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Debió de moverse, pues los krenken se volvieron de pronto. Dietrich había aprendido que el ojo krenk era especialmente sensible al movimiento. Cuando Dietrich sacó el arnés de cabeza de su zurrón, Hans cruzó la habitación de un salto y le arrancó el mikrophone de las manos. Luego, agarrando a Dietrich por la muñeca, lo condujo escaleras arriba hasta la habitación donde se habían conocido. Allí, Hans activó los «habladores».

—Gschert controla las ondas-en-ningún-medio —dijo el krenk—, pero esta cabeza habla sólo en esta habitación. ¿Cómo sabías que nos ibas a encontrar aquí?

—No estabais en Falkenstein, ni os ha visto nadie en la aldea. ¿Adónde más podríais haber ido?

—Entonces Gschert no lo sabe todavía. Los canales-de-voz nos avisaron de problemas. Y teníamos que enterrar a Gerd e instalar el cable. —Hans estiró su largo brazo—. Aquí hace frío, pero… Ahora comprendo lo que tu pueblo quiere decir con «sacrificio». ¿Fuiste al campo de batalla?

—Tus paisanos se pusieron a pelear por tus acciones y quise ir a advertirte. Temí que regresaras para ser encarcelado, o algo peor. —Dietrich vaciló—. El Herr dijo que perdonaste al hombre que mató a Gerd.

Hans estiró el brazo.

—Necesitábamos el alambre, no su muerte. Este alambre, hilado por un auténtico orfebre del cobre, puede que sirva para la tarea. No es culpa del bendito Lorenz. El cobre no era su oficio. Ven, regresemos abajo. Recuerda, sólo Gottfried está con nosotros en todo. Friedrich y Mechtilde se han unido sólo por miedo al alquimista, no por amor al prójimo.

Dietrich observó durante un rato cómo los cuatro krenken unían cables y los tocaban con diversos talismanes, ¿quizá para bendecirlos con alguna reliquia? Una o dos veces parecieron discutir y consultaron manuscritos iluminados del «circuito elektronik». Trató de discernir cuál de los otros dos era Mechtilde, obviamente una krenken, aunque los estudió con atención, no pudo apreciar ninguna diferencia notable.

Como se aburría, paseó por dentro del navío y llegó a la sala que Kratzer había llamado del piloto, aunque no había ventana para mostrarle al piloto dónde estaba el navío, sólo paneles de cristal opaco, varios de los cuales estaban oscurecidos por efecto del fuego. Uno de ellos cobró brevemente vida, acompañado por un claqueteo de voces krenk desde abajo.

Un sillón acolchado en el centro era el trono del capitán, desde donde daba órdenes a sus lugartenientes. Dietrich se preguntó qué hubiera pasado si aquel noble hubiera sobrevivido. El capitán tal vez no habría fracasado tanto como Gschert. Sin embargo, siendo más competente que Gschert, ¿no se habría librado, con la típica cólera krenk, del riesgo de ser descubierto deshaciéndose de los descubridores?

Dios tenía un fin para cada cosa. ¿A qué propósito servía haber unido a un sacerdote y erudito recluido con una extraña criatura que instruía cabezas parlantes?

Dietrich salió de la sala del piloto y se dirigió a la puerta exterior, donde respiró aire fresco. Un grito lejano resonó entre los árboles y, al principio, pensó que se trataba de un halcón. Pero era demasiado prolongado e insistente, y de repente quedó claro: el relincho de un caballo asustado.

Dietrich se dio media vuelta, corrió hacia la escalera y estuvo a punto de tropezar con su túnica mientras bajaba los escalones.

—¡Viene Gschert! —gritó, pero los krenken ni siquiera lo miraron. Dietrich advirtió que la voz humana para ellos no era más que un sonido, igual que sus chasquidos lo eran para él. Así que agarró a Hans por el antebrazo.

