La mirada del Herr se volvió hacia Gerda, se posó luego en Heinrich.
—Había un Gärtner que trabajaba para él. Se hace llamar Nymandus. Se escondió tras la pila de leña y lo vio todo. Trató de escapar de mí, así que debe de haber huido del señorío de alguien. ¡«Nymandus», vaya nombre! Poco me importaría enviarlo de vuelta. Vio a cinco hombres armados, pero muy harapientos, así que supongo que eran los forajidos de la Roca del Halcón que se encontró Nariz-larga. Violaron a la esposa de Altenbach, lo mataron a él y a sus hijos, se hicieron con las gallinas y los cerdos. Creo que la comida era su objetivo. Nymandus dijo que el líder tenía el pelo rojo, así que es posible que se trate del Burgvogt de la atalaya de Falkenstein.
El Herr suspiró profundamente y salió al patio. Dietrich lo siguió.
—Enviaré a Max —dijo Manfred—, pero hay demasiadas cañadas y prados en esas montañas, y una banda pequeña puede acechar sin ser vista durante mucho tiempo. Dietrich… —Vaciló—. El hijo del panadero estaba con ellos.
—Oh. Así que a eso se refería Heinrich.
—Nymandus oyó a su amo llamar al muchacho por su nombre. Acaba de ahorcarse con toda certeza, el idiota. Sólo falta capturarlo y una cuerda recia.
—Las malas compañías lo han descarriado…
—Lo han llevado al patíbulo. El hijo mayor de Altenbach (Jakop. ¿no?), lo atacó con una hoz y le abrió la mejilla. —Hizo una pausa, quizá reflexionando sobre una herida similar obtenida por Eugen de manera más honorable—. Y fue Oliver quien lo mató.
Dietrich había visto a los dos muchachos caídos en el granero, una hoz ensangrentada en la mano del hermano mayor. ¿Se había imaginado Oliver que era un caballero enzarzado en una batalla? Poseía una viva imaginación, capaz de imponer sus frutos en el mundo que lo rodeaba. Ahora era un asesino de niños. Dietrich susurró una oración: por Jakop y Jaspar, por Heinrich y Gerda, y por Oliver.
—Ja —dijo Manfred, advirtiendo el gesto—. No sé si el pobre Altenbach los vio caer. Espero que muriera pensando que sus hijos transmitirían su sangre.
En el silencio que siguió, se oyó una vez más el sonido de la lejana campana. Dietrich y Manfred se miraron, pero ninguno dijo lo que ambos pensaban que presagiaba.
XVIII. JUNIO DE 1349
Hora tercia, en la conmemoración de Efraím de Siria
Llegó junio y, en la eterna rueda de las estaciones, los campos de invierno fueron cosechados y se aró el barbecho para la siembra de septiembre. La mitad de los días de arado se dedicaban a las tierras del Herr, así que, aunque el Weistümer marcaba el descanso al atardecer, los arrendatarios libres se dedicaban entonces a arar sus propias parcelas para compensar el tiempo perdido. Uno de los bueyes de Trude Metzger se había muerto la semana anterior, así que tuvo que poner a una vaca en la yunta, aunque con una marcada falta de entusiasmo por parte del animal.
Dietrich y Hans observaban trabajar a los aldeanos desde una losa de granito, en la linde del Bosque Grande. En las grietas de la roca, Dietrich tomó nota de dónde estaban las grandes dalias azules y decidió contárselo a Theresia. Cerca, el arroyo que corría junto al campamento krenk se precipitaba hacia el valle.
—¿Qué alimentos crecen en vuestro país? —preguntó Dietrich—. Deben de diferir de los que cultivamos aquí.
Hans parecía uno con la piedra de granito en la que estaba sentado. La absoluta inmovilidad ocasional de los krenken ya no asustaba a Dietrich, pero seguía sin comprender qué significaba esa costumbre.
Entonces las antenas de Hans se agitaron y dijo:
—Los términos no encajan bien, pero nosotros cultivamos plantas muy parecidas a vuestras uvas y habas y nabos y coles. Vuestro «trigo» es algo extraño para nosotros; e igualmente nuestros alimentos incluyen algunos que son extraños para vosotros. ¡Hojagrande! ¡Docetallos! ¡Ach! ¡Cómo anhela mi garganta su sabor!
