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—Pero ahora hay herejes entre vosotros —aventuró Dietrich—. Grosswald dice una cosa; Hans dice otra. Tal vez —sugirió— dices una tercera.

Shepherd alzó su rostro parecido a una máscara.

—Hans va contra las palabras de Gschert, pero el fallo de Gschert es que no dice esas palabras. Gschert dice que yo también desafío el orden natural, y la turba, alta y baja, me persigue por ese pecado. Pero con dos en discordia tal vez los dos estén equivocados, Gschert y Hans por igual.

—Los que se sitúan en el centro a menudo son atacados por ambos bandos —dijo Gregor—. Entre dos ejércitos es peligroso poner a pastar tu ganado.

—La discordia es un grave mal —dijo Dietrich—. Siempre debemos buscar la concordia.

Joachim se echó a reír.

—«No he venido a traer la concordia, sino la discordia. Por mi causa el marido abandonará a la esposa, los hijos abandonarán a sus padres» —citó—. Eso hacen los filósofos, jugando con las palabras, perdiendo de vista su significado sencillo, que pueden encontrarse en el corazón.

—Un poco de discordia aquí también —dijo Gregor suavemente.

—Dile a tu gente que todo el que venga a la iglesia, o a la corte de Manfred, no debe ser atacado, pues es la Paz de Dios que los guerreros no ataquen a mujeres o niños, campesinos, mercaderes, artesanos o animales, ni ningún edificio público o religioso, y por ley y costumbre, nadie puede golpear a nadie en la iglesia o en una corte del señor —le dijo Dietrich a Shepherd.

—¿Y sirve esta paz?

—Mi señora, los hombres son violentos por naturaleza. La paz es un tamiz y muchos lo pasan…, aunque quizá no tantos como si no lo hubiera.

—La casa-donde-no-pueden-caer-golpes… —dijo Shepherd con una voz que podía indicar cinismo o reflexión—. Nuevo pensamiento. Este edificio se llenará seguro.

Dietrich le pidió a Thierry que sofocara la lucha, pero el Burgvogt no quiso.

—Sólo cuento con la guarnición —explicó—. Cinco caballeros, ocho centinelas, dos guardianes y un torrero. No los enviaré a pacificar a esos… a esas criaturas.

—¿Para qué te han dejado aquí, señor, si no es para mantener el orden? —exigió Dietrich.

Thierry soportaba la impertinencia con menos paciencia que Manfred.

—Von Falkenstein no es hombre que se quede ocioso mientras sus enemigos atacan, y aunque no puede arremeter contra Friburgo o Viena, es perfectamente capaz de asolar Hochwald. Si nos ataca, necesitaré a todos los hombres sanos, en guardia y armados. Si algún krenk viene aquí huyendo en busca de refugio, lo tendrá, pero no contendré su lucha. Eso es cosa de Grosswald, y no me colocaré entre sus vasallos y él.

Descontento con esta respuesta, Dietrich montó un caballo de los establos y se marchó a la Roca del Halcón, donde esperaba conseguir la intervención de Manfred. La necesidad de avivar el paso competía con la de elegir el camino con cuidado al bajar por la ladera del Katerinaberg y para atravesar los matorrales y otros obstáculos del barranco. Todavía se encontraba a la sombra del desfiladero cuando oyó un trueno sordo y vio una columna de humo oscuro al otro lado del valle.

Llegó a la Roca del Halcón después de nona, menos cansado de cuerpo que ansioso de mente, y buscó el estandarte de Hochwald en un campamento que se extendía sin orden ni concierto. Los emblemas de los nobles ondeaban por todas partes como las banderolas de un árbol de festival. Aquí el águila doble de los Habsburgo; allá la banda dorada del duque y las barras rojas y blancas de Urach. Por todas partes, cada una en su propio bastión, las armas de los tejedores, los plateros y los otros gremios de Friburgo. Von Falkenstein se había equivocado al calcular cuánto tiempo tolerarían los gremios sus imposiciones. Los obreros y tenderos se habían levantado de sus asientos para quitarse la piedra del zapato.

