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—Tres con el frío, y uno de los niños, antes incluso de que accedieras a… entrar en la aldea. Y desde entonces…

—El alquimista —añadió Kratzer.

—No pronuncies su nombre —advirtió Grosswald a su filósofo jefe—. No veré otra vida perdida de esa forma… ¡y por un gesto tan inútil!

—Si el gesto de Hans es inútil, ¿por qué compromete nuestras vidas?—le dijo Shepherd.

Grosswald intentó golpearla, pero la krenken esquivó el golpe con un diestro movimiento del brazo, como un caballero para una estocada. Los dos se controlaron entonces, pero se quedaron mirándose de reojo, como permitían sus peculiares ojos.

—¿Esperabais comer de las dádivas de mi señor, sin tener ninguna obligación a cambio? —insistió Dietrich—. ¿No os ha dado comida y cobijo durante el invierno?

—Te burlas de nosotros —dijo Grosswald, rechazando la mano que Kratzer había colocado en su brazo.

—No comprendo cómo pudo Hans actuar en contra de vuestras órdenes —dijo Dietrich—. ¿No está la obediencia escrita en los átomos de vuestra carne?

Kratzer, que hasta entonces había demostrado su agitación temblando en su sitio, extendió el brazo para detener a Grosswald.

—Yo responderé a esto, Gschert.

Dietrich advirtió el uso del diminutivo. Entre hombres adultos, significaba cariño o condescendencia, y Dietrich pensaba que los krenken eran incapaces de cariño.

—Nuestros átomos-carne escriben para nosotros un… apetito… para obedecer a nuestros superiores —dijo Kratzer—. Pero al igual que uno que tiene hambre puede ayunar, nosotros podemos templar nuestra ansia por obedecer. Tenemos un proverbio que dice: «Obedece una orden hasta que seas lo bastante fuerte para desobedecerla.» Y otro: «La autoridad sólo está limitada por su alcance.»

Inclinó la cabeza, un gesto humano, hacia Shepherd, que se había situado en un rincón de la habitación.

—Y depende mucho del que da la orden —dijo ella. Gschert se envaró un momento y luego salió en tromba de la rectoría, haciendo chocar la puerta contra la pared.

—Comprendo —dijo Dietrich, mientras se dirigía a cerrar la puerta.

—¿Sí? —preguntó Shepherd—. Me asombra. ¿Puede un hombre ayunar eternamente o al final el hambre lo llevará a la desesperación?

Al día siguiente, Día de Santa Kunigunda, hubo una pelea entre los krenken. Se lanzaron unos contra otros en la calle y en el prado enfangado, para asombro de aldeanos y soldados de la guarnición por igual. Puños y pies y antebrazos provocaron heridas terribles y causaron un clamor como el entrechocar de espadas hecho con palos de madera seca.

Los asustados habitantes de Hochwald se refugiaron en la iglesia, las cabañas o el castillo, de modo que el trabajo languideció. Dietrich pidió una tregua a la multitud que peleaba en el prado, pero el combate continuó a su alrededor como una corriente alrededor de una piedra.

Perseguida por otros cuatro, Shepherd pasó saltando junto a él y se dirigió colina de la iglesia arriba. Dietrich corrió tras ella y encontró a los perseguidores golpeando las puertas de madera tallada de la iglesia, arañando las figuras con sus antebrazos aserrados. Santa Catalina había soportado una herida provocada por sus torturadores romanos.

—¡Deteneos, por el amor de Dios! —gritó, y se interpuso entre la turba y las preciosas tallas—. ¡Este edificio es un santuario!

Un terrible golpe le abrió el cuero cabelludo y vio de repente oscuras constelaciones picoteantes. La puerta se abrió tras él y cayó de espaldas al suelo del vestíbulo, golpeándose la cabeza ya dolorida contra las piedras. Unas manos lo agarraron y lo arrastraron al interior. La puerta se cerró, ahogando el clamor de la muchedumbre.

No supo cuánto tiempo permaneció allí aturdido. Por fin se incorporó, gritando:

—¡Shepherd!

—Estáis a salvo —dijo Joachim.

