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—No son nada buenos —contaba el cazador—. Se les olvida, y luego cada uno hace lo que quiere.

Dietrich visitaba a menudo el campamento, y Hans y él paseaban por los caminos del bosque, ahora bien marcados, mientras discutían sobre filosofía natural. Los árboles habían empezado a reverdecer y unas cuantas flores impacientes extendían sus brazos rezando para que llegaran las abejas. Hans llevaba un chaleco de piel de oveja y unas calzas de cuero, pues sus curiosas prendas krenken se habían deteriorado hacía tiempo.

Dietrich explicó que, aunque los franceses empezaban el año del Señor en Navidad, los alemanes lo hacían en la Encarnación. El año civil empezaba, naturalmente, en enero. Hans no podía comprender semejante cosa.

—En Krenkheim —afirmó—, no tenemos sólo el año estándar, sino también la hora del día e incluso una de doscientas mil partes del día.

—Kratzer dividió vuestra hora en un puñado de minutos y cada minuto en un puñado de parpadeos. ¿Qué tarea puede hacerse tan rápidamente que se necesite un «parpadeo» para marcarla?

—«Parpadeo» es un término vuestro. No significa nada para nosotros.

¿Podía un hombre detectar humor en unos globos facetados dorados, risa en unos labios callosos? Sobre ellos, un pájaro carpintero picoteaba una rama. Hans le chasqueó, como si le respondiera, y luego se echó a reír.

—Encontramos útiles esos intervalos para medir las propiedades, del «mar elektronik» —continuó—, cuyas… mareas… suben y bajan incontables veces durante un parpadeo.

Ach —dijo Dietrich—, las ondas que se agitan en ningún medio. ¿Qué es para vosotros este «parpadeo»?

—Debo consultarlo con el Heinzelmännchen.

Los dos continuaron caminando en silencio bajo un coro de grajos y jilgueros. Dietrich se detuvo junto a grupo de plantas de granza. Arrancó una de las pálidas flores rosadas y se la acercó a las lentes. Con la raíz se hacía un buen tinte rojo y Theresia podría usar el resto para sus remedios. Pero no quería ir al Bosque Grande mientras los krenken estuvieran allí. Razón suficiente para que recogiera unas cuantas para ella y las guardara en su zurrón.

—Un parpadeo —anunció Hans por fin— son dos mil setecientas cuatro miríadas de las ondas de luz invisible de… una sustancia particular que no conocéis.

Dietrich se quedó mirando al krenk un momento antes de que la absurdidad de aquello lo abrumara, y entonces estalló en carcajadas.

Cuando ya regresaban al campamento, Hans preguntó por Kratzer. Dietrich le contó sus muchas discusiones con el filósofo acerca de asuntos de filosofía natural, pero Hans lo interrumpió.

—¿Por qué no ha venido a nuestro campamento?

Dietrich estudió a su acompañante.

—Tal vez lo haga. Se queja de debilidad.

Hans de repente se quedó quieto. Pensando que había visto algo en el bosque, Dietrich se detuvo también y prestó atención.

—¿Qué pasa?

—Me temo que nos tomamos la Cuaresma demasiado en serio.

—La Cuaresma es exigente —dijo Dietrich—. Esperamos la resurrección del Señor. Pero Kratzer no está bautizado; entonces, ¿por qué ayuna también?

—Por camaradería. Encontrarnos consuelo en ello.

Hans no supo qué más decir y terminaron el resto del paseo en silencio.

En el campamento, Ilse Krenkerin se acercó a Dietrich.

—¿Es cierto, pastor, que los que juran lealtad a vuestro Señor-de-los-cielos vivirán de nuevo?

Doch —le aseguró Dietrich—. Su espíritu vive para siempre en la comunión de los santos, para reunirse con sus cuerpos en el Último Día.

—¿Y vuestro señor-del-cielo es un ser de energía, y por eso puede encontrar la energía de mi Gerd y devolverla a su cuerpo?

