Aquellos que al venir de viviendas lejanas no habían visto jamás a ningún krenk dejaron escapar gemidos. Una mujer de Hinterwaldkopf agitó en el aire una reliquia que llevaba al cuello. Otros se marcharon dirigiendo temerosas miradas hacia atrás. Franzl Nariz-larga golpeó a algunos de los que se retiraban con su bastón.
—¿Qué, huís de un puñado de saltamontes? —Rió.
Algunos caballeros estuvieron a punto de desenvainar sus espadas, y Manfred exclamó a voz en grito que los forasteros eran viajeros de una tierra lejana que habían venido a prestar su ayuda con sus hábiles armas. Entonces añadió sotto voce para Dietrich:
—Gracias por haber persuadido a Grosswald.
Dietrich, que sabía lo ineficaces que habían sido sus súplicas, no dijo nada.
La familiaridad con que la guarnición local saludó a los recién llegados tranquilizó a muchos. Algunos murmuraron por «dar la bienvenida a demonios», pero ninguno de los caballeros se atrevió a huir al galope mientras sus hermanos del Burg aguantaban a pie firme. Cuando Hans y Gottfried se arrodillaron ante Dietrich, trazaron el signo de la cruz sobre sí mismos y rezaron la bendición del sacerdote, los murmullos se desvanecieron como agua engullida por la tierra sedienta. Por acto reflejo, muchos de los que habían dado la voz de alarma con más fuerza también se persignaron, y se sintieron más valientes, si no más tranquilos, por este signo de piedad.
—¿Qué significa esto? —le preguntó Dietrich a Hans en medio de la conmoción—. ¿Ha consentido entonces Grosswald?
—Recuperaremos el hilo de cobre robado por Von Falkenstein —dijo Hans—. Puede que funcione mejor que el que hizo el bendito Lorenz.
Uno de los tres krenken desconocidos echó atrás la cabeza e hizo un comentario entre zumbidos; pero como la criatura carecía de arnés de cabeza, Dietrich no lo entendió y Hans le hizo callar con un gesto.
Manfred, tras colocarse su propio arnés, se acercó y preguntó por su cabo.
Hans dio un paso al frente.
—Hemos venido a honrar a Grosswald, mein Herr. Por vuestra gracia, volaremos ante la columna e informaremos de lo que hace Falkenstein a través de los habladores-lejanos.
Manfred se frotó la barbilla.
—Y estaréis fuera de la vista de aquellos que son débiles de corazón entre nosotros… ¿Tienes el barro de truenos?
Un krenk acarició la mochila que llevaba en bandolera y Manfred asintió.
—Muy bien. Volaréis en vanguardia.
Dietrich contempló con sentimientos encontrados cómo los krenken se perdían en el cielo lejano. Las objeciones eran dos. El ejército murmuraría y se despertaría una terrible curiosidad; pero el hecho de ver a Hans o sus compañeros daría cuerpo a los susurros. Por otra parte, Hans podría recuperar el alambre y acelerar la partida krenk. Ergo… La cuestión quedaría determinada por una carrera entre la llegada de los curiosos y la marcha de los krenken. En respuesta a la primera objeción, sin duda los rumores ya se habían difundido, así que los chismes del ejército añadirían bien poco. Pero a la segunda objeción Dietrich no veía ninguna respuesta.
Camino de la colina de la iglesia, pasó junto a la cabaña de Theresia y la vio asomada a la ventana. Cruzaron una mirada y él vio de nuevo a la aturdida niña de nueve años que se había llevado al bosque. La saludó con un brazo y tal vez algo se agitó en los rasgos de ella, pero cerró los postigos antes de que pudiera asegurar qué era ese algo.
Lentamente, Dietrich dejó caer el brazo y dio unos cuantos pasos más colina arriba, pero, súbitamente abrumado, se sentó en una piedra y lloró.
