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—Los italianos son sutiles —dijo Dietrich.

¡Ja! Al menos Umberto tuvo valor. Los hermanos se desnudaron hasta la cintura y procesionaron lentamente en círculo hasta que, a una señal del Master, el cántico cesó y se postraron en el suelo. Luego se levantaron y se azotaron con correas de cuero mientras los tres del centro marcaban el tempus, de modo que los golpes se produjeron al unísono. Mientras tanto, la multitud gemía y temblaba y lloraba compadecida.

—Los hermanos eran menos problemáticos al principio —aventuró Dietrich—. Un hombre necesitaba el permiso de su esposa para unirse…

—¡Permiso que supongo muchas dieron felizmente, ja!

—Y proporcionaban cuatro peniques al día para mantenerse en el camino. Hacían plena confesión, juraban no bañarse ni afeitarse ni cambiarse de ropa ni dormir en una cama, y guardar silencio y mantenerse castos en lo referido al otro sexo.

—Un voto serio, entonces, aunque peludo y maloliente. Y todo durante treinta y tres días y ocho horas, me han dicho. —Manfred arrugó el entrecejo—. ¿Por qué treinta y tres días y ocho horas?

—Un día por cada año de vida de Cristo en la Tierra —le dijo Dietrich.

—¿De verdad? ¡Ja! Ojalá lo hubiera sabido. Ninguno de nosotros pudo descifrarlo. Pero los antiguos líderes han muerto todos o han renunciado, llenos de disgusto. Ahora, los Masters dicen que absuelven del pecado. Denuncian a la Madre Iglesia, se burlan de la eucaristía, revientan la misa y expulsan a los sacerdotes de sus iglesias antes de saquearlas. Ahora enrolan a mujeres y parece que algunos votos ya no se cumplen como antes. —Manfred alzó su copa, agitó los restos de su vino, y suspiró—. Me temo que la maldición de la sobriedad se está apoderando de mí… Los flagelantes se enteraron de la obstinación del consejo y se lanzaron como locos al barrio judío, arrastrando consigo a los habitantes de Estrasburgo. Saquearon durante dos días, depusieron a Swaben y su consejo, e instalaron a alguien más de su agrado. Al final, el obispo, los señores y las Ciudades Imperiales accedieron a expulsar a sus judíos. El viernes trece, los judíos de Estrasburgo fueron reunidos y al día siguiente los condujeron a su propio barrio, a una casa que les había sido preparada. Por el camino la multitud se mofaba de ellos y les tiraba huevos y les rompía la ropa en busca de dinero oculto, de modo que muchos estaban casi desnudos cuando llegaron.

—¡Un escándalo!

Manfred contempló los posos de su copa.

—Después —dijo— incendiaron la casa, y me han dicho que novecientos judíos perecieron. La muchedumbre saqueó la sinagoga donde celebraban sus rituales secretos y encontraron el cuerno de un macho cabrío. Nadie sabía para qué servía, y dedujeron que era para señalar a los enemigos de Estrasburgo.

—Oh, santo Dios —dijo Dietrich—, eso era el Shofar. Para celebrar sus días sagrados.

Manfred volvió a llenar su copa.

—Tal vez deberías haber estado allí para educarlos, pero no creo que estuvieran de humor para discursos doctos. Como amante de Dios, yo mataría alegremente a novecientos judíos si vinieran contra mí armados y adecuadamente dispuestos para la guerra. Pero quemarlos a todos… Mujeres y niños… Un hombre de honor protege a las mujeres y los niños. ¡No se puede tolerar el desorden! Si un hombre ha de ser entregado a la hoguera o al verdugo, que sea después de una investigación adecuada. ¡Los hombres tienen que ser gobernados! Ése fue el pecado de Berthold. Se plegó a ellos cuando tendría que haber enviado a sus caballeros para que los arrollaran bajo los cascos de sus caballos. ¡Te digo, Dietrich, que esto es lo que ocurre cuando la gente de baja cuna impone su voluntad! ¡Dadnos señores como Pedro de Aragón o Albrecht von Habsburgo!

—¿O Philip von Falkenstein?

Manfred lo señaló con un dedo.

—¡No me pongas a prueba, Dietrich! No me pongas a prueba.

—¿Que hay de los judíos que escaparon?

Manfred se encogió de hombros.