Dietrich miró alrededor en la iglesia tenuemente iluminada, vio a Gregor encendiendo velas que iluminaban a Shepherd y varios aldeanos. Los aldeanos se habían apartado de la krenken, perdiéndose en las sombras del edificio. Joachim ayudó a Dietrich a ponerse en pie.

—Habéis dicho bien —le dijo el monje—. «Deteneos por el amor de Dios.» Os habéis dejado de dialéctica.

Los golpes en la puerta habían cesado y Joachim se acercó y abrió el postigo.

—Se han ido —dijo.

—¿Qué locura se ha apoderado de ellos? —se preguntó Dietrich.

—Siempre han sido un grupo malhumorado —contestó Gregor alzando la mecha para encender una vela situada en las alturas—. Tan arrogantes como los judíos o los nobles. Ya van dos veces que os golpean.

—Perdónalos, Gregor —dijo Dietrich—. No sabían lo que hacían. Me interpuse entre sus puños y su objetivo. Por lo demás, nos ignoran.

Era el poder estimativo del impulso, supuso. Desde las profundidades de los átomos de su carne, los krenken no consideraban a los humanos ni amigos ni enemigos.

Shepherd se agachó, las rodillas por encima de la cabeza, y los largos brazos alrededor de las piernas. Sus labios laterales chasqueaban rítmicamente, como si canturreara.

—Mi señora —le preguntó Dietrich—, ¿qué significa este tumulto?

—¿Tienes que preguntarlo? —dijo la krenken—. Tú y Túnica-Marrón lo habéis causado.

Joachim había rasgado una tira de ropa del borde de su túnica y la ató a la frente de Dietrich para detener la hemorragia.

—¿Nosotros somos la causa? —preguntó.

—Por vuestra superstición nativa, Hans ha trastocado el orden natural.

—Mi señora —dijo Dietrich—, Hans actuó movido por el bien común… para recuperar el alambre de Falkenstein. Está en la naturaleza de los hombres, de toda la creación, perseguir el bien.

—La «naturaleza de toda la creación» es hacer lo que se ha dicho… lo que ha dicho la autoridad o lo que ha dicho la naturaleza misma. Eso es lo que hace el «buen» hombre. Pero Hans decide por sí mismo qué es un buen fin, no en el cumplimiento del deber, no siguiendo órdenes de sus superiores. ¡Antinatural! Ahora, algunos dicen que actúa siguiendo órdenes… de vuestro señor-del-cielo, «cuya autoridad supera incluso la de Herr Gschert».

—¡Bendito sea el nombre del Señor! —exclamó Joachim. Dietrich lo hizo callar con un brusco gesto.

—Toda autoridad está «sometida a Dios» —le dijo a Shepherd—. De no ser así la autoridad no tendría límites y la justicia sólo sería un capricho del Herr. Pero continúa.

—Ahora hay discordia entre nosotros. Las palabras corren en todos los caminos, como saliva de una boca rápida, no en canales ordenados de aquellos-que-hablan a aquellos-que-escuchan. Como no puedes imaginar… celebración-dentro-de-la-cabeza… de saber que uno se esfuerza en hacer lo que quiere, tocando hacia arriba, hacia abajo, hacia todos los lados, enlaza en la Gran Red, ni vosotros podéis saber qué falta-dentro-de-nosotros cuando la Red se rompe. Kratzer lo compara con el hambre, pero el hambre es una cosa pequeña… —Calló y zumbó en voz baja—. Puede soportarse con facilidad hasta que se vuelve insoportable. Pero esta carencia es como sentarse en la orilla de un río desbordado con… con… vuestra palabra amor-compañía… con amor-compañía inalcanzable al otro lado.

—Mal de amores —dijo Joachim inesperadamente—. La expresión que buscas es mal de amores.

¿Doch? Mal de amores, pues.

Gregor el cantero se había acercado a ellos y, cuando oyó lo que Joachim decía, observó:

—¿Entonces sienten mal de amores? Poco se nota.

—Tenemos mal de amores por la totalidad de la Red —dijo Shepherd—, y nadaríamos el río furioso para restaurarlo. Tenemos mal de amores por tierra-que-nutre… Vosotros decís Heimat y… y sus comidas.