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Einhardt era el caballero imperial que vivía junto al Salto del Ciervo.

—Supongo que el viejo se habrá enterado ya de los rumores —sugirió Dietrich—, pero es demasiado cortés para satisfacer su curiosidad.

—Eso imagino. A mi hija no le gusta bañarlo porque huele. Rara vez usa jabón, aunque desde la infancia le enseñaron a bañarse adecuadamente. «¡Vanidad francesa!», dice. Sospecho que triunfó en el campo de batalla porque sus oponentes huían de su hedor. —Manfred echó atrás la cabeza y soltó una carcajada.

Mein Herr —dijo Dietrich—, os pido que no echéis atrás la cabeza… Entre los krenken es un signo de sumisión… y una invitación a que el superior muerda el cuello y lo rompa en dos.

Manfred alzó las cejas.

—¿Es así? ¡Creía que se reían!

—Cada hombre ve lo que su propia experiencia le ha enseñado. No castigasteis a Grosswald por perturbar la paz. Para nosotros, la templanza es una virtud; pero para ellos significa debilidad.

Ja. —Manfred caminó unos cuantos pasos con las manos unidas tras la nuca. Luego se volvió e inclinó la cabeza—. El gesto de Hans en la Roca del Halcón, cuando perdonó a su enemigo… ¿significó también debilidad?

Mein Herr, no lo sé; pero sus costumbres no son las nuestras.

—Tienen que aprender nuestras costumbres, si van a quedarse en mi feudo.

—Si se quedan. Su desesperación por regresar a su propio país es lo que impulsó a Hans a la desobediencia.

Manfred lo miró pensativo.

—Pero ¿por qué tanta desesperación? Un hombre puede anhelar su tierra, a su familia o sus amantes o… o a su esposa, pero el anhelo acaba por morirse. Casi siempre.

Por la mañana, los Junkers salieron de la capilla y fueron bañados en un ritual que simbolizaba su pureza, después de lo cual se vistieron con ropa interior de lino, túnica de brocado con hilo de oro, calzas de seda y zapatos adornados. Les cubrieron los hombros capas carmesíes, de modo que los reunidos suspiraron encantados cuando volvieron a entrar en la capilla. Los krenken pintaron muchas imágenes con su fotografia.

El capellán celebró la misa, mientras Dietrich y el hermano Joachim cantaban a coro Media vita in morte sumus. La elección era acertada, pues aunque las palabras recordaban a los jóvenes que la muerte acechaba siempre en la vida por ellos elegida, las tonalidades del cuarto modo aliviaban la colérica bilis amarilla, que los guerreros deben contener siempre.

Después de la misa llegó la Schwertleite. Eugen e Imein colocaron sus espadas sobre el altar y prometieron servir a Dios. En su homilía, el padre Rudolf les advirtió que imitaran a los caballeros de antaño.

—En estos tiempos degenerados, los caballeros se vuelven contra el ungido por el Señor y dilapidan el patrimonio de la Cruz, despojan a los pobres de Cristo, oprimen a los débiles y satisfacen sus propios deseos con el dolor de los otros. Deshonran su llamada y sustituyen su deber de combatir por avidez de botín y vírgenes inocentes. Vosotros debéis en cambio demostrar honor, lealtad, justicia, generosidad y, sobre todo, templanza, evitando excesos. Honrad a los sacerdotes, proteged a los pobres y castigad a los criminales, como en los días antiguos.

Dietrich se preguntó si los caballeros de otros tiempos habían sido tan puros y meritorios como los recordaban. Quizá Roldán y Ruodlieb y Arturo no habían sido mejores ni peores que Manfred… o Von Falkenstein. Y sin embargo, ¿no era bueno tender al ideal, no importaba lo pobremente que pudiera llevarse a la práctica, e imitar al Roldán ideal y no al hombre falible que pudo haber sido?

