La inquietud era tan palpable que Dietrich la consideró auténtica.
—¿Por qué?
—Porque… va contra Ley que nosotros caminemos cerca de casa de… de tilfah.
—¿De veras? Entonces ¿porqué no te repugna?
El criado se estremeció.
—Honorable, yo ser un villano de baja cuna, no tan puro y santo como mi amo. ¿Qué puede repugnarme?
¿Era ironía lo que Dietrich oía en aquella voz? Casi sonrió.
—Explícate.
—Oigo hablar de ellas, las tallas, a los criados del Hof y he pensado venir aquí. Nosotros tenemos prohibido hacer imágenes, pero yo amar la belleza.
—Por Sus heridas, creo que dices la verdad. —Dietrich se enderezó y soltó la manga del hombre—. ¿Cómo te llamas?
El hombre se quitó el sombrero.
—Tarkhan Hazer ben Bek.
—Un nombre muy largo para un hombre tan pequeño.
Tarkhan llevaba un escapulario adornado con borlas bajo su burdo atuendo, y sus gruesas trenzas no se parecían a los delicados rizos de su amo.
—Tú no eres español.
—Mi pueblo ser del Este, de las fronteras de Letts. ¿Tal vez conoces Kiev?
Dietrich negó con la cabeza.
—¿Está lejos ese Kiev tuyo?
Tarkhan sonrió tristemente.
—En el borde del mundo. Una vez fue una poderosa ciudad de mi pueblo, cuando teníamos el Imperio Dorado. Ahora, ¿quién soy yo cuyos padres fueron una vez reyes?
A Dietrich le hizo gracia.
—Te invitaría a mi mesa, y así aprendería de ese Imperio Dorado, pero temo que te contamines.
Tarkhan cruzó las manos sobre el pecho.
—Los poderosos, como mi amo, ser tan puros que incluso cosas pequeñas los contaminan. Ahora piensa que demonio de ojos dorados lo observa y pasea el sello de Salomón por las habitaciones. Pero yo, ¿qué importa? Además, los buenos modales nunca contaminan.
La mención de los demonios de ojos dorados dejó a Dietrich momentáneamente sin habla. ¿Habían ido los krenken al Bosque de Abajo para observar a ese exótico extranjero?
—Yo… creo que tengo gachas, y un poco de cerveza. No puedo situar tu acento.
—Eso ser porque mi acento no tiene lugar. En Kiev, hay judíos y rusos, polacos y letones, turcos y tártaros. ¡Es extraño que yo mismo me entienda!
Siguió a Dietrich a la rectoría, donde Joachim acababa de colocar dos cuencos de gachas en la mesa. Se sorprendió, y Tarkhan le dirigió una sonrisa cautelosa.
—Yo haber oído tu prédica.
—No soy amigo de los judíos —replicó Joachim.
Tarkhan se encogió de hombros, fingiendo asombro. Joachim no dijo nada más, pero tomó un tercer cuenco y un poco de pan de la cocina. Lo dejó sobre la mesa, justo fuera del alcance de Tarkhan.
—No me extraña —le aseguró el judío a Dietrich mientras recogía su comida— que a veces los queméis.
—No te pases de listo —susurró Dietrich.
Cada uno rezó a su modo. Por encima del golpeteo de las cucharas de madera en el cuenco de madera, Tarkhan dijo:
—Los criados del Hof decir que eres hombre sabio, mucho viaje, y naturaleza estudiosa.
—Fui estudiante en París. Buridan fue mi maestro. Pero de esa Kiev no sé nada.
—Kiev, ciudad comercial. Muchos vienen y van, y eso me maravilla cuando soy niño. Acepto servicio con Ben Schlomo porque él viaja, así que yo ver muchos sitios. —Extendió las manos—. Así, sé que prohibe el maimonismo. Dice que el consejo de rabinos declaró hace cuarenta años que ser scientia no adecuado para los judíos. Talmud único que debe estudiarse. ¿Tengo que saberlo yo? Pregunto dónde en el Talmud está escrito, y él me dice que sólo los puros poder estudiar Talmud… y yo no serlo. ¡Oy!—Alzó los ojos al cielo en silenciosa súplica… o reproche.
Joachim gruñó.
—Tu amo tiene razón en lo de la vanidad del conocimiento del mundo, pero se equivoca en qué libro hay que estudiar.
