—No es más noble por pisar la mierda de su señor —le susurró Klaus a su esposa, tan fuerte que Yrmegard frunció el ceño y agarró el brazo de su marido.
Dietrich ya le había explicado a Hans que aquella era una ceremonia sólo para la familia, y por eso Joachim, como los soldados del Burg, se habían quedado atrás. Sin embargo, Kratzer y unos cuantos peregrinos los seguían con sus aparatos fotografik.
El terreno estaba todavía húmedo por las lluvias de la semana anterior, y pronto calzas y zapatos estuvieron manchados y el caballo de Manfred salpicado de barro hasta el jarrete. Cada vez que llegaban a un indicador de los límites, Richart Schulteiss lo señalaba y los padres arrojaban a sus hijos a tal arroyo o les daban un cabezazo contra tal árbol entre risas y repetidas demandas de «¡hazlo otra vez!» de la concurrencia.
—Una curiosa costumbre —dijo Hans mientras avanzaban—. Sin embargo, se entiende. No se puede amar un mundo. Es demasiado grande. Pero una mota de terreno, hasta donde puede ver el ojo, sí que puede ser considerado precioso por encima de todo lo demás.
Después de detenerse a comer a mediodía, y de hacer los curiosos una visita al navío krenk, los aldeanos salieron por el otro lado del Bosque Grande, donde el terreno caía bruscamente hacia el camino del valle del Oso. Manfred se había detenido junto a un saliente de roca para ensayar el descenso cuando de repente alzó una mano.
—¡Silencio!
El parloteo de los campesinos dio paso a gritos de «¡silencio ahí!» y «¡el Herr quiere silencio!», hasta que sólo se oyeron la suave brisa y el rumor de las ramas del bosque que tenían detrás. Everard iba a decir algo, pero el Herr lo hizo callar con un gesto.
Finalmente, lo oyeron: el tañido de una campana lejana.
Era una sola nota, tocando lentamente, apenas perceptible, como una hoja traída por el capricho de los vientos.
—¿Ya es el ángelus? —preguntó alguien.
—No, el sol está aún demasiado alto.
—Demasiado grave para que sea la campana de Santa Catalina. ¿Es la de San Pedro?
—La de San Wilhelm, creo.
—No, en San Wilhelm suenan tres campanas.
Entonces el viento cambió y el débil sonido se apagó. Manfred siguió prestando atención, pero no se repitió.
—¿De quién era esa campana? —le preguntó a Dietrich.
—Mein Herr, no la he reconocido. San Blasien tiene una campana llamada Paternoster, pero es más aguda de tono. Creo que era más lejana que las que normalmente oímos y algún viento extraño la ha traído a nuestros oídos.
Manfred miró hacia Suiza, la dirección de donde parecía proceder el tañido.
—¿Basilea, tal vez?
—¡Humo! —exclamó Hans—. Y cinco jinetes.
Everard saltó a un peñasco y se hizo pantalla con las manos.
—El monstruo tiene razón. ¡La granja de Altenbach está ardiendo! Una nube de polvo se mueve hacia el nordeste. Hay cinco jinetes —añadió mientras se bajaba de la piedra—. Aceptaré la palabra del ojos de insecto.
Manfred ordenó a sus siervos de todo el valle que ayudaran a apagar el fuego. Hans llamó al otro krenk bautizado a su lado. Después de señalar y chasquear un rato, Beatke y él fueron dando saltos hacia la granja de Altenbach, mientras Gottfried y otro saltaban hacia el bosque, hacia el navío naufragado. El quinto no supo qué hacer.
—¿Cómo pueden saltar tanto? —se preguntó Klaus, pues era la primera vez que veía a los krenken en campo abierto—. ¿Llevan botas de siete leguas?
—No —explicó Dietrich—. Los seres hechos de tierra se mueven naturalmente hacia el centro de la Tierra. Pero estos seres son atraídos con menos fuerza porque vienen de una tierra diferente. Hans me dijo que en el lugar de donde proceden su peso, o gravitas, era mayor que aquí.
Klaus gruñó, poco convencido, y echó a andar tras los demás. Dietrich agarró a Theresia por la muñeca.
