—Estoy frustrado, eso es todo.
De eso no cabía duda. Sharon opinaba de su verborrea lo que un avaro del despilfarro. Era el tipo de persona a quien la expresión «ni que decir tiene» induce en efecto al silencio. En cualquier caso, la frustración de Tom era sólo un síntoma.
—¿Por qué estás frustrado?
—¡Eifelheim no desaparece!
—¿Y por qué debería desaparecer?
Él abrió las manos, desesperado.
—¡Porque no está!
Sharon, que tenía otro por qué pendiente, se frotó el puente de la nariz. «Sé paciente y al final todo tendrá sentido.»
—Vale, vale —admitió él—. Parece una tontería, pero… mira, Eifelheim era una aldea de la Selva Negra que no fue repoblada nunca.
—¿Y…?
—Que debería haberlo sido. He hecho dos docenas de simulaciones de la parrilla de asentamientos de Schwarzwald y el lugar se repuebla cada vez que lo hago.
Ella no tenía paciencia con sus problemas. Como historiador, Tom no creaba mundos, sólo los descubría; así que era realmente del otro tipo de personas. Sharon añoraba sus geodésicas. Casi tenían sentido. Tom ni siquiera empezaba a tenerlo.
—¿Una simulación? —replicó—. Entonces cambia el puñetero modelo. Tendrás multicolinealidad en los términos, o algo por el estilo.
La emoción, sobre todo la emoción profunda, siempre pillaba a Tom desprevenido. Lo suyo eran breves estallidos. Sharon podía estallar como un volcán. La mitad de las veces, él no acababa de entender por qué estaba enfadada con él; la otra mitad de las veces se equivocaba. La miró un momento antes de poner los ojos en blanco.
—Claro. Ignorar la teoría de Rosen-Zipf-Christaller. ¡Una de las piedras angulares de la cliología!
—¿Por qué no? —dijo ella—. En la ciencia de verdad, la teoría tiene que encajar con los hechos, no al revés.
La cara de Tom se puso roja, pues ella había tocado (como ya sabía) uno de sus puntos flacos.
—¿Ah, sí, a cuisla? ¿De verdad? ¿No fue Dirac quien dijo que era más importante que las ecuaciones fueran bellas que no que encajaran en el experimento? He leído en alguna parte que las mediciones de la velocidad de la luz han ido menguando con los años. ¿Por qué no ignorar entonces la teoría de que la velocidad de la luz es constante?
Sharon frunció el ceño.
—No seas tonto. —Ella también tenía sus puntos flacos. Tom no sabía cuáles eran, pero conseguía encontrarlos igualmente.
—¡Tonto, y un infierno! —Golpeó bruscamente el terminal y ella dio un leve respingo. Luego se dio la vuelta y miró una vez más la pantalla. Se hizo un silencio que fue la continuación de la discusión.
Sharon tenía la peculiar habilidad de proyectarse fuera de sí misma, algo muy valioso si vuelves a tu interior de vez en cuando. Los dos se estaban comportando como unos tontos. Ella estaba furiosa porque le habían hecho perder el hilo de sus pensamientos y Tom porque una de sus simulaciones no funcionaba. Sharon miró su propio trabajo y pensó: «No me estoy ayudando al no ayudarle.» Aunque fuese un mal motivo para ser caritativa era mejor que no tener ninguno.
—Lo siento.
Hablaron al unísono. Ella alzó la cabeza y él se dio la vuelta, y se miraron el uno al otro un momento y ratificaron un armisticio tácito. La línea geodésica de la paz y la tranquilidad era escucharlo, así que Sharon cruzó la habitación y se sentó en la esquina de su escritorio.
—Muy bien —dijo—. Explícamelo. ¿Qué es esa teoría de Zip-lo-que-sea?
Por respuesta, él se volvió hacia el teclado, introdujo los comandos con la fluidez de un pianista y movió la silla para dejarle sitio.
—Dime qué ves.
Sharon suspiró y se colocó tras él con los brazos cruzados y la cabeza ladeada. La pantalla mostraba una red de hexágonos, cada uno de ellos con un solo punto en su interior. Algunos puntos brillaban más que otros.
