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Los nobles eran dados a la hipérbole al contar hechos de armas. El cuerpo humano sólo disponía de una cantidad limitada de sangre y unos cuantos minutos haciendo cuentas demostrarían la imposibilidad de derramar «un río» de sangre, sobre todo si «la mayoría de los defensores huyeron».

—¿Encontraron el cobre? —preguntó.

—Hans razonó que habría más resistencia cerca del tesoro y por eso atacó donde la resistencia era más grande. Pero… —Manfred echó atrás la cabeza y soltó una carcajada—. A pesar de sus buenos razonamientos, Hans encontró tu alambre por mera casualidad. Falkenstein tiene calefacción en los aposentos de su dama (¡una estufa de barro, nada menos!), y nuestros krenken se sintieron atraídos hacia ese sitio. El alambre estaba allí. El marido le había regalado el cobre, quizá para hacer alguna joya. Supongo que tus filósofos podrán extraer algo interesante de la coincidencia. Tal vez que la razón tiene sus límites.

—O que Dios quería que Hans lo encontrase. —Dietrich cerró los ojos y ofreció una breve oración de gracias para que los krenken pudieran continuar sus reparaciones.

—Pero escucha —dijo Manfred—. Lady Falkenstein tenía asignado un guardián y, cuando los krenken irrumpieron en la habitación, empuñó su espada y abatió a Gerd de un solo golpe. ¡Y qué hizo nuestro pequeño cabo, sino proteger a su camarada y repeler al soldado mientras los demás lo sacaban de allí! Primero, agarró una silla para detener un golpe, luego lanzó una bala de su pot-de-fer que alcanzó al hombre en el casco y lo dejó sin sentido. ¡Entonces, oh, hecho valiente!, trazó la cruz sobre su enemigo y se retiró.

—¿Lo perdonó, entonces? —preguntó Dietrich asombrado, conociendo la cólera krenk.

—Un gesto maravilloso. Y lady Falkenstein gritando por miedo al Innombrable. Pero ahora dice que la defensa de su guardián fue tan heroica que incluso un demonio se conmovió y reconoció su valor.

Ach. Así crecen las leyendas.

Manfred ladeó la cabeza.

—¿Qué mejor historia que ambos enemigos realicen gestas heroicas cuando se enfrentan entre sí? Según cuentan, el hombre se lo hizo encima al ver a Hans, pero plantó cara y luchó cuando podría haber huido. Ese hombre contará a sus nietos historias de cómo intercambió golpes con un demonio y sobrevivió…, si el duque no lo ahorca antes. Pero la plata del duque está asegurada y camino de Viena con los judíos, con una tropa de hombres de confianza para protegerla. Los otros prisioneros fueron liberados también.

—Gracias a Dios. Mein Herr, ¿queréis llamar a Hans y advertirle de la ira de su señor?

—Me temo que es demasiado tarde para eso. Cuando aseguré el tesoro del duque le di a Hans permiso para llevar volando a su compañero muerto a las criptas krenk.

Dietrich se levantó, alarmado.

—¡Qué! Debemos volver rápido, antes de que sea demasiado tarde.

Manfred frunció los labios.

—Siéntate, pastor. Sólo un loco se aventura de noche por ese camino. Lo que Grosswald tenga en mente ya está decidido. ¡Sin embargo, por mi honor, si no trata bien a Hans, Grosswald las pagará!

Dietrich no estaba seguro de que Manfred tuviera poder para castigar a Grosswald, a menos que éste lo permitiera. Los krenken temían al frío del invierno, pero su arrogancia se caldearía con el clima y sus juramentos podrían fundirse con las nieves.

Dietrich durmió relativamente bien. No esperaba que la tregua entre los krenken durara, pues sus costumbres requerían sumisión, no equilibrio. Su «Red» no era de juramentos y obligaciones mutuas, sino de autoridad y obediencia, y se debía menos al poder cognitivo de sus voluntades que al poder estimativo de sus apetitos.