Esa tarde, Dietrich y Joachim dieron de comer a la vaca lechera y los otros anímales de la parroquia. El establo estaba caldeado por el calor de las bestias, lleno de olor a excrementos y paja.
—Me alegraré cuando los krenken se hayan ido y Theresia reemprenda sus deberes —dijo Dietrich mientras echaba forraje en el pesebre.
Joachim, que se había encargado de la tarea más ruidosa de las caponeras, se detuvo y se apartó los rizos de la frente con el dorso de la mano.
—Dietrich, no se puede plantar una salchicha en un sembrado.
Dietrich frunció el ceño y se apoyó en su horquilla. La vaca mugió. Joachim se volvió y siguió lanzando grano a los capones. En el edificio exterior se oía el golpeteo lejano de cacerolas.
—Siempre ha sido como una hija para mí—dijo Dietrich por fin.
Joachim gruñó.
—Los hijos son la maldición de los padres. Mi padre me lo dijo. Se refería a mí, naturalmente. Perdió una mano en la Guerra de los Barones y le amargaba no poder seguir haciendo pedazos a otros hombres. Quería que yo ocupara su lugar y fuera el heredero de mi tío, pero yo quería que Dios viviera en mí, y la guerra parecía un camino incierto hacia la Nueva Era. —Dietrich se volvió y Joachim asintió—. Habéis enseñado a Theresia lo que es la caridad, pero cuando intentó la mayor caridad de todas, fracasó. Así lo he escrito en mi diario. «Incluso la pupila del pastor Dietrich fue puesta a prueba y no dio la talla.»
Dietrich negó con la cabeza.
—Nunca digas eso. Le haría daño. Di más bien que «el pastor Dietrich fue puesto a prueba y no dio la talla», pues no he logrado los objetivos que me había propuesto.
Kratzer irrumpió en el cobertizo, zumbando y chasqueando y agitando un cucharón de cocina. Dietrich dio un salto por la súbita intrusión y empuñó la horquilla, pero cuando vio que era el filósofo, se sacó el arnés de cabeza del zurrón y lo despertó.
—¿Dónde está Hans? —exigió saber el krenk—. Ya pasa de la hora y mi comida no está preparada.
Joachim abrió la boca para contestarle, pero Dietrich alzó una mano para hacerlo callar.
—No lo hemos visto desde esta mañana —contemporizó Dietrich. El krenk dio un puñetazo al marco de la puerta, dijo algo que el Heinzelmännchen no tradujo y salió de un salto del cobertizo.
Dietrich se quitó el arnés de cabeza y lo puso a dormir cuidadosamente.
—Bueno. No lo sabe… Lo que significa que Grosswald no los envió.
Se preocupó. Gschert había encarcelado a Hans por rescatar a Dietrich del calabozo del Schloss Falkenstein. ¿Qué castigo podría acarrearle esta nueva transgresión?
A tercia del día siguiente, el barón Grosswald se había enterado ya del asunto y se dirigió a la rectoría, empujando la puerta con tanta fuerza que chocó contra la pared y rebotó. Dietrich, que estaba rezando sus oficios saltó del reclinatorio y se le cayó el libro de horas, de modo que las páginas se doblaron.
—¡Me enseñará el cuello cuando regrese! —gritó Grosswald—. ¿Por qué lo permitió Manfred?
Shepherd y Kratzer entraron también en la habitación, y la líder de los peregrinos se apresuró a cerrar la puerta contra el frío de marzo.
—Mi señor barón —dijo Dietrich—, el Herr no cuestionó la presencia de vuestros hombres en la reunión porque os había pedido que cumplierais vuestro deber, y supuso, cuando se presentaron, que era por voluntad vuestra.
Grosswald se plantó ante la chimenea encendida con un curioso paso saltarín que a Dietrich le parecía una especie de resbalón y sin embargo era evidente que implicaba agitación.
—Hemos perdido ya a demasiados —dijo, aunque no del todo para Dietrich, pues Shepherd contestó.