Esa noche, Dietrich se aventuró en el Bosque Pequeño, tras la colina de la iglesia, para recoger ciertas raíces y brotes, pues la luna y él estaban en el momento adecuado para la tarea. Unas cuantas hierbas habían respondido también al calor primaveral, aunque las lechugas tardarían varios meses en florecer. Dejó algunas plantas enteras. Otras, las cortó para hervirlas y hacer una pasta. Otras las molería con un mortero y las guardaría en bolsitas de muselina para prepararlas en infusión. Haría de todas esas medicinas un regalo para Theresia. La inesperada ofrenda la sorprendería y le invitaría a entrar en su cabaña para hablar y podrían recuperar la vida que habían tenido juntos.
Dietrich preparó los ungüentos en el edificio externo de la cocina, mientras Joachim preparaba la cena y Kratzer se calentaba junto al fuego. Kratzer interrogó a Dietrich acerca de las propiedades de cada espécimen, y Dietrich le dijo que éste era un purgante y aquél un remedio contra la fiebre. El filósofo krenk tomó una raíz que Dietrich no había lavado todavía.
—Nuestro alquimista pensaba a la vez demasiado y demasiado poco en el futuro. Nunca probó estas sustancias, sólo las que nos ofrecisteis como alimento. Tal vez en una de éstas hubiese encontrado nuestra salvación.
—Vuestra salvación —le dijo Dietrich—, se encuentra en el Pan y en el Vino.
—Ja —dijo Kratzer, todavía estudiando la raíz—. Pero ¿pan de qué grano? ¿Vino fermentado de qué fruta? Ach, si Arnold hubiera perseverado podría haber encontrado la respuesta en esta sencilla madera.
—Lo dudo —dijo Dietrich—. Esto es mandrágora, y es veneno.
—Como todos descubriremos si me dejáis que la eche en mi guiso —dijo Joachim desde la olla.
—Un veneno —dijo Kratzer.
—Doch —respondió Dietrich—. Ya he descubierto que induce el sueño y procura alivio al dolor.
—Sin embargo, lo que os envenena a vosotros puede mantenernos vivos a nosotros —dijo Kratzer—. Arnold debería haber continuado con sus pruebas. Nuestro médico no tiene su habilidad con la alquimia.
—¿Qué buscaba Arnold?
Kratzer se frotó lentamente los antebrazos.
—Algo para mantenernos hasta nuestra salvación.
—La Palabra de Dios, entonces —dijo Joachim desde el fuego.
—Nuestro pan de cada día —dijo Kratzer.
A Dietrich la concordancia de significados le pareció demasiado literal. Las palabras que oía decir a Kratzer eran simplemente las que el Heinzelmännchen había emparejado con los chasquidos y zumbidos krenk.
—¿Qué significa «salvación» para vosotros? —le preguntó a la criatura.
—Que deberíamos pasar de este mundo al siguiente, y a nuestra casa más allá de las estrellas, cuando vuestro señor-del-cielo venga por fin en Pascua.
—La fe no sirve de nada sin caridad —dijo Joachim—. Debéis seguir el camino que es Jesús: dar cobijo a quien no tiene techo, vestir al desnudo, consolar al afligido, alimentar al hambriento…
—¡Ach!—exclamó Kratzer—. ¡Ojalá pudiera alimentar al hambriento! Sin embargo, hay comida que nutre y otra que simplemente sacia.
Se frotó lentamente los antebrazos y produjo un sonido como una piedra de molino rechinando. Saltó a la puerta, la mitad superior de la cual estaba abierta, y miró hacia el Bosque Pequeño.
—Nunca me he… —dijo, tras un momento de silencio—. Vuestra palabra es «casado», aunque entre nosotros hacen falta tres para conseguirlo. Nunca me he casado, pero hay colegas y hermanos-de-nido que querría ver una vez más, y que ahora no veré nunca.
—¡Tres! —dijo Joachim.
