Así refuto a quienes me acusan. «Quien cause el menor daño a mis pequeños, me lo causa a mí.» He ayudado a unos viajeros perdidos y hambrientos, algunos gravemente heridos, cuando aparecieron este verano pasado. Cierto, fray Joachim los considera feos y los llama demonios, a pesar de sus evidentes males mortales, pero mortales son. Vienen de una tierra lejana, y allí la gente tiene una forma naturalmente diferente; pero si el papa Clemente puede según su bula maravillosamente racional abrir su palacio de Aviñón a los judíos, entonces sin duda un pobre párroco puede ofrecer ayuda a unos viajeros indefensos, no importa el color de su piel ni la forma de sus ojos.
Cristo con nosotros este año de gracia de 1349. Entregado por mi propia mano en Oberhochwald, en el condado de Badén, en la conmemoración de Gregory Nazianzen.
—Un hombre notable —dijo Tom, doblando el papel.
—Sí—respondió Judy en voz baja—. Me hubiese gustado conocerlo. Mis padres fueron también «viajeros indefensos». Vivieron en una barca, en el agua, durante tres años antes de que su «pastor Dietrich» les encontrara un hogar.
—Oh. Lo siento.
Ella se encogió de hombros.
—Fue hace mucho tiempo, y yo nací aquí. La historia estadounidense.
Él golpeó las páginas con la uña.
—Este hermano Joachim, por otro lado, parece intolerante denunciando a Dietrich ante la Inquisición de esa forma y llamando «demonios» a la gente.
—Dietrich tal vez no supiera quiénes lo acusaban.
—¿Denuncias anónimas? Me suena a la Inquisición…
—Bueno…
Tom ladeó la cabeza.
—¿Qué?
—Al principio, muchos de quienes denunciaban acabaron muertos a manos de los herejes, así que se les prometió anonimato y se impusieron diversas penas por las acusaciones falsas.
Él parpadeó.
—¿La Inquisición tenía reglas?
—Oh, sí. Más estrictas que las cortes reales, de hecho. Por ejemplo, preparaban un sumario del caso con todos los nombres cambiados por seudónimos latinos y lo presentaban a un grupo de hombres escogidos por su reputación en la comunidad (los boni viri, los «hombres buenos»), quienes así podían revisarlo sin prejuicios. Conocemos casos en que el acusado cometió deliberadamente blasfemia para pasar de la corte real a la inquisitorial.
—Pero usaban la tortura, ¿no es cierto?
—Para interrogar, nunca para castigar. Pero todo el mundo usaba entonces la tortura. Los tribunales la permitieron sólo después de que las cortes imperiales la introdujeran. El mismo manual de los inquisidores la consideraba «engañosa e inefectiva» y la permitía sólo como último recurso, o cuando la culpa ya quedaba clara por otras pruebas. Entonces, se exigía una confesión. No podían condenar con otro testimonio. La tortura se permitía sólo una vez, y no podía causar la pérdida de miembros ni poner en peligro la vida, y todo lo que se decía debía ser mantenido bajo juramento hecho después.
Tom no se lo creyó.
—Pero un fiscal persistente podía encontrar agujeros en eso.
—O uno corrupto. Desde luego. Era más bien un gran jurado moderno que un juicio.
—¿Estás segura? Siempre pensé que…
—Fue mi tesis en historia narrativa.
—Oh. Por eso aprendiste latín, ¿no?
Lo cierto era que Tom se sorprendía a menudo por los detalles precisos de la historia. Trabajando como él lo hacía desde una perspectiva amplia, los detalles podían desvanecerse en estereotipos sin rostro.
Estudió de nuevo el papel. ¿Cuánta información más estaba oculta del mismo modo, en el fondo de una Selva Negra de palabras de siete siglos de grosor?
—Supongo que serían chinos. Los huéspedes de Dietrich, quiero decir. Por los comentarios sobre el color de la piel y la forma de los ojos. Orientales, en cualquier caso.
