyret de Chambery dio al mercader de sedas Agimet para que los vaciara en los pozos de Venecia e Italia. Si no hubiera sido capturado a su regreso, podría haber hecho lo mismo en Suiza.
Dietrich protestó.
—Su Santidad escribió que los judíos no pueden estar esparciendo la peste, pues ellos mismos mueren.
Everard se dio un golpecito en la nariz con un dedo.
—Pero no tantos como nosotros, ¿eh? ¿Por qué creéis que es? ¿Porque dan saltitos cuando rezan? ¿Porque airean sus camas cada viernes? Puaff. Además, los cabalistas desprecian a sus hermanos judíos tanto como nosotros. Son tan reservados como los masones y no permiten que otros judíos estudien las escrituras ocultas.
Y «escrituras ocultas» podía ser cualquier cosa. Hechizos diabólicos. Recetas para venenos. Cualquier cosa.
—Deberíamos colocar una guardia en nuestro pozo —dijo Klaus.
—Maier —señaló Gregor—, aquí no tenemos judíos.
—Pero los tenemos a ellos. —Y Klaus señaló a Hans, quien, aunque no bebía cerveza, se unía a ellos para charlar—. Ayer mismo vi al llamado Zachary de pie junto al pozo.
Gregor hizo una mueca.
—¿Oyes lo que estás diciendo, hombre? ¿De pie junto al pozo?
Nada se resolvía nunca cuando los hombres discutían ante jarras de cerveza. Hans dijo después:
—Ahora veo cómo la gente llega a preocuparse y agitarse. —Tras pensarlo un poco más, añadió—. Si trataran de expulsar a los krenken como hicieron con los judíos, no respondo del resultado.
El Día de Santa Ágata, Dietrich celebró la misa solo. Había tullidos y enfermos por los que rezar. Walpurga Honig había sufrido una coz de su mula. El hijo mayor de Gregor, Karl, estaba postrado con fiebre. Y Franz Ambach había pedido oraciones por el descanso de su madre, que había fallecido el mes anterior. Dietrich también pidió la intercesión de san Cristóbal por el feliz regreso de Bertram desde Basilea.
Dio las gracias, otra vez, porque la peste se había dirigido a Inglaterra y no a los bosques. Era un pecado alegrarse del sufrimiento de los otros, pero la buena suerte de Oberhochwald iba emparejada a ello, y la desgracia de Inglaterra estaba en esa coyuntura de la que se alegraba.
—Memento etiam, Domine —rezó—, famulorum famularumque tuarum Lorenz Schmidt, et Beatrix Amhach, et Arnold Krenk, qui nos praecesserunt cum signo fidei, et dormiunt in somnopacis.
Se preguntó si eso mismo se cumpliría con el alquimista krenk. Ciertamente, había muerto con un «signo de fe» en la mano, pero al suicida le estaba normalmente vedado al cielo. Sin embargo, Dios no había causado ninguna tragedia y algún bien podía surgir de todo aquello y, al ver lo afectados que estaban los visitantes por la muerte de su compañero, muchos de los aldeanos de Hochwald que antes se habían mostrado cautos o temerosos con los krenken, ahora los saludaban abiertamente y, si no calurosamente, con hostilidad menos marcada.