—¡Estaba en el tribunal que condenó mis tesis!
—El propio Durandus se enfrentó una vez al tribunal —le recordó Dietrich—. La revisión por los iguales es el destino de todos los filósofos que merecen ser leídos. Y ejerció su influencia favorablemente hacia dos de tus proposiciones.
—¡De cincuenta y seis a juicio! Ese favor insignificante es más insultante que la sincera hostilidad del odioso Lutterell. Durandus era un halcón que había decidido no volar. Habría sido menos necio si hubiera sido menos brillante. No se critica una piedra por caer. ¿Pero un halcón? Vamos, ¿a quién más conocimos en París?
—A Peter Aureoli… No, espera. Lo nombraron arzobispo, y murió el año antes de tu llegada.
—¿Suele ser tan fatal el arzobispado? —dijo Ockham, divertido.
—Tú y el Doctor Elocuente habríais encontrado que teníais mucho en común. Se afeitaba con tu navaja. Y Willi es ahora archidiácono en Friburgo. Le hice una pregunta este mercado pasado.
—¿Willi Jarlsburg? ¿El de los labios regordetes? Sí, lo recuerdo. Una mente de segunda fila. Y el cargo de archidiácono le viene bien, pues nunca le llamarán para que murmure un pensamiento original.
—Eres demasiado duro. Siempre me ha tratado con amabilidad.
Ockham lo observó un instante.
—Típico de su clase. Pero un hombre amable puede poseer un intelecto de segunda fila. No es ningún insulto. La segunda fila es mucho más de lo que consiguen la mayoría de los eruditos.
Dietrich recordó la habilidad de Ockham para refugiarse tras sus precisas palabras.
—El Herr me trajo un tratado de un joven estudiante de París, Nicholas Oresme, que tiene un nuevo argumento para el movimiento diurno de la Tierra.
Ockham se echó a reír.
—¿Así que sigues debatiendo la filosofía de la naturaleza?
—La naturaleza no se debate: se experimenta.
—Oh, sin duda. Pero Juan de Mirecourt… No habrás oído hablar de él. Lo llaman el Monje Blanco. Es capuchino, como puedes suponer. Sus proposiciones fueron condenadas en París el año pasado… No, fue en el cuarenta y siete, y por eso ahora lo conocemos como pensador de primera fila. Ha demostrado que la experiencia (evidentia naturales) es un tipo inferior de evidencia.
—Se hace eco de Parménides. Pero Albrecht dice que en las investigaciones sobre la naturaleza la experiencia es la única guía segura.
—No. La experiencia es una guía pobre, pues mañana puedes tener la experiencia contraria. Sólo esas proposiciones cuyo contrario se reduce a una contradicción, evidentia potissima, pueden ser sostenidas con certeza.
Ockham abrió las manos, esperando la contrarréplica.
—Una contradicción de términos no es el único tipo de contradicción —dijo Dietrich—. Sé que la hierba es verde por experiencia. Lo contrario puede ser falsificado por experientia operans.
Ockham se llevó la mano a la oreja.
—Tus labios se mueven, pero oigo la voz de Buridan. ¿Quién puede asegurar que, en algún lugar lejano, no hay hierba amarilla?
Dietrich se detuvo al recordar que, en la tierra krenk, la hierba era en efecto amarilla. Frunció el ceño, pero no dijo nada.
Ockham se puso en pie.
—Ven, vamos a probar tu proposición con una experiencia. El mundo gira, dices.
—Yo no he dicho que girara; sólo que, loquendo naturale, podría hacerlo. El movimiento de los cielos sería el mismo en cualquier caso.
—Entonces ¿por qué buscar una segunda explicación? ¿De qué serviría, aunque fuera cierta?
—La astronomía se simplificaría. Así, aplicando tu propio principio de la hipótesis mínima…
Ockham se echó a reír.
—Ah. ¡El argumento de la adulación! El argumento de más peso con diferencia. Pero nunca me he referido a las entidades de la naturaleza. Dios no puede ser contenido por la sencillez y puede elegir hacer algunas cosas simples y otras complejas. Mi navaja se aplica sólo al funcionamiento de la mente. —Iba ya hacia la puerta y Dietrich corrió a alcanzarlo.