—Tal vez los pruebes pronto. ¿Está vuestro navío preparado pan partir ya?
Hans separó los labios blandos.
—¿Te cansas de mi compañía?
—De eso nunca, pero habrá… dificultades si os quedáis mucho más tiempo.
—Sí. He oído que te relacionas con demonios. —Los labios de Hans se abrieron e hizo gestos amenazadores—. Tal vez tendría que volar hasta Estrasburgo y asustar al obispo para que se rinda.
—Por favor, no lo hagas.
—Tranquilo. Pronto, vuestros «demonios» ya no os molestarán más.
Se inclinó hacia delante, como dispuesto a saltar, y extendió el brazo.
—Veo movimiento en el camino del valle del Oso.
Dietrich se protegió los ojos para calibrar la distancia.
—Polvo —dijo por fin—. Usa tu hablador-lejano y alerta al barón Grosswald. Me temo que debe esconder a su gente una vez más.
Al principio, los viajeros eran sombras contra el sol poniente, y Dietrich, que esperaba en el camino a lomos de su rocín, oyó el cansino sonido de cascos y los gemidos de la carreta antes de discernir sus rasgos. Pero al acercarse, vio que el hombre que montaba la jumenta llevaba un talith bordado y su largo pelo gris con elaborados tirabuzones. No hacía falta ninguna estrella amarilla en su capa para identificarlo. Un segundo hombre, mal vestido y de rasgos más afilados y tez más oscura, con dos gruesas y oscuras trenzas, ocupaba el pescante de la carreta con resignación de sirviente. El toldo del vehículo protegía a dos mujeres ataviadas con velos.
El judío advirtió la sotana de Dietrich y dijo, con una levísima inclinación de cabeza:
—Paz a mi señor.
Dietrich sabía que los judíos, que eran observadores estrictos de su Ley, tenían prohibido saludar o devolver el saludo a un cristiano, y por eso con «mi señor» el hombre se refería en su corazón a su propio rabino y no a Dietrich. Era una hábil estratagema con la cual podía cumplir las innumerables leyes de su tribu y respetar las convenciones de la cortesía.
—Soy Malacai ben Schlomo —dijo el viejo—. Busco las tierras del duque Albrecht. —Tenía acento español.
—El duque tiene un feudo cercano llamado Niederhochwald —le respondió Dietrich—. Éste es el camino de Oberhochwald, del mismo Herr. Os llevaré con él, si os place.
El hombre se frotó los dedos, un gesto que indicaba que los guiara, y Dietrich volvió su caballo hacia la aldea.
—¿Venís de… Estrasburgo? —preguntó.
—No. De Regensburgo.
Dietrich se volvió hacia él, sorprendido.
—Si buscáis las tierras de Habsburgo, habéis venido por el camino equivocado.
—Tomo los caminos que puedo —le dijo el viejo a Dietrich.
Dietrich llevó al judío al Hof de Manfred, donde contó su historia. El libelo sangriento había provocado algaradas en Bavaria y Malacai se había visto obligado a huir, pues habían quemado su casa y saqueado sus posesiones.
—¡Es infame! —exclamó Dietrich.
Malacai inclinó la cabeza.
—Eso sospechaba; pero gracias por la confirmación.
Dietrich ignoró el sarcasmo y Manfred, muy afectado por las penalidades del hombre, le hizo diversos regalos y lo condujo personalmente a la mansión de Niederhochwald, donde Malacai esperaría a que una partida de los hombres del duque lo escoltara a salvo a través de Bavaria hasta Viena.
El único lugar de Oberhochwald donde los judíos no podrían entrar era en la iglesia de Santa Catalina, así que muchos krenken se habían ocultado allí. Dietrich, cuando entró para preparar la misa, distinguió los brillantes ojos de los krenken encaramados a las vigas. Se encaminó a la sacristía y Hans y Gottfried lo siguieron.