El judío tomó otra cucharada de gachas.
—Allá donde voy, oigo esto. En tierras musulmanas, también, pero allí, sólo el Corán adecuado para estudio.
—Los musulmanes fueron unos sabios maravillosos en otros tiempos —dijo Dietrich—. Y he oído hablar de vuestro Maimónides… Un gran erudito como nuestro Tomás y el sarraceno Averroes.
—El amo llama a los maimonistas peores herejes que los samaritanos. «Destruirlos, quemarlos y aniquilarlos a todos», dice. Es idea popular, pienso, para toda la gente. Musulmanes también. —Tarkhan se encogió de hombros—. ¡Oy! Todo el mundo persigue a los judíos. ¿Por qué no otros judíos? Maimónides mismo tuvo que huir de Córdoba porque los rabinos hispanioles lo persiguen. Hasta que amo decirlo —añadió—, yo nunca oír hablar de él. ¿Cómo voy a seguir a un maestro del que nunca oigo?
Dietrich se echó a reír.
—Para ser judío, eres un hombre de ingenio.
La sonrisa de Tarkhan se desvaneció.
—Sí. «Para ser judío.» Pero encuentro lo mismo en todas las tierras. Algunos hombres sabios, otros tontos; algunos malvados, otros buenos. Algo de todo, a veces. Yo digo que el cristiano puede estar a salvo en su religión, igual que el judío en la suya, o el musulmán en la suya. —Hizo una pausa—. El amo nunca os va a decir esto, pero escapamos de Regensburgo porque los gremios toman armas y luchan contra los que matan judíos. En esa ciudad cayeron doscientos treinta y siete gentiles.
—Que Dios los bendiga.
—Omayn.
—Ahora sentémonos junto a la chimenea y oigamos de ese Imperio Dorado —dijo Dietrich, mientras llevaba los cuencos a una mesa aparte.
El judío se encaramó a un taburete mientras Dietrich agitaba los leños para avivar las llamas. Fuera, el viento gemía y las ventanas de la tarde se oscurecían con las nubes.
—Esta historia de antiguos tiempos —dijo Tarkhan—, ¿cuánto será verdad? Pero es buena historia, así que no importa. En antiguos tiempos, al norte de Persia, viven Judíos de la Montaña, tribu de Simeón, puestos allí por Assurim. Pero muchas leyes olvidaron hasta que el rey Josué encontró de nuevo el Talmud. Conocen a Elías y Amós, Micah y Nahum, pero llegan judíos de Babilonia y hablan de nuevos profetas: Isaías, Jeremías, Ezequiel. Entonces los turcos paganos se pasan al Dios Uno. Juntos creamos Imperio Dorado. Nuestros mercaderes van a l'Stamboul, Bagdad, incluso Catay.
—Mercaderes —dijo Joachim, que había fingido no estar escuchando—. Teníais mucho oro, entonces.
—Entre los turcos cada dirección tiene color. Sur blanco, oeste dorado, y la mayoría de los turcos eran entonces kázaros. Itli Kan nombra siete jueces. Dos juzgan a nuestro pueblo según el Talmud; dos juzgan a los cristianos; dos juzgan a los musulmanes según shari'a. Séptimo juez, a los paganos, que adoraban el cielo. Muchos años nuestro kan combate árabes, búlgaros, griegos, rusos. Lo veo en libro antiguo, caballero judío en cota de malla cabalgando poni de las estepas.
Dietrich se lo quedó mirando asombrado.
—¡Nunca he oído hablar de ese imperio!
Tarkhan se golpeó el pecho.
—Como a todos los orgullosos, el Señor nos hizo caer. Los rusos toman Kiev e Itli. Todo eso sucede hace mucho tiempo, y casi todo se ha olvidado, excepto algunos, como yo, que aman las viejas historias. La tierra la gobiernan ahora mongoles y polacos; y yo, cuyos padres fueron reyes, debo servir a prestamista hispaniol.
—No te gusta Malacai —aventuró Dietrich.
—A su madre le parece raro. Judíos hispanioles orgullosos, con extrañas costumbres. ¡Comen pasteles de arroz en Pascua!
Cuando Dietrich acompañó más tarde a la puerta a Tarkhan, dijo:
—Ha oscurecido. ¿Encontrarás Niederhochwald?