Kratzer vaciló un momento y sus mandíbulas se separaron, como si estuviera a punto de hablar; entonces dijo:
—En nuestro lenguaje, los términos significarían el «sembrador», el «creador del huevo» y el… el Heinzelmännchen no encuentra la palabra. Lo llama el «ama de cría», aunque cría antes del nacimiento. ¡Bwa-wa-wa! Se dice que ver a tus crías arrastrarse hacia la bolsa del ama de cría es una experiencia profundamente conmovedora. Ach, me he hecho viejo demasiado pronto, y esos asuntos son para los jóvenes. Mwa-waa. Nunca volveré a ver a mis hermanos-de-nido.
—No debes perder la esperanza —dijo Joachim.
Kratzer volvió sus grandes ojos amarillos hacia el monje.
—¡Esperanza! Una de vuestras «palabras internas». Sé lo que queréis decir con «cerdo» o «palafrén» o «castillo», pero ¿qué es «esperanza»?
—Lo que te queda cuando todo lo demás se ha perdido —le dijo Joachim.
En la cabaña de Theresia, la llamada de Dietrich fue respondida primero por el silencio, luego por un movimiento furtivo tras los postigos, luego por la apertura de la puerta superior. Torpemente, Dietrich sacó de su zurrón la bolsa de medicinas que había preparado y se la tendió a la mujer que había sido la única hija de su vida.
—Toma —dijo—. Las he preparado para ti. Una es una inductora del sueño hecha con mandrágora, para lo cual hacen falta algunas instrucciones.
Theresia no aceptó la bolsa.
—¿Qué tentación es ésta? No soy ninguna bruja para tratar con venenos.
—«La dosis hace el veneno.» Lo sabes. Yo te lo enseñé.
—¿Quién os ha dado este veneno? ¿Los demonios?
—No, fue el médico saboyano que trató a Eugen. —Sólo era cirujano, pero Dietrich no lo mencionó. Agitó la bolsa—. Tómala, por favor.
—¿Cuál es el veneno? No voy a tocarlo.
Dietrich sacó la esponja que había humedecido con la mezcla del saboyano.
—Ojalá no lo hubierais hecho. Nunca preparasteis veneno antes de que ellos vinieran.
—Fue el saboyano, ya te lo he dicho.
—Él fue sólo su instrumento. Oh, padre, rezo cada día para que os liberéis de su hechizo. He pedido ayuda para vos.
Dietrich sintió frío.
—¿A quién se la has pedido?
Theresia tomó la bolsa con el resto de medicinas.
—Recuerdo la primera vez que os vi —dijo—. Nunca lo había recordado, pero ahora puedo. Yo era muy pequeña y me parecisteis enorme. Teníais la cara toda negra del humo y la gente gritaba. Había una barba roja… No vuestra, pero… —Sacudió la cabeza—. Me subisteis a hombros y dijisteis: «Ven conmigo.»
Empezó a cerrar la puerta superior, pero Dietrich la detuvo.
—Creía que podríamos hablar.
—¿De qué?
Y cerró la puerta firmemente.
Dietrich permaneció en silencio ante la cabaña.
—De… cualquier cosa -—susurró. Anhelaba su sonrisa. Siempre se había alegrado por los regalos de medicinas que él le hacía.
«¡Oh, padre! —exclamó la niña en sus recuerdos—. ¡Os quiero tanto!»
—Y yo te quiero a ti —dijo él en voz alta. Pero si la puerta lo oyó, no respondió, y Dietrich apenas se había secado las lágrimas cuando regresó a la rectoría en lo alto de la colina.
Poco antes de vísperas, el Viernes Santo, llegó un heraldo de Estrasburgo con un paquete sellado con lazos y las armas episcopales impresas en brillante cera roja. El heraldo encontró a Dietrich en la iglesia preparándose para la Misa del Presantificado, el único día del año en que no había consagración. Alertados por el hablador-lejano, Hans y los otros krenken cristianos, que estaban ayudando a cubrir de negro las cruces y estatuas, habían saltado a las vigas y se habían ocultado en las sombras de allí arriba.
Dietrich inspeccionó los sellos y no vio ningún signo de manipulación. Lo sopesó, como si su peso revelara su contenido. Que alguien tan augusto como Berthold II supiera su nombre lo asustaba más allá de lo concebible.