—Ese tipo de viajes se realizaban en el siglo XIV —admitió Judy—. Los de Marco Polo y su padre y su tío. Y de Wilham Rubrick, que era amigo de Roger Bacon.
—¿Y hubo viajeros en la dirección opuesta? ¿No vino al Oeste nadie desde China?
Judy no estaba segura, pero El Palomar tenía zona Wi-Fi, así que sacó su portátil y tecleó la pregunta. Tras unos minutos, asintió.
—Se sabe de dos chinos nestorianos que vinieron a Occidente. ¡Vaya! Al mismo tiempo que los Polo iban al Este. Puede que se cruzaran en el camino. Eh, uno de ellos se llamaba Marco también. Que extraño. Marco y Sauma. Cuando llegaron a Irak, Marco fue elegido Catholicos, el Papa nestoriano, y envió a Sauma como embajador al Papa de Roma y a los reyes de Inglaterra y Francia.
—Puede que Dietrich ofreciera cobijo a un grupo similar —dijo Tom, pellizcándose el labio inferior—, un grupo que se topó con el desastre. Atacado por barones forajidos, tal vez. Dice que había algunos heridos.
—Tal vez —convino Judy—, pero…
—¿Pero qué?
—Los chinos no son tan distintos. Y no pueden volar. ¿Por qué llamarlos entonces demonios voladores?
—Si su llegada coincidió con un estallido de alucinaciones colectivas, los dos hechos pueden haber confluido en la mente popular.
Judy arrugó los labios.
—Si es así, parece que Dietrich convirtió al menos a una alucinación al cristianismo. Johann. ¿Crees que será la misma persona que Johannes von Sterne, ese cuyo bautismo se cita en la corte del obispo?
—Eso creo. Y ésta fue la respuesta de Dietrich. ¿Recuerdas el documento moriuntur?
—Sí. Creo que debía de ser parte de un diario del pastor Dietrich.
—Bestimmt. En un pueblo pequeño como Oberhochwald, el sacerdote era probablemente el único hombre culto. Toma. Anton me ha mandado esto por e-mail esta mañana. —Tom le entregó varios archivos pdf ya impresos que yo le había enviado—. Rebuscó en Friburgo por mí.
Judy los leyó con avidez. Cierto, era sólo ayudante de investigación, pero eso no significaba que no le importara… la investigación, entre otras cosas. Cuando terminó, dejó los papeles sobre la mesa y frunció un poco el ceño. Entonces volvió atrás y releyó algunos párrafos.
—¿Has visto esta parte en la que habla de sus nombres? —preguntó Tom—. «Se hace llamar Johann porque su verdadero nombre es demasiado difícil para nuestra lengua.» Nunca debía de haber oído una lengua que no fuera indoeuropea.
Judy asintió, ausente.
—Debió de estudiar hebreo si era el doctor seclusus que menciona Ockham. Y es probable que en algún momento oyera hablar árabe. Pero…
—¿Has leído esa parte en la que Johann y algunos de sus compañeros ayudan a cuidar a los aldeanos durante la peste?
Tom recuperó las páginas de Judy, que siguió mirando el espacio que habían ocupado entre sus manos. Tom se lamió el pulgar y las hojeó.
—Aquí está. «Hans y tres de sus compatriotas visitan diariamente a los enfermos y entierran a los muertos. Qué triste que aquellos que se ocultaron de su vista no salgan para ser testigos de la verdadera caridad cristiana. —Dio un sorbo a su refresco—. Y así Johann rezamos juntos pidiendo fuerzas, y damos consuelo a aquellos peregrinos que han perdido la esperanza.»
Judy tomó una decisión. Era sólo una intuición y temía expresarla en voz alta, porque realmente no sabía que diría. Le quitó las hojas, las pasó y señaló con el dedo.
—¿Qué piensas de esto…?
La brusquedad con que lo dijo le valió una mirada de curiosidad antes de que Tom leyera el párrafo señalado.