Ach. Gerd. Entonces, ¿eras su esposa?

—Todavía no, aunque hablamos de encontrar un «no equivalente» a nuestro regreso. Él pertenecía a la tripulación y yo no era más que una peregrina del pasaje, pero él parecía tan… dominante, con su librea de la nave, y de buena forma. Fue por mí, para que no tuviera que beber el caldo del alquimista, que se enfrentó a Herr Gschert y se unió a los herejes. Si vuestro señor-del-cielo nos reúne en una nueva vida, también le juraré lealtad.

Dietrich no comentó que Gerd no estaba bautizado. No estaba seguro de cuál era el razonamiento correcto. La ley del amor decía que ningún hombre podía ser condenado por no creer en aquello que no había tenido oportunidad de aprender; pero también era cierto que sólo a través de Jesús podía un hombre ir al cielo. Tal vez Gerd sería admitido en ese limbo reservado para los paganos virtuosos, un lugar de perfecta felicidad natural. Pero si era así, y si Ilse aceptaba a Cristo, no se reunirían. No era una cuestión sencilla, pero prometió recabar información para ella y otros dos del campamento que también lo habían preguntado.

Le complacía su interés, y también sentía curiosidad por lo que podía ser el «caldo del alquimista».

Nombrar caballero a un Junker era un asunto costoso, ya que el honor exigía celebraciones dignas de la ocasión: fiestas, banquetes, regalos, una competición de Minnesingers y un torneo de lanzas. Así que los señores a menudo nombraban caballeros a varios Junkers a la vez para ahorrar gastos. Cuando Manfred anunció que iba a nombrar caballero a Eugen, Thierry accedió a hacer también lo mismo con su Imein.

Los Zimmerman construyeron una fila de gradas en el prado desde donde la plebe pudiera ver las competiciones, y los sonidos de martillos y sierras ahogaron los gruñidos del trabajo extra. A un siervo llamado Carolus le sentó tan mal el trabajo adicional que se escapó. Su propiedad quedó otra vez en manos de Manfred, quien concedió la parcela a Hans y Gottfried.

—La tierra es servil —advirtió Dietrich a los nuevos arrendatarios—, así que le deberéis por ella trabajo manual a Manfred, pero vosotros sois arrendatarios libres.

Les sugirió que contrataran a Volkmar Bauer para que se encargara de la siembra y la cosecha a cambio de la mitad de los beneficios. Volkmar se quejó de que estaba demasiado ocupado con sus propias parcelas y las que le debía al Herr; pero era un hombre previsor y su familia podía necesitar algún día surcos nuevos. Así que se llegó a un acuerdo por el cual las obligaciones de las parcelas fueron alquiladas a otros. Testigo de los términos de dicho acuerdo fue el Schultheiss y se inscribió en el Weistümer. Aunque el trato no hizo que Volkmar sintiera ningún aprecio por los krenken, calmó la hostilidad, más abierta, del Vogt.

Un día antes de ser nombrados caballeros, el tercer domingo de Cuaresma, los Junkers ayunaron desde el amanecer hasta el ocaso. Entonces, tras comer a la puesta de sol, se pusieron una túnica de purísima lana inglesa blanca y pasaron la noche de vigilia, de rodillas en la capilla. La herida de Eugen estaba sanando, como había prometido el saboyano, aunque la cicatriz era marcada y su sonrisa siempre tendría un quiebro siniestro. Imein, que había combatido valerosamente pero sin recibir heridas, contemplaba aquella cicatriz con algo parecido a la envidia.

—Lamento mucho que la celebración sea tan poco fastuosa —le confesó Manfred a Dietrich esa noche mientras inspeccionaba las gradas—. Eugen se merece más, pero debemos seguir ocultando a nuestros vasallos krenken. Einhardt se sentirá muy ofendido porque no le he invitado a romper unas lanzas con nosotros.