En el exterior, Ockham estudió el cielo índigo.
—¿Dónde está el este? Muy bien. Apliquemos la experiencia. Ahora, si muevo mi mano rápidamente, así, siento el aire empujando contra ella. Así, si nos moviéramos hacia el este, debería sentir el viento del este en mi cara y… —Cerró los ojos y abrió los brazos—. No siento ningún viento.
Joachim, que subía la colina de la iglesia, se detuvo en el camino y se quedó mirando al sabio, que parecía haber adoptado la postura del Crucificado.
Ockham se volvió hacia el Bosque Pequeño.
—Ahora, si miro al norte… —Se encogió de hombros—. No siento ningún cambio en el viento, mire hacia donde mire. —Calló, expectante.
—Hay que disponer de la experiencia —insistió Dietrich— de modo que explique todos los asuntos que afectan a la conclusión, lo que Bacon llamó experientia perfectum.
Ockham extendió las manos.
—Ah, así que los sentidos comunes son insuficientes para este tipo tan especial de experiencia.
Sonriendo como si hubiera triunfado en un debate, regresó a la rectoría, con Dietrich de nuevo tras él. Joachim, que los seguía, cerró la puerta y se dispuso a servir una jarra de cerveza. Se sentó a la mesa junto a Dietrich y arrancó un trozo de pan de la hogaza y se puso a escuchar con una sonrisa.
Dietrich continuó con la discusión.
—Buridan consideró las objeciones a una Tierra giratoria en su vigésima segunda pregunta sobre los cielos, y encontró una respuesta para todas excepto una. Si el mundo entero se mueve, incluyendo la tierra, el aire, el agua y el fuego, no sentiríamos la resistencia del viento más que un bote que es llevado por la corriente siente el movimiento del río. La única objeción acuciante fue que una flecha lanzada hacia arriba no cae a la izquierda del arquero, cosa que haría si la Tierra girara bajo ella, pues una flecha se mueve tan velozmente que atraviesa el aire y, por tanto, no iría con él.
—¿Y ese Oresme ha resuelto la objeción?
—Doch. Considera la flecha en reposo. No se mueve. Por tanto, al principio ya sigue el movimiento de la Tierra y, cuando se suelta, posee dos movimientos: un movimiento rectilíneo, arriba y abajo, y un movimiento circular hacia el este. El maestro Buridan escribió que un cuerpo al que se imprime un movimiento continuará con su movimiento hasta que el impulso se disipe por la gravedad del cuerpo u otras fuerzas resistentes.
Ockham sacudió la cabeza.
—Primero la Tierra se mueve, luego se mueve la gente con ella para explicar por qué no tropieza constantemente; después el aire debe moverse con ella para responder a una segunda objeción; luego la flecha para responder a otra, y así sucesivamente. Dietl, la explicación más sencilla a por qué las estrellas y el Sol parecen girar alrededor de la Tierra es que giran alrededor de la Tierra. Y el motivo por el que no sentimos ningún movimiento de la Tierra es que la Tierra no se mueve. ¡Ah, Hermano Ángelus, por qué desperdiciar tus dotes con cosas tan triviales!
Dietrich se envaró.
—¡No me llames así!
Ockham se volvió hacia Joachim y dijo:
—Se dedicaba a sus lecturas antes de las campanadas de la mañana y continuaba haciéndolo a la luz de las velas después de las campanadas de la tarde, por eso los otros estudiantes lo llamaban…
—¡Ha pasado mucho tiempo desde entonces!
El inglés echó atrás la cabeza.
—¿Puedo seguir llamándote doctor seclusus? —Gruñó y fue a servirse otra jarra de cerveza.
Dietrich guardó silencio. Había pensado en compartir una idea fascinante y Will, de algún modo, había creado una disputatio. Tendría que haberlo recordado, de París. Joachim los miró a ambos. Ockham regresó a la mesa.