El Herr detuvo sus gestos, súbitamente consciente de que había elevado la voz y estaba caminando y agitando los brazos como un poseso mientras Gunther lo miraba aturdido desde la puerta. Manfred se giró hacia la mesa y tomó su copa, miró dentro y la soltó, vacía.
—Ésa es nuestra llamada —dijo más tranquilamente, mientras volvía a su asiento.
Se hizo el silencio. Gunther sustituyó la jarra de vino y se marchó prudentemente. Entonces Manfred alzó la cabeza y taladró a Dietrich con la mirada.
—Pero tú sabes algo de eso, ¿verdad?
Dietrich apartó la mirada.
—Suficiente.
—Tienes amigos entre los krenken —oyó decir a Manfred—. Explícales lo que significa deber.
Al amanecer, aquellos siervos que debían servicio como mensajeros se pusieron la capa con las armas de Hochwald y llevaron la noticia al valle inferior y a los caballeros-siervos. Desde la colina de la iglesia, Dietrich vio los caballos danzar a lo largo de los caminos cubiertos de nieve.
La nieve que se había extendido durante todo el invierno alrededor del fuego, una barrera que mantenía a raya los tumultos más allá del bosque, se estaba derritiendo. Ya había senderos abiertos en ella. Los hombres que transmitían mensajes transmitirían también rumores, y empezarían a circular historias extrañas sobre los invitados de Oberhochwald.
Dos semanas más tarde, el primer lunes de Cuaresma, los caballos pisotearon el barro bajo las murallas del castillo y bufaron brillantes vapores con la fría brisa de marzo. Coloridos estandartes al viento indicaban a los caballeros que habían sido convocados en sus feudos. Los soldados comprobaban las armas y preparaban su cargamento para el viaje al valle. Las carretas crujían, los burros rebuznaban, los perros ladraban. Los niños gritaban de emoción o besaban a unos padres que esperaban de pie con rostro solemne. Las mujeres, firmes, se negaban a llorar. La esperada convocatoria del duque se había producido y el Herr de Oberhochwald marchaba a la guerra.
El palefridus de Manfred era negro como un cuervo, con manchas blancas, como si lo hubieran lavado con jabón. Su tupida crin le caí sobre el lado izquierdo del cuello e iba espléndidamente enjaezado con los colores de Hochwald. Manfred apenas lo había montado y ya reculaba de alegría, encantado por tener el peso de su amo en la silla. Dos de los sabuesos de Manfred corrieron tras el caballo, adelantándolo, detrás una vez más, saltando de excitación. Eran sabuesos y pensaban que eso iba a ser una caza.
Manfred había cubierto su armadura con la sobreveste que llevaba sus armas. Su yelmo, colgado tras la silla para el viaje, titilaba a la luz del sol. El pomo de su espada era dorado. Alrededor del cuello llevaba una correa con un cuerno en forma de espolón de grifo que medía casi medio brazo. Su extremo más grueso se acampanaba y, donde se curvaba hacia la punta, el artilugio estaba decorado con oro puro y sujeto por correas de piel de ciervo. Era brillante, como una piedra preciosa, y cuando lo soplaba, «sonaba mejor que todos los ecos del mundo».
Su sirviente personal montaba un caballo menos espléndido y, por silla, empleaba un viejo morral. Al hombro derecho llevaba la bolsa de viaje del Herr, repleta con provisiones, y sobre el izquierdo el escudo de su señor. Con el carcaj también en la mano derecha y la lanza bajo el escudo, parecía más terriblemente armado que el hombre al que servía.
—Está bien —le dijo Manfred a Dietrich, que esperaba junto al caballo negro en medio del barro y la nieve derretida—. El duque me pidió seis hombres y medio, y no me hace gracia decidir a quién enviar a casa antes que a los demás. Intrigan por el privilegio, ya sabes, pero nunca abiertamente. Quien se marcha se gana la enemistad de sus pares, y con frecuencia no cumple con ello para que no lo tilden de cobarde. Ahora puedo añadir el medio hombre del duque al medio hombre del conde y así obtengo uno entero.
