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—No estoy seguro de a qué te refieres —contestó él cuando terminó de hacerlo—. Dietrich encontró a Hans solo una noche, mirando las estrellas. Hablaron un rato y Hans preguntó cómo encontraría de nuevo el camino de vuelta a casa. Un viajero melancólico, n'est-ce pas?

—No, Tom. Él escribió que Hans señaló las estrellas y preguntó cómo encontraría de nuevo el camino de vuelta a casa.

—¿Y? En aquellos días la gente usaba las estrellas como guía para viajar.

Ella apartó la mirada, hizo a un lado su bocadillo.

—No sé —dijo—. Es tan sólo una sensación. Algo que hemos leído. Significa algo diferente… No lo que pensamos que significa.

El no respondió. Dio un último bocado y soltó el bocadillo sin terminar. A pesar de la cantidad ingente de material que habían desenterrado, seguían sin estar más cerca de encontrar el motivo del abandono de Oberhochwald. Reflexionó un rato al respecto.

«Renunciad a ellos igual que nosotros renunciamos al suelo impío de Teufelheim.» En su último año de existencia, Oberhochwald era una aldea corriente. Sin embargo, una generación más tarde se consideraba el Hogar del Diablo.

No se daba cuenta, pero estaba tanteando lo desconocido (la esencia del asunto todavía era un misterio) y necesitaría un poco de magia para descubrirlo.

XVII. ABRIL/MAYO DE 1349

Hasta el Domingo de Rogativas

En primavera, parecía que los krenken siempre habían estado allí. Se habían implicado en las rivalidades, los ritmos, las amistades y los celos de la aldea y el señorío, y habían empezado a participar en ceremonias y festejos. Tal vez, al estar privados de la compañía de los suyos, su instinctus los impulsaba a buscar ese consuelo. Cuando Franzl Nariz-larga fue herido por caballeros forajidos acampados en una cueva al pie del Feldberg, dos krenken usaron sus arneses voladores para buscar a los forajidos, aunque sin ningún éxito.

—Hombres de Von Falkenstein —le dijo Max a Dietrich más tarde—, que huyeron a los bosques cuando cayó la Roca. Creía que habían escapado hacia Breitnau.

El golpe de Shepherd, tan largamente esperado, se produjo un domingo. Muchos krenken, a través de una traducción demasiado literal, habían esperado que el señor-del-cielo llegara en Pascua y los rescatara, y después se sintieron muy desalentados. Shepherd (que no lo había interpretado mal) había situado cuidadosamente a su gente esperando esta decepción. Se había insinuado a Herr Manfred, siempre entre los labios de Gschert y el oído de Manfred. Pretendía que Manfred se acostumbrara a escuchar sus consejos además de los de Gschert… para, al final, sustituirlos. Manfred, que no desconocía las intrigas de sus vasallos, era claramente consciente de sus maniobras.

—Está pensando en deponerlo —le dijo a Dietrich una tarde cuando paseaban con Max por las murallas del castillo—. Como si mi juramento para protegerlo no significara nada.

—Ella me dijo que los krenken juegan entre sí a un juego de posición y maniobra —dijo Dietrich—. Creo que está aburrida y esto alivia su tedio. Un pueblo curioso.

—Un pueblo paciente —respondió Max—. Dios puede haberlos creado para tender emboscadas o trabajar como centinelas; pero para las intrigas, el italiano más tonto podría dejarlos en calzones.

Shepherd pareció molesta cuando Manfred rechazó su toma de poder y asignó guardias al barón Grosswald. Dietrich no estaba seguro de hasta qué punto serían un gran obstáculo si Shepherd llevaba su golpe al límite, pero los krenken no parecían querer enfadar a su anfitrión. La mayoría de los peregrinos y uno de los filósofos de Kratzer declararon su lealtad a Shepherd, quien al final optó por la secesión.

