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Mientras retiraba los sagrados cálices, pensó en pasarse por la cabaña de Theresia. Últimamente se había inventado motivos para detenerse allí. El día anterior ella le había contado lo de la pierna de Walpurga y que le había entablillado el hueso. Dietrich le había dado las gracias y esperado a que ella dijera algo más, pero Theresia había ladeado la cabeza y cerrado los postigos de sus ventanas.

A esas alturas ya tenía que saber que se había equivocado con los krenken. Recordando su propio terror la primera vez que los vio, a Dietrich le resultaba fácil perdonar a Theresia por su miedo más duradero. Ella admitiría su error, regresaría a la parroquia y haría sus tareas y, por las tardes, antes de regresar a su cabaña al pie de la colina, comerían dulces juntos como habían hecho siempre y él le leería el De usu partium o el Hortus deliciarum.

La encontró poniendo algunas hierbas a secar junto al cristal de su ventana. Había cultivado esas hierbas en las macetas de barro del alféizar. Ella lo saludó con la cabeza cuando entró, pero continuó cortando.

—¿Cómo te va, hija? —preguntó Dietrich.

—Bien —respondió ella, y Dietrich buscó algo que decir que no pareciera una admonición.

—Nadie asistió hoy a la misa. —Pero eso era una admonición, pues Theresia asistía diariamente.

Ella no alzó la cabeza.

—¿Estuvieron allí?

—¿Hans y Gottfried? No.

—Buenos comulgantes habéis admitido.

Dietrich abrió la boca para protestar. Después de todo, pocos asistían siempre a la misa diaria. Pero se lo pensó mejor y comentó que el tiempo era algo más cálido.

Theresia se encogió de hombros.

—Frau Grundsau no vio ninguna sombra.

—Herwyg dice que será otro año frío.

—El viejo tuerto siente más el frío cada año.

—¿Tus… tus hierbas prosperan?

—Bastante bien. —Ella se detuvo en su labor y alzó la cabeza—. Rezo por vos cada día, padre.

—Y yo por ti.

Pero Theresia negó con la cabeza.

—Los bautizasteis.

—Ellos lo deseaban.

—¡Fue una burla del sacramento!

Dietrich tendió una mano y la agarró por la manga.

—¿Quién te ha estado diciendo esas cosas?

Pero Theresia se zafó y le dio la espalda.

—Por favor, marchaos.

—Pero yo…

¡Por favor, marchaos!

Dietrich suspiró y se volvió hacia la puerta. Vaciló un momento con la mano en el pestillo, pero Theresia no lo volvió a llamar y no pudo hacer otra cosa sino cerrar la puerta tras él.

Manfred regresó de Benfeld en Sexagésima, hosco y taciturno y, cuando Dietrich fue a verlo a la mansión, encontró al Herr completamente borracho.

—La guerra puede ser honorable —dijo Manfred sin más preámbulos, cuando Gunther hubo cerrado la puerta y los dos se quedaron a solas—. Un hombre se pone la ropa de guerra y su oponente también, y se encuentran en un campo acordado por ambos, y usan las herramientas de la guerra como se ha dispuesto, y entonces… ¡Dios defiende la razón!

Saludó con una copa, la apuró de un trago y volvió a llenarla de una jarra de vino fresco.

—Dios defiende la razón… ¡Bebe conmigo, Dietrich!

Dietrich aceptó la copa, aunque sólo dio un sorbo.

—¿Qué sucedió en Benfeld?

—El diablo anda suelto. Berthold. Carece de todo honor. Vuela con el viento. ¡Un obispo!

—Si queréis tener mejores obispos, dejad que la Iglesia los elija, y no los reyes y príncipes.

—¿Que el Papa elija, quieres decir? ¡Puaff! Habría espías franceses en todas las cortes de Europa. ¡Bebe!

Dietrich acercó una silla y se sentó frente a Manfred.

—¿Qué ha hecho Berthold para llevaros a este estado de embriaguez?

—Esto no es embriaguez. —Manfred llenó su copa—. Es lo que Berthold no ha hecho. Es señor de Estrasburgo, pero ¿gobierna? Unas cuantas lanzas habrían resuelto las cosas. —Golpeó la mesa con la palma de la mano—. ¿Dónde está ese muchacho, Unterbaum?

—Lo enviasteis a Suiza a enterarse del verdadero estado de las cosas.

—Eso fue el Día de San Blas. Ya tendría que haber vuelto. Si ese tonto se ha escapado…

—No se escaparía de Anna Kohlmann —respondió Dietrich mansamente—. Tal vez los caminos lo han retrasado. Se enorgulleció mucho por llevar la capa de mensajero. No la arrojaría fácilmente.

—Eso no es nada —dijo el Herr en un súbito cambio de humor— Me enteré de todo en Benfeld. ¿Sabes qué pasó en Suiza?

—Oí que los judíos de Basler fueron reunidos para ser desterrados.

—Ojalá los hubieran desterrado. La turba entró en su barrio y le prendió fuego, de modo que… Todos murieron.

¡Herr Dios en el cielo! —Dietrich medio se incorporó y se persignó.

Manfred le dirigió una mirada agria.

—No me gustan nada los usureros, pero… no hubo ninguna acusación, ni juicio, sólo la muchedumbre enloquecida. Berthold preguntó en Estrasburgo qué pretendían hacer con los judíos y los miembros del consejo respondieron que «no sabían ningún mal de ellos». Y entonces… Berthold le preguntó al Bürgermeister, Peter Swaben, por qué había cerrado los pozos y retirado los cubos. Para mí que fue por simple prudencia, pero hubo un gran clamor contra la hipocresía de Estrasburgo. —Manfred volvió a apurar su copa—. Ningún hombre está a salvo cuando las turbas enloquecen, sea judío o no. Sólo quieren desquitarse…, como bien sabes.

Con ese recordatorio, Dietrich apuró su copa y se estremeció mientras volvía a llenarla.

—Swaben y su consejo se resistieron —continuó Manfred—, pero a la mañana siguiente las campanas de la catedral anunciaron una procesión de los Hermanos de la Cruz. El obispo las detesta (todos los nobles lo hacen), pero no se atreve a hablar porque al pueblo le gustan. Ellos… ¡Bebe, Dietrich, bebe! Marcharon de dos en dos, los flagelantes, las cabezas gachas, los hábitos oscuros, las capuchas echadas, cruces rojas brillantes en el pecho, en la espalda, en la cabeza. Delante caminaba su Master, y dos lugartenientes con estandartes de terciopelo púrpura y paño de oro. Todo en completo silencio. En completo silencio. Me irritó, ese silencio. Si hubieran gritado o bailado, podría haberme reído. Pero ese silencio llenaba de asombro a todos los que lo veían, así que el único sonido era la respiración susurrante de los doscientos hermanos. Parecía una enorme serpiente reptando por las calles. En la plaza de la catedral cantaron su letanía, y sólo pude pensar una cosa.

—¿Y qué fue?

—¡Qué malos eran los versos! ¡Ja! La maldita melodía se enrosca en mis pensamientos. Necesito que Peter el Minnesinger la exorcice. Ojalá me hubiera reído. Tal vez se hubiese roto el hechizo. El capítulo catedralicio echó a correr, naturalmente. Dos dominicos trataron de detener una procesión cerca de Miessen y fueron apedreados, ¿así que quién se atreve a oponerse a ellos ahora? Me dijeron que Erfurt les cerró las puertas y que el obispo Otto los prohibió en Magdeburgo. Y que el tirano de Milán mandó erigir trescientas horcas de bienvenida ante las murallas de la ciudad, y la procesión se fue a otra parte.