Por reflejo, el krenk lo empujó a un lado. Hans se volvió y a Dietrich no se le ocurrió nada mejor que señalar la escalera y gritar «¡Gschert!», esperando que la criatura hubiera oído el nombre lo bastante a menudo para reconocerlo sin traducción.

Debió de funcionar, pues Hans se detuvo un instante antes de descargar un torrente de cháchara a sus camaradas. Friedrich y Mechtilde soltaron sus herramientas y corrieron hacia la escalera, sacando sus pots-de-fer de sus cinturones. Gottfried alzó la cabeza mientras seguía trabajando con la varita mágica y, apartando primero los vapores con la mano, hizo el gesto de lanzar hacia Hans, quien esperó un momento más, luego echó la cabeza hacia atrás todo lo que pudo hasta que también él corrió a la escalera.

Dietrich se encontró a solas con Gottfried, su primer converso…, a menos que contara el críptico abrazo del alquimista a las palabras de la Consagración. Gottfried continuó uniendo cables a los diminutos puntos con su metal-solidare, pero Dietrich pensó que era consciente de que lo estaban observando. Gottfried apartó la varita y la dejó sobre una caja que parecía de fibras de metal trenzadas. Usando un torcedor-de-tornillos, sacó un cuadradito del «circuito». Se lo arrojó a Dietrich, quien tuvo que cogerlo al vuelo, y colocó en su lugar un aparato algo más grande que parecía construido con restos de otros. Al examinar el artilugio extraído, Dietrich vio que, en vez de alambres de cobre, del aparato colgaban diversas fibras tan finas como un cabello y que parecían atrapar la luz dentro de sí mismas.

Gottfried chasqueó las mandíbulas y señaló el aparato que Dietrich tenía en la mano y el aparato más schlampig que había instalado en su lugar. Extendió las manos en un gesto muy humano y meneó la cabeza varias veces, con lo que Dietrich comprendió que Gottfried dudaba que el elektronikos fluyera a través de los hilos de cobre con la misma eficacia que la ¿luz? había fluido una vez a través de las fibras similares a cabellos.

Tras haber expresado por señas sus dudas, Gottfried hizo el signo de la cruz y, dedicándose una vez más a la tarea, despidió a Dietrich agitando un brazo.

Dietrich encontró a Hans fuera, agazapado con los otros dos krenken tras unos barriles de metal. Hans agarró a Dietrich por la túnica y lo obligó a colocarse también detrás de los barriles, donde la tierra húmeda empapó su ropa y heló sus miembros. Vio que los krenken estaban temblando, aunque el día era moderadamente frío para sus sentidos. Se quitó la capa y la colgó de los hombros de Hans.

Hans ladeó la cabeza para mirar directamente a Dietrich. Luego le tendió la capa al krenk que estaba agachado junto a él. Éste (Mechtilde, pensó Dietrich) la tomó y se envolvió en ella, cerrándola alrededor de su garganta. El tercer krenk estaba agachado pero ligeramente erguido, asomando por encima de los barriles. Un hombre hubiese escrutado las inmediaciones, pero él mantenía la cabeza tan quieta como una gárgola. Para captar mejor el movimiento en el bosque, supuso Dietrich. De vez en cuando, el tercer krenk se acariciaba ausente el cuello.

El caballo había dejado de relinchar y por eso Dietrich pensó que la bestia había huido…, a menos que Gschert la hubiera matado. Alzó la cabeza para mirar hacia los bosques y un sonido como el de una abeja pasó junto a él, seguido un momento más tarde por un brusco rugido en la linde del bosque y el choque de una piedra contra el navío que tenía detrás. Hans obligó a Dietrich a tirarse al suelo una vez más y chasqueó sus mandíbulas a menos de un palmo de su cara. El mensaje estaba claro: no hagas ningún movimiento súbito. Dietrich miró a Friedrich y advirtió que su antena izquierda se había doblado levemente para indicar un punto en el bosque. Hans cruzó sus antenas y, muy lentamente, colocó su pot-de-fer en posición para lanzar una bala a sus atacantes.