Los criados del campamento festejaban a voz en grito, y Dietrich vio el motivo cuando llegó a la cabeza del asentamiento. Las puertas de Burg Falkenstein colgaban sueltas y el portón se había desplomado, como si Sigenot las hubiera aplastado con su bastón. El entrechocar de las armas y los gritos de los hombres llegaban débilmente desde lo alto. La pasta de truenos krenk había forzado una entrada en el Schloss, pero el camino era estrecho y la «brecha de peligro» podía ser conservada si se defendía con afán. De hecho, el montículo de escombros bajo la brecha brillaba al sol de la tarde con las armaduras y los arreos de hombres y caballos.

Dietrich encontró por fin las tiendas de Hochwald, pero el pabellón del Herr estaba vacío, y su sirviente personal no aparecía por ninguna parte. El honor de Manfred lo habría impulsado a la brecha del peligro e incluso era posible que estuviera durmiendo entre aquellos muertos brillantes. Dietrich volvió a entrar en la tienda y, al encontrar un diván tallado al estilo turco, se dispuso a esperar.

A medida que la tarde se fue convirtiendo en noche, los sonidos de la batalla se desvanecieron, indicando que los últimos resistentes habían muerto o habían sido hechos prisioneros. Armas y armaduras pasaban a los vencedores, de modo que muchos caballeros luchaban a muerte, no tanto por amor a su señor como por escapar de las penurias y la vergüenza. Los atacantes regresaban poco a poco al campamento, conduciendo prisioneros por los que pedirían rescate, y llevando consigo el botín que tras años de asaltos en los caminos habían llenado la Roca del Halcón.

Por puro aburrimiento, Dietrich había encontrado un rato antes un libro en el equipaje de Manfred; pero como se refería a la cetrería, poco había hecho por aliviar el aburrimiento, así que se puso a reflexionar sobre la letra del copista o las cualidades de las iluminaciones. Cuando oyó el irregular sonido de los cascos de los caballos, Dietrich soltó el volumen y salió de la tienda.

Los auxiliares habían vuelto a encender la hoguera y Max congregaba a sus hombres alrededor. Se irguió sorprendido al verlo.

—¡Pastor! ¿Qué ocurre? ¡Os han herido!

Dietrich se llevó la mano al vendaje.

—Hay lucha en la aldea. ¿Dónde está Manfred?

—En la tienda de los cirujanos. ¡Lucha! ¿Fue esa salida que hicieron de la atalaya? Pensamos que se dirigían a Breitnau.

—No, los krenken luchan entre sí… y Thierry no quiere hacer nada.

Max escupió en el fuego.

—Thierry es diestro en la defensa. Que Grosswald se encargue de los suyos.

—Grosswald no es nadie. Le toca a Manfred decidir.

Max frunció el ceño.

—No le gustará esto. Andreas, hazte cargo de los hombres. Venid, pues, pastor. Nunca encontraréis el hospital de campaña en este laberinto.

Echó a andar a paso rápido y Dietrich tuvo que esforzarse por alcanzarlo.

—¿Está malherido? —preguntó.

—Recibió un golpe que le costó la mejilla y varios dientes, pero creo que el cirujano puede volver a coserla. La mejilla, quiero decir.

Dietrich se persignó y ofreció una silenciosa oración por la recuperación del Herr. El hombre había sido un amigo extraño y cauteloso durante muchos años, peculiar en sus humores y muy dado a la contemplación desde la muerte de su dama, visceral en sus gustos, pero no carente de profundidad. Era uno de los pocos con quien Dietrich podía discutir asuntos no del todo mundanos.

Pero había entendido mal. Era Eugen, no Manfred, quien estaba atado a una silla en la tienda del cirujano. Un dentator extraía uno a uno los dientes rotos con un gatillo, una novedad francesa que recientemente se había puesto en uso. Los músculos del dentator se hinchaban por el esfuerzo mientras sofocaba un grito con cada tirón. La cara del Junker estaba negra por el golpe recibido. La sangre manchaba su frente, la barbilla, la nariz y pintaba de un horrible escarlata los dientes expuestos por el corte abierto en la mejilla. Su cráneo sonreía a través de la herida. Cerca, un cirujano manchado de sangre leía un libro ajado mientras esperaba.