Echó atrás la cabeza y soltó una carcajada, y Dietrich murmuró alguna respuesta. Manfred lo miró de reojo.
—¿No te parece momento para bromas? ¿Qué otra cosa puede hacer un hombre que marcha hacia una muerte posible?
—No es un asunto para tomarse a la ligera —le respondió Dietrich.
Manfred golpeó sus guanteletes contra la palma de su mano izquierda.
—Bien, rezaré mi penitencia más tarde, como debe hacer todo soldado. Dietrich, por mucho que yo atienda a mi feudo en paz, la paz necesita el consentimiento de todos, mientras que uno solo puede provocar una guerra. Hice un juramento para proteger a los indefensos y castigar a quienes pusieran en peligro la paz, y eso incluye a los nobles. Los sacerdotes decís que hay que perdonar al enemigo, y eso está bien, o habrá una venganza tras otra hasta la eternidad. Pero entre un hombre que no se detiene ante nada y otro que vacila por todo, la ventaja la lleva normalmente el primero. Los paganos tenían razón. Hacer la vista gorda conduce a una paz falsa. Tu enemigo puede confundir el perdón con debilidad y disponerse a golpear.
—¿Y cómo se determina la cuestión? —preguntó Dietrich.
Manfred sonrió.
—Bueno, yo combato a mi enemigo…, pero justamente. —Se volvió en la silla para ver si su grupo se había reunido ya—. ¡Eh! ¡Eugen, adelante!
El junker, a lomos de un caballo blanco de Valaquia, galopó entre los vítores de la gente congregada con el estandarte de Hochwald plantado en el estribo.
Kunigunda corrió hasta el caballo de Eugen y, tras agarrar las riendas, exclamó:
—¡Prométeme que volverás! ¡Prométemelo!
Eugen le pidió un pañuelo a 1a muchacha para llevarlo como prenda. Lo guardó en el cinturón, declarando así que lo protegería de todo daño. Kunigunda se volvió hacia su padre.
—¡Manténlo a salvo, padre! ¡No dejes que nadie le haga daño!
Manfred se inclinó hacia delante para acariciar a Kunigunda en ambas mejillas.
—Tanto como mi brazo y mi honor lo permitan, pequeña, pero todo está en manos de Dios. Reza por él, Gundl, y por mí.
La muchacha corrió a la capilla antes de que nadie pudiera ver su llanto. Manfred suspiró.
—Escucha demasiado a los Minnesingers, y considera que todas las despedidas son como en los romances. Si no regreso… —La frase colgó en el aire. Añadió, en voz baja—: Ella es mi vida. Pretendo que Eugen se case con ella una vez que se haya ganado sus espuelas, y que él proteja Hochwald en su nombre, pero si él… si ninguno de nosotros regresa… Si eso sucede, encárgate de que se case bien. —Miró fijamente a Dietrich—. Te la confío.
—Pero el duque…
—El Graf Friedrich la dejará soltera, para seguir ordeñando mi tierra para su bolsillo. —Su rostro se ensombreció—. Si el niño hubiera vivido, y Anna con él… ¡Ach! ¡Nada arredraría a esa mujer si fuera mi Burgvogt! ¡Sí que era una esposa digna de un hombre! La mitad de mí murió cuando oí el grito de la comadrona. Todos estos años pasados han estado vacíos.
—¿Por eso marchasteis a las guerras francesas? —preguntó Dietrich—. ¿Para llenarlos?
Manfred se envaró.
—Cuida tu lengua, sacerdote. —Dio un tirón a las riendas pero, al alzar la cabeza, volvió a detener al caballo—. ¡Vaya! ¿Qué tenemos aquí?
Se había producido un clamor entre los caballeros y sus ayudantes. Algunos en el campamento señalaban al cielo y vitoreaban. Otros chillaron de terror mientras cinco krenken con arneses voladores se posaban como hojas del cielo en el terreno. Llevaban pots-de-fer atados al torso y tubos largos y finos sobre los hombros. Dietrich reconoció a Hans y a Gottfried, y se le antojó extraño que hubiera habido una época en que los krenken le parecían todos iguales.