La tumba se encuentra en una región de la Selva Negra llamada Eifelheim.
La región es un denso bosque y los soldados se niegan a divulgar la localización exacta de la tumba con el argumento de que la curiosidad de los turistas ofendería a su ocupante. Esto conviene a los granjeros de las cercanías, que temen de un modo supersticioso el lugar.
A Monseñor Heinrich Lurm, portavoz de la diócesis de Friburgo de Bisgrovia, le preocupa que los buscadores de curiosidades puedan profanar el cementerio, a pesar de sus siglos de antigüedad. «Supongo que no se puede impedir que estos jóvenes crean lo que quieren creer —dijo—. Los hechos son mucho menos emocionantes que las fábulas.»
Monseñor también restó importancia a la posible relación entre la talla que los soldados han descrito y las historias locales de monstruos voladores llamados Krenkl. «Después de unos cientos de años de viento y lluvia, mi rostro no tendría tampoco buen aspecto. Si los soldados americanos contemporáneos pueden inventar historias sobre una talla, también pudieron hacerlo los campesinos alemanes.»
Sharon le devolvió el recorte.
—Aquí está tu respuesta. Krenkl. Tienen su propia versión del demonio de Jersey revoloteando por allí.
Él le dedicó una mirada compasiva.
—Sharon, es la Selva Negra. Hay en ella más demonios, fantasmas y brujas por kilómetro cuadrado que en ningún otro lugar del planeta. Estos «Krenkl voladores de Eifelheim» van de la mano del «demonio de Feldberg» y el «púlpito del diablo» y los refugios de brujas de Kandel y la cueva secreta de Tannhäusser y de todo lo demás. No, Schatzi. La historia se desarrolla por fuerzas materiales, no por creencias místicas. El abandono fue el origen de las historias, no al contrario. La gente no se despierta una mañana y decide de repente que el lugar en el que lleva viviendo cuatro siglos está de pronto verboten. Das ist Unsimi.
—Bueno… La Peste Negra…
Tom se encogió de hombros.
—Pero la peste hizo «causa común». Asoló todas las poblaciones. Sea cual sea la respuesta, tiene que explicar no sólo por qué Eifelheim fue abandonada para siempre, sino por qué sólo lo fue Eifelheim. —Se frotó los ojos—. El problema es que no hay datos. Nada. Nichts. Nichto. Nincs. Unas cuantas fuentes secundarias, nada contemporáneo a los hechos. La referencia más antigua que he encontrado es un tratado teológico sobre meditación, escrito tres generaciones más tarde. Está ahí. —Indicó con un dedo la carpeta.
Sharon vio una imagen escaneada de un manuscrito en latín. Ocupaba casi toda la página una D capitular rodeada por una greca de parras entrelazadas siguiendo una pauta compleja interrumpida aquí y allá por hojas y bayas, extraños triángulos y otras figuras geométricas. Una vaga sensación de déjà vu se apoderó de ella mientras la estudiaba.
—No es demasiado bonita —dijo.
—Feísima —dijo Tom—. Y el contenido es aún peor. Se titula «El alcance de otro mundo por medio de la búsqueda interior». Gottes Himmel, no estoy bromeando. Un rollo místico sobre una «Trinidad de Trinidades» y cómo Dios puede estar en todas partes en cualquier momento, «incluidos momentos y lugares que no podemos conocer excepto mirando en nuestro interior». ¡Pero…! —Tom alzó el dedo índice—: el autor atribuye las ideas, cito textualmente, «al viejo cantero Seybke, cuyo padre conoció personalmente al último pastor del lugar que llamamos Eifelheim». Fin de la cita. —Se cruzó de brazos—. ¿Qué te parece como dato de primera mano?
—Qué forma tan curiosa de expresarlo. «El lugar que llamamos Eifelheim.» —Sharon pensaba que Tom estaba alardeando, además de quejándose, como si hubiera acabado por amar aquella pared de ladrillo contra la que se daba cabezazos. Le recordaba a su madre, quejándose constantemente de su salud. No le gustaba estar enferma, pero no dejaba de enorgullecerse de lo insoportables que eran sus enfermedades.
Sharon repasó las páginas, preguntándose si había algún modo de hacer salir a Tom del apartamento. No paraba de dar vueltas a lo mismo y le amargaba la vida. Le devolvió la carpeta.
—Necesitas más datos.
—Bozhe moi, Sharon. Ya nye durák! ¡Dime algo que no sepa! He buscado y buscado. CLIO ha seguido todas las referencias a Eifelheim que hay en la red.
—Bueno, no todo está en la red —replicó ella—. ¿No hay viejos papeles polvorientos en archivos y almacenes de bibliotecas que nadie ha leído, mucho menos escaneado. Creía que eso era lo que hacíais los historiadores antes de tener ordenadores… Echar raíces junto a estantes polvorientos, quitar telarañas.
—Bueno… —dijo él, dudoso—. Todo lo que no esté on-line puede ser escaneado a petición…
—Eso es si sabes que el documento existe. ¿Y el material que no está catalogado?
Tom frunció los labios y la miró. Asintió lentamente.
—Había unos cuantos artículos sin importancia —admitió—. En su momento no parecieron demasiado prometedores, pero ahora… Bueno, como dicen: Cantabit vaceus coram latrone viator. —Le sonrió—. «Un hombre sin blanca canta antes que un ladrón» —explicó—. Como yo, ¿qué puede perder?
Se acomodó en su asiento y miró al techo, pellizcándose ausente el labio inferior. Sharon sonrió para sí. Conocía esa costumbre. Tom no estaba mal, pero era como una motocicleta vieja. Había que darle una buena patada para que arrancara.
Más tarde, cuando Tom se marchó a la biblioteca, Sharon advirtió la pantalla de CLIO todavía encendida y suspiró, exasperada. ¿Por qué Tom lo dejaba todo encendido siempre que salía? Ordenadores, luces, aparatos de música, televisores. Dejaba una estela de electrodomésticos en marcha tras de sí dondequiera que fuese.
Cruzó la habitación para apagar el PC, pero se detuvo con el dedo sobre la indicación del camino mientras contemplaba la celdilla vacía. Eifelheim… Un siniestro agujero negro rodeado por una constelación de poblaciones vivas. Algo horrible debía de haber sucedido allí una vez. Algo tan perverso que siete siglos más tarde la gente lo rehuía y había olvidado por qué.
Bruscamente, se apartó de la máquina. «No seas tonta», se dijo. Pero eso le recordó algo que había dicho Tom. Y eso a su vez la hizo dudar. ¿Y si…? Y nada volvió a ser igual.
II. AGOSTO DE 1348
Hora prima, en la conmemoración de Sixto II y sus diáconos
Cuando salió de la iglesia, Dietrich se