—Ven, los Altenbach pueden necesitar tus ungüentos.
Pero ella se zafó.
—¡No mientras ellos estén aquí!
Dietrich tendió la mano.
—¿Me prestarás entonces tu zurrón? —Como Theresia no se movía, él susurró—: Y así lo vemos. Primero te apartas de estos extranjeros de más allá del firmamento; luego te apartas de ayudar a tu propia gente. ¿Te enseñé eso desde la infancia?
Theresia le entregó su bolsa.
—Tomad. Cogedla. —Y entonces se echó a llorar—. Cuidad de Gregor. Ese grandullón necio arriesga su alma.
Mientras Dietrich echaba a correr, Gottfried y Winifred pasaron por encima de él con sus arneses voladores y cubos metálicos de algún tipo colgando de ellos. Al mirar atrás, Dietrich distinguió al pequeño grupo de aldeanos que se quedaban. Theresia. Volkmar Bauer y sus parientes. Los Ackermann. Y uno de los krenken. ¡Bueno, no hacían falta doscientos hombres para apagar un único fuego! Sin embargo, corriendo a su lado estaban Nickel Langermann y el hijo de Fulk Albrecht… ¡e incluso Klaus Müller!
—Altenbach me deberá un favor por esto —dijo sonriendo Nickel—. Nunca viene mal que un campesino rico esté en deuda contigo.
—Agárrate los calzones y date prisa —dijo Fulk—, o el fuego estará apagado antes de que lleguemos.
Cuando, sin aliento, Dietrich llegó a la granja, Manfred se reunió con él en la puerta.
—Necesita tu sacramento, pastor —dijo, con una voz tan afilada como el pedernal.
Dietrich entró en la casita llena de humo, donde los krenken apagaban las llamas con una espuma que bombeaban de sus curiosos cubos. En el suelo de tierra estaba sentado Altenbach con las manos sobre la cintura, como si hubiera tomado una buena comida que lo hubiera dejado satisfecho. Tras él, una mujer lloraba. Cuando vio a Dietrich, Altenbach sonrió.
—Gracias a Dios que venís a tiempo —dijo—. No quería que ella hiciese su viaje sola. Perdonadme mis pecados, pero que sea rápido.
Dietrich vio la sangre manando entre los dedos.
—¡Eso es un corte de espada! —dijo. «Y además fatal.» Esto no lo expresó en voz alta, aunque sospechaba que Heinrich lo sabía.
—Creía que dolería más —dijo el campesino—. Pero siento frío, como si tuviera el invierno en el vientre. Padre, me he acostado con Hildegarde Müller y una vez golpeé airado a Gerlach Jaeger…
Dietrich se acercó más para que los demás no pudieran oír la confesión. En su mayor parte, los pecados del hombre habían sido provocados solamente por breves pasiones. No había auténtica maldad en él, sólo el testarudo orgullo que lo había mantenido apartado de los demás. Dietrich trazó la señal de la cruz sobre la frente del moribundo con su propia saliva y le ofreció las palabras del perdón de Dios.
—Gracias, padre —susurró Heinrich—. Me apenaría que estuviera sola en el cielo. Ella estará con Dios, ¿verdad, padre? Su pecado no la condena.
—¿Su pecado…?
Dietrich alzó la cabeza y buscó en la habitación a la esposa de Altenbach, y vio que la mujer que lloraba en el rincón era Hilde Müller. A su lado, Gerda Altenbach yacía con la garganta abierta y la ropa arrancada, aunque ahora una manta cubría su decencia.
—No —le dijo al moribundo—. No cometió ningún pecado sino que pecaron contra ella, como enseñó santo Tomás.
Altenbach se relajó.
—Pobre Oliver —dijo. —Tus hijos son Jakop y Jaspar, ¿no?
—Valientes muchachos —susurró—. Defienden a su madre…
Entonces entregó su alma. Cuando sus manos cayeron, las entrañas se le desparramaron.
—Todos muertos —dijo Manfred desde la puerta, y Dietrich se volvió hacia él—. Los dos muchachos están en el patio.