El padre Rudolf bendijo las dos espadas. Entonces Manfred vistió a Eugen con una doble cota de malla, escarpes, Topfhelm con visera y un escudo decorado con el nuevo emblema de Eugen: una rosa blanca cruzada por un cardo. Cuando Imein fue vestido de modo similar por Thierry y ambos estuvieron arrodillados ante el altar, Manfred tomó la espada de cada uno de ellos y les dio el espaldarazo en el hombro. Antiguamente, se daba un bofetón, pero la nueva costumbre francesa se había hecho popular en Alemania.

Después se celebró un banquete en el gran salón. Un buey se asaba en un espetón ante la mansión y los siervos corrían de un lado a otro trayendo platos con cuartillos de vino y morcillas. Se sirvió col con pimienta, pastel de ave confitada, huevos encurtidos con remolacha, jamón asado con salsa de vinagre negro, remolacha dulce y zanahorias ralladas con pasas. La crema y los sorbetes también fueron rociados con salsa de vinagre negro. Durante el festín hubo malabarismos y canciones. Peter el Minnesinger cantó un pasaje del Erec de Hartman von Aue que describía la ira de sus caballeros hacia un conde que había golpeado a su joven esposa. Dietrich se preguntó sí Manfred había ordenado cantar las estrofas como recordatorio al prometido de su hija.

El torneo tuvo lugar por la tarde. Los contendientes y sus damas se dirigieron al campo mientras los espectadores admiraban las elegantes libreas y sobrepellices. Eugen destacó especialmente, pues era muy apreciado. Los aldeanos abuchearon a Imein cuando los dos caballeros recién nombrados ocuparon sus posiciones en extremos opuestos del campo.

Dietrich lo observó todo con Max y Hans desde las gradas, lo suficientemente lejos para que los caballos no olieran al krenk.

—Practicábamos un juego muy parecido en París —comentó Dietrich.

—¿Qué? —dijo Max—. ¿Vos? ¿A las lanzas?

—No, era el juego de las obligaciones. Un estudiante era el interlocutor y otro el demandado. La tarea del interlocutor en el debate era atrapar al demandado en una contradicción. La tarea del demandado era evitar la trampa. Nos ayudaba a desarrollar la inteligencia.

Max gruñó.

-¡Ja, pero no era un espectáculo tan bueno como éste! —Extendió el brazo abarcando los terrenos señoriales.

Ach, pero la Iglesia desaprueba estos espectáculos —dijo Dietrich.

Hans chasqueó las mandíbulas.

—¡No es de extrañar! ¡Arriesgar la vida por deporte!

—No es eso —le dijo Dietrich—. Es la muestra de vanidad y orgullo lo reprochable.

—Le daréis las gracias a Dios por toda la vanidad y el orgullo cuando tengáis que confiar vuestra vida y prosperidad a las habilidades que se practican aquí —dijo Max.

Kunigunda, que era la reina del amor y la belleza de la competición, arrojó su pañuelo, y los dos caballeros espolearon sus monturas con un grito, nivelando sus lanzas a medida que se acercaban, Imein desvió diestramente la punta de Eugen con su escudo y golpeó de lleno al otro con la suya. Eugen voló por encima de los cuartos del caballo y quedó aturdido en el suelo hasta que los asistentes se lo llevaron. Kunigunda se levantó para acudir a su lado, pero Manfred la contuvo colocándole una mano en el hombro.

¡Bwa!—dijo Hans—. A los krenken podría gustarnos este juego, si los golpes no se contuvieran.

—Los tiempos cambian —explicó Max—. En los viejos tiempos, la multitud gritaba «¡con alegría!» y aplaudía cualquier finta bien hecha. Imein ha usado bien el escudo en ese pase. Muy bien hecho. Pero ahora —Max acompañó a sus palabras con el gesto—, se los oye gritar: «¡Ataca!» «¡Sácale los ojos!» «¡Córtale el pie!»

Hans repasó con el brazo las gradas.

—No han gritado nada de eso.

Max se inclinó hacia delante para ver a Thierry y Ranaulf entrar en liza.

—Aquí no, pero en todas partes lo hacen. Aquí la caballería no se ha olvidado todavía.