La luna nueva se había puesto y, entre cortas cabezadas, Dietrich había visto a Orión y sus sabuesos perseguir a Júpiter. Ahora los cazadores, cansados de la persecución, se ponían bajo las alturas de Breitnau, y la Estrella Perro, la más brillante de todas, se posaba amarilla sobre la cima de la montaña. Dietrich había leído a Ptolomeo en el quadrivium de París, y Ptolomeo había descrito como roja la Estrella Perro. Tal vez el griego se había confundido, o se trataba de un error del copista; pero Hans había dicho que las estrellas podían cambiar y Dietrich se preguntó si éste era un ejemplo de la corruptibilidad de los cielos.

Sacudió la cabeza. Según Virgilio, la Estrella Perro causaba muerte y enfermedad. Dietrich la contempló hasta que desapareció de vista, o hasta que se quedó dormido por fin.

XV. MARZO DE 1349

Hora sexta, Miércoles de Ceniza

A su regreso, Dietrich pasó por los campos de primavera y se sorprendió de ver a siervos y arrendatarios enfrascados en sus labores. Algunos lo saludaron, otros se apoyaron en sus palas y lo miraron. Herwyg el Tuerto, que trabajaba un surco cerca del camino, le pidió que bendijera su sembrado, cosa que Dietrich hizo al punto.

—¿Qué noticias hay de los krenken? —le preguntó a su arrendatario. De la aldea llegaban sonidos de mazas y el olor de pan fresco en el horno.

—Nada desde antes de ayer, cuando silenciaron a algunos. La mayoría se esconde en la iglesia. —Herwyg se echó a reír—. Supongo que ese monje predicador duele menos que una paliza.

—¿Entonces no se ha hecho nada con los krenken que partieron con el Herr?

El Tuerto se encogió de hombros.

—No han regresado.

Dietrich cabalgó hasta Santa Catalina, donde encontró a un puñado de krenken repartidos de forma desigual por la nave. Algunos estaban de pie, otros en su postura agachada característica. Tres colgaban de las vigas. Joachim estaba en el púlpito mientras un krenk de aspecto fornido con un arnés de cabeza traducía para aquellos que carecían de uno.

—¿Dónde está Hans? —preguntó Dietrich en medio del silencio que saludó su entrada.

Joachim negó con la cabeza.

—No lo he visto desde que partió el ejercito.

Uno de los krenken agachados zumbó y el fornido dijo a través del mikrophone:

—Beatice pregunta si Hans vive. Es un asunto importante para ella —añadió con la sonrisa krenk.

—Su banda actuó con valentía en el conflicto —le dijo Dietrich— Sólo uno murió y Hans lo vengó de un modo cristiano. Por favor, discúlpame, he de encontrarlo.

Se había dado ya la vuelta cuando Joachim lo llamó.

—¡Dietrich!

—¿Qué?

—¿Cuál de ellos murió?

—El llamado Gerd.

Este anuncio, cuando se tradujo, causó gran cantidad de chasquidos y zumbidos. Un krenk empezó a agitar los brazos violenta y repetidamente. Otros trataron de llamarlo de manera rápida y tentativa, como si le tocaran en el hombro para requerir su atención. También Joachim bajó del púlpito e imitó el gesto krenk.

—Benditos los que lloran —le oyó decir Dietrich—, pues ellos serán consolados. La pena dura un momento, pero la dicha es dicha eterna en presencia de Dios.

Una vez fuera, Dietrich volvió a montar y se hizo con las riendas.

—Vamos pues, hermana yegua, he de pedir tu servicio una vez más.

Tras espolear al animal en las costillas, cabalgó hacia el Bosque Grande, levantando terrones de barro del camino empapado del valle del Oso.

Encontró a Hans en el navío krenk. Los cuatro krenken supervivientes estaban apretujados en una habitacioncita llena de cajas de metal, en el nivel inferior. Las paredes de la habitación estaban chamuscadas, y no era extraño. Cada caja tenía filas de pequeñas ventanas recubiertas de cristal, dentro de las cuales ardían unas pequeñas hogueras: rojo brillante, azul oscuro. Algunas cambiaron de color mientras Dietrich observaba. Otras ventanas eran oscuras y las cajas estaban chamuscadas por los incendios que había causado el naufragio del navío. Una caja estaba completamente arruinada, los paneles combados y retorcidos, de modo que Dietrich pudo ver que dentro había muchos cables y pequeños artilugios. Era en esa caja en la que Gottfried trabajaba con su varita mágica.