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El judío se encogió de hombros.

—El mulo puede. Yo cabalgo con él.

—Me gustaría… —Dietrich echó atrás la cabeza y contempló un instante las estrellas—. Me gustaría darte las gracias. Aunque nunca le he deseado a tu pueblo ningún daño, nunca antes he visto a ningún judío como hombre. Siempre era «un judío es un judío».

Tarkhan frunció el ceño.

—Cierto. Pero para nosotros, griego y romano notzrim son lo mismo.

Dietrich recordó entonces que los krenken le habían parecido todos iguales al principio.

—Es la extrañeza —dijo—. Igual que los árboles de un bosque lejano se mezclan en un todo indiferenciable, las singularidades de los desconocidos se difuminan cuando su aspecto o sus costumbres se apartan de las nuestras.

—Puede que tengas razón —dijo Tarkhan ben Bek—. El amo ha viajado muchos años, sólo ve contaminación. Aunque el amo piensa que te haber visto antes, cuando era mucho más joven.

La inquietante idea de que lo hubieran reconocido no abandonó a Dietrich, y agradeció que Malacai estuviera segregado en el Bosque de Abajo. No volvería a ver a Dietrich antes de partir hacia Viena.

A mediodía del Día de San Bernabé, un jinete solitario a lomos de un mulo y vestido con la túnica marrón de los minoritas llegó por el camino de San Wilhelm y entró en la mansión.

—No volveré —replicó Joachim cuando Dietrich le mencionó al forastero—. No cuando el prior de Estrasburgo es un servil conventual que ha olvidado toda la humildad que enseñó Francisco.

Más tarde, cuando se disponía a limpiar la iglesia, señaló el valle que separaba las dos colinas.

—Viene hacia aquí. Si es un conventual, no besaré su peludo…

El monje desconocido estudió la cima de la colina de la iglesia, deteniéndose al ver que lo observaban. No parecía haber cara dentro de la capucha, sólo un vacío negro, y a Dietrich se le ocurrió que era la Muerte que venía con una docena de años de retraso y serpentaba por la montaña en su busca. Entonces un destello blanco apareció dentro de la sombra y Dietrich advirtió que era sólo el ángulo del sol que había hecho que la capucha pareciera tan vacía. Inmediatamente, otra aprensión se apoderó de éclass="underline" que el jinete fuera un exploratore enviado por el obispo de Estrasburgo para interrogarlo.

Su inquietud creció a medida que el inexorable mulo subía la colina. El jinete se echó atrás la capucha, revelando un rostro delgado, largo de barbilla y coronado por un laurel de pelo blanco revuelto. Tenía algo de zorro y algo de ciervo sorprendido por el cazador, y sus labios parecían los de un hombre que acaba de confundir el vino con una jarra de vinagre viejo. Aunque el tiempo lo había envejecido y enflaquecido más que nunca y había moteado su piel pálida de norteño, veinticinco años desaparecieron en un parpadeo y Dietrich dejó escapar un suspiro de sorpresa y deleite.

—¡Will! —dijo—. ¿Eres tú de verdad?

Y Guillermo de Ockham, el venerabilis inceptor, inclinó la cabeza con burlona humildad.

Resignados ya por las periódicas intrusiones de desconocidos, los krenken habían abandonado los espacios públicos; pero tal vez se habían aburrido y jugaban a un precario juego del escondite, manteniéndose apartados de la vista en vez de quedarse en el Bosque Grande. Mientras Dietrich escoltaba a su visitante por la aldea, advirtió, con el rabillo del ojo, el súbito salto de un krenk de un escondite a otro.

Las paredes de la iglesia dejaron mudo a Will Ockham, una hazaña que ningún Papa había conseguido todavía. Se quedó plantado un rato delante de ellas antes de empezar a recorrer el edificio, dejando escapar exclamaciones de deleite ante las blemyae, alabando el árbol de la perdición y el dragón.

—¡Deliciosamente pagano! —exclamó.

Dietrich tuvo que explicarle algunas cosas: los Aschenmännlein, los hombrecitos de ceniza del bosque de Siegmann, o los Gnurr del valle del Murg, que parecían brotar de la madera misma. Dietrich nombró a los cuatro gigantes que sostenían el tejado.