Gschert se acostumbró al papel de Herr de los krenken y capeó el temporal, como suele decirse, aunque la secesión, primero de Hans y sus compañeros y luego de Shepherd y sus peregrinos, redujo bastante su poder. La mayor parte de los miembros de la tripulación permanecieron leales a él, y tal vez se había convencido a sí mismo de que era debido a su autoridad. A veces se le veía de pie en el parapeto del castillo, quieto como una roca, contemplando el mundo con aquellos grandes ojos amarillos y pensando nadie sabía en qué. Dietrich nunca penetró la conciencia de aquel señor cruel y arrogante.

Mayo brotó a partir de las lluvias de abril, y las flores silvestres motearon los prados y bosques. El olor intenso de la savia y la fragancia de los tréboles llenaban el aire. Abejas diligentes revoloteaban entre las flores, molestando a los osos recién despiertos. Pero en la perpetua lucha por la miel entre el oso y las abejas, eran los hombres quienes ponían el equilibrio, pues cazaban a uno y criaban a las otras.

En la noche de Valpurgis, las hogueras iluminaron las cimas de las montañas para asustar a las brujas. Como dictaba la costumbre, Manfred se pasó el día jugando con los hijos ilegítimos de los aldeanos, mientras esos mismos aldeanos bailaban alrededor de postes adornados y saltaban las hogueras y aseguraban un jugoso suministro de esos niños para años futuros.

Dietrich y Hans estaban sentados en el prado de la iglesia, contemplando la celebración.

—Se dice que la antigua raza pelirroja que una vez poseyó estas tierras encendía esas hogueras para señalar la mitad de la primavera.

—La gente que llamas paganos —dijo Hans.

—Un tipo de paganos. Los romanos habían dejado atrás esas frivolidades, uno de los motivos por los que cayó su imperio. Era demasiado serio para durar.

—Entonces los cristianos tomaron estas costumbres de los paganos.

Dietrich sacudió la cabeza.

—No, los paganos se convirtieron en cristianos y, simplemente, conservaron sus costumbres. Por eso, igual que los romanos, hacemos regalos en Navidad y, como los germanos, decoramos árboles en las ocasiones festivas.

—Y como la raza pelirroja, encendéis hogueras y bailáis alrededor de postes. —Hans separó los labios—. Supervisar vuestras costumbres era el gran trabajo de Kratzer y yo tengo la frase en mi cabeza de que este ejemplo le complacerá. Tal vez… —Se envaró un momento—. Tal vez lo visite.

Abajo, entre los celebrantes, el filósofo trabajaba con ahínco con su aparato fotografik.

El Domingo de Rogativas, Hans y los otros krenken enfeudados se unieron a los aldeanos en la procesión anual del señorío. Dietrich los guió después de misa, vestido con una capa verde y agua bendita en un cubo de latón con la imagen grabada de un manantial brotando de una roca. Tras él, en orden de precedencia, marchaban Klaus y Hilde, luego Volkmar y sus parientes y los otros ministeriales de ese año, y detrás la masa de aldeanos, doscientas personas, charlando y riendo, con niños correteando entre ellos de manera tan azarosa y ruidosa como las abejas en los prados. Hans y Gottfried caminaban junto a Dietrich. Gottfried llevaba el hisopo y Hans el cubo.

Pero Dietrich recordaba cuando la niña Theresia había resbalado con aquel mismo hisopo en la mano y Lorenz el herrero llevaba el cubo y sostenía la capa. ¿Había tomado Gottfried el antiguo trabajo de Lorenz igual que había tomado su nombre? Ahora Theresia iba, temerosa, a la cola de la procesión.

Manfred los escoltaba a lomos de un palafrén blanco a quien habían trenzado la crin y habían perfumado y adornado con violetas frescas. Con él iban Eugen y Kunigunda y, en un pequeño poni blanco, la pequeña Irmgard, vestida con una saya de encaje, símbolo de castidad, y con el pelo suelto hasta la cintura. Kunigunda, ahora casada, llevaba el pelo recogido bajo una toca. Everard caminaba con su esposa Yrmegard y su hijo Witold unos cuantos pasos por detrás del grupo de su Herr.