—El hombre del duque señaló tierra de Habsburgo como santuario, así que supongo que ahora todos se habrán encaminado a Viena… o a Polonia. Dicen que el rey Casimiro ha hecho una invitación similar. Oh, espera —dijo Manfred mientras engullía un trago de vino. Tosió y dejó la copa sobre la mesa. Dietrich la tomó antes de que pudiera volcarse y derramar su contenido—. Va a haber guerra.

—¿Guerra? ¿Y olvidáis mencionarlo hasta ahora?

—Estoy borracho —dijo Manfred—. Uno bebe para olvidar. Los gremios de Friburgo han decidido acabar con la Roca del Halcón. El Halcón ha ensuciado su propio nido. Su pupila, Wolfrianne, se escapó y se casó con un sastre de Friburgo. Philip capturó al hombre y, cuando ella acudió al pie de las murallas a suplicar su liberación, su celoso tutor se lo devolvió… lanzándolo de cabeza desde la almena más alta. El gremio de los sastres ha exigido venganza y los otros se unirán por solidaridad.

—¿Y en qué os afecta eso a vos?

—Sabes lo que pienso de Falkenstein… Pero el hombre del duque prometió ayuda a los de Friburgo. Compraron a Urach su libertad con dinero del duque, y su prosperidad es ahora la esperanza de Albrecht de recuperar el pago. Von Falkenstein robó a los Habsburgo uno de esos pagos. —Manfred hizo un gesto con la cabeza como para recordárselo a Dietrich—. No perderá otro.

—Os ha llamado, entonces, para que cumpláis vuestro servicio como caballero.

—Como a Niederhochwald —dijo Manfred—. Pero espero que el duque Friedrich se nos una también. Entonces… ¡ja! ¡Los señores de Oberhochwald y Niederhochwald cabalgarán juntos!

Bebió y volvió la jarra sin conseguir nada.

—¡Gunther! —gritó, arrojándola jarra contra la puerta—. ¡Más vino! —Se volvió hacia Dietrich y dijo en un susurro—: Traerá vino peleón, ahora que piensa que no noto la diferencia.

—Bien —dijo Dietrich—. Así que otra guerra, entonces.

Manfred, hundido en su sillón, agitó una mano.

—La guerra francesa fue un capricho. Ésta es por deber. Si no se puede tomar la Roca ahora, con los gremios de Friburgo, el duque y el resto unidos, entonces no podrá hacerse nunca. Pero el barón Grosswald no se comprometerá.

Señaló con la cabeza la puerta y, por extensión, la torre sur, donde se alojaban los huéspedes krenk.

—Hablé con él a mi regreso y dijo que no arriesgaría a sus sargentos contra Falkenstein. ¿De qué sirven sus armas mágicas, si no puedo usarlas?

—Los krenken son pocos —sugirió Dietrich—. Grosswald no desea perder a más de los que ya ha perdido. El último de sus niños murió ayer. Sin duda se enfrentará a una investigación cuando haya logrado regresar a casa.

Manfred golpeó la mesa.

—¿Entonces cambia su honor por la seguridad?

Dietrich se volvió hacia él, súbitamente furioso.

—¡Honor! ¿Tan divertidas son entonces las guerras?

Manfred se puso en pie de un salto y se plantó ante él con las manos sobre la mesa, inclinándose un poco hacia delante.

—¿Divertidas? No, nunca son divertidas, sacerdote. En las guerras, siempre tenemos que tragarnos nuestro miedo y exponernos a toda clase de vicisitudes. Pan mohoso o galleta, carne cocida o cruda; hoy suficiente para comer y mañana nada, poco o ningún vino, agua de un estanque o un charco; mal cobijo, tiendas como refugio o las ramas de los árboles como techo; una mala cama, pobre sueño con la armadura todavía puesta, cargados de hierro, el enemigo a un tiro de flecha. «¡Alarma! ¿Quién vive? ¡A las armas! ¡A las armas!» —Manfred hizo un amplio gesto con su Krautstrunk vacía—. Con el primer sueño: una alarma. Al amanecer: una trompeta. «¡A los caballos! ¡A los caballos! ¡Reunios! ¡Reunios!» Centinelas de guardia día y noche. Exploradores o forrajeadores, luchando al descubierto. Guardia tras guardia, deber tras deber. «¡Aquí vienen! ¡Aquí! Son demasiados… No, no tantos. ¡Noticias! ¡Noticias! Por aquí… Ése… Por allí… Presionadlos allí… ¡Adelante! ¡Adelante! ¡No cedáis terreno! ¡Oh!»