—Grim y Hilde y Sigenot y Ecke…, los gigantes que mató Dietrich de Berna.

Ockham ladeó la cabeza.

—¿Dietrich, dices?

—Un héroe popular en nuestras historias. Observa a Alberich el enano en el pedestal de Ecke. Le mostró al rey Dieter el cubil donde vivían Ecke y Grim. A los gigantes no les gustan los enanos.

Ockham pensó en ello un momento.

—Yo creía que ni siquiera reparaban en ellos. —Siguió observando al enano—. Al principio, me ha parecido que hacía una mueca por el esfuerzo para sostener a la giganta; ahora veo que se ríe porque está a punto de hacerla caer. Astuto. —Estudió los Kobolds bajo los aleros—. ¡Ésas sí que son unas gárgolas exageradamente feas!

Dietrich siguió su mirada. Había cinco krenken encaramados desnudos bajo el tejado, petrificados en esa quietud preternatural en la que a veces caían. Fingían sostener el techo.

—Vamos —dijo Dietrich rápidamente, haciendo dar la vuelta a Ockham—. Joachim habrá preparado ya la comida.

Mientras se llevaba a su huésped, miró por encima del hombro y vio que uno de los krenken abría y cerraba sus labios blandos en una sonrisa krenk.

Dietrich y Ockham pasaron la noche conversando mientras cenaban pan moreno y queso y grandes cantidades de cerveza. Las noticias del gran mundo exterior llegaban a los altos bosques de labios de los viajeros; Ockham había estado en el centro de ese mundo.

—Me han dicho que has hecho las paces con Clemente —dijo Dietrich.

Will se encogió de hombros.

—Ludwig está muerto y Karl no quiere peleas con Aviñón. Ahora que todos los demás han muerto (Michael, Marsiglio y el resto), ¿por qué pretender que éramos el verdadero Capítulo? Devolví el sello de la orden, el que Michael se llevó cuando huimos. El Capítulo se reunió en Pentecostés y le contó a Clemente mi gesto, y Clemente mandó mensaje a Munich ofreciendo mejores términos de los que Jacques de Cahors ofreció jamás. Así que nos besaremos y fingiremos que todo va bien.

—Te refieres al papa Juan.

—El kaiser nunca lo llamó de otro modo más que Jacques de Cahors. Era un hombre religioso.

—¡Ludwig, religioso!

—Ciertamente. Creó su propio Papa y lo paseó por toda Italia. No se puede ser más religioso que eso. Pero cuando has dicho «caza» y «festines» y «torneos» has retratado al hombre en lo esencial. Oh, y al asegurar la buena fortuna de su familia. Un hombre sencillo, fácilmente guiado por sus consejeros, mucho más sutiles… Nunca habría entrado en Italia de no ser por las zalamerías de Marsiglio, pero su tozudez podía con el razonamiento más sutil. Karl, por otro lado, está mucho más interesado en las artes, y pretende que en Praga haya una universidad que rivalice con Montpellier o con Oxford, o con París mismo. Un lugar libre de las rígidas ortodoxias de los eruditos establecidos.

Se refería a los tomistas y averroistas.

—¿Un lugar donde puedan perseguir el nominalismo? —se burló Dietrich.

Ockham hizo una mueca.

—Yo no soy ningún nominalista. El problema de enseñar el Modo Moderno es que los eruditos menores, excitados por la novedad, rara vez se molestan en dominar mis reflexiones. Hay labios donde desearía de todo corazón que mi nombre no se hubiera posado nunca. Te digo, Dietl, que un hombre se vuelve hereje menos por lo que escribe que por lo que otros creen que ha escrito. Pero yo sobreviviré a todos mis enemigos. El falso papa Jacques está muerto, y también ese viejo necio de Durandus. Es de esperar que el odioso Lutterell los siga pronto. Atiende lo que te digo. Bailaré sobre sus tumbas.

—El «doctor moderno» era difícilmente un «viejo necio»… —aventuró Dietrich.