—Un panal —le dijo ella—. Un panal con luciérnagas.
Tom gruñó.
—Y dicen que los físicos son unos poetas pésimos. ¿Notas algo?
Ella leyó los nombres situados junto a los puntos. Omaha. Des Moines. Ottumwa…
—Cuanto más brillante es el punto, más grande es la ciudad. ¿Correcto?
—Al revés, en realidad, pero correcto. ¿Qué más?
¿Por qué no podía decírselo? Tenía que convertirlo todo en un juego de las adivinanzas. Sus estudiantes, que esperaban sus clases con la boca abierta, a menudo sentían la misma inquietud. Sharon se concentró en la pantalla, buscando lo obvio. No consideraba la cliología una ciencia especialmente profunda, ni siquiera la consideraba una ciencia.
—Muy bien. Las ciudades grandes forman un anillo abierto. Alrededor de Chicago.
Tom sonrió.
—Ganz bestimmt, Schatz. Tendría que haber seis, pero el lago Michigan se interpone, así que el anillo está incompleto. Ahora, ¿qué rodea cada una de las grandes ciudades?
—Un anillo de ciudades no tan grandes. ¡Qué fractal! Pero la pauta no es perfecta…
—La vida no es perfecta —respondió él—. La microgeografía y las condiciones limítrofes distorsionan la pauta, pero la corrijo transformando las coordenadas en el equivalente de una llanura infinita.
—Un multipliegue. Muy bonito —dijo ella—. ¿Cuál es tu transformación?
—La distancia real es una función del tiempo y la energía necesarios para viajar entre dos puntos. No-abeliana, lo cual complica las cosas.
—¿No-abeliana? ¿Pero entonces…?
—B puede estar más lejos de A que A de B. Claro, ¿por qué no? A los portugueses les resultó más fácil navegar bordeando la costa de África hacia el sur que recorrer el camino inverso. O, por ejemplo, nuestra propia tintorería: las calles son de una sola dirección, así que tardamos el triple en llegar a ella que en volver de allí.
Pero Sharon ya no le estaba escuchando. «¡No-abeliana! ¡Claro, claro! ¿Cómo he podido ser tan estúpida?» ¡Oh, la vida feliz y sin dudas de un campesino abeliano, euclidiano, hausdorff! ¿Podía ser noisotrópico el espacio Janatpour? ¿Era posible que la distancia que había en una dirección no fuera la misma en la dirección inversa? «Siempre es más rápido el camino de vuelta a casa.» ¿Pero cómo podía ser? ¿Cómo?
La voz de Tom interrumpió de nuevo sus meditaciones.
—… carros tirados por bueyes o automóviles. Por tanto, el mapa está siempre en transición de un equilibrio a otro. Ahora, observa.
Si ella no le apoyaba mientras se quejaba, nunca terminaría de hacer su propio trabajo.
—¿Que observe qué? —preguntó, quizá con más brusquedad de lo que pretendía, porque él la miró dolido antes de inclinarse de nuevo sobre el teclado. Mientras lo hacía, Sharon cruzó la habitación y recuperó su cuaderno de notas para atrapar su huidizo pensamiento.
—La investigación original de Christaller —dijo Tom, que no había advertido su movimiento—. En Württemberg, siglo XIX.
Sharon miró por compromiso la pantalla.
—Muy bien…
Entonces, casi en contra de su voluntad, se inclinó hacia el ordenador.
—Otro panal —dijo—. ¿Es una pauta común?
Él no respondió. En lugar de eso, le mostró una serie de mapas. El estudio de Johnson de los asentamientos de Late Uruk alrededor de Warka. La reconstrucción de Alden de las ciudades toltecas en el valle de México. El análisis de Skinner de las aldeas de Sichuan. El poco común estudio de Smith sobre el oeste de Guatemala que encontró dos redes, india y ladina, superpuestas, como universos paralelos.
—Ahora estudia este mapa. Asentamientos comprobados de antiguos sumerios y elamitas.
A su pesar, Sharon estaba intrigada. Un mapa así podía ser una rareza; dos o tres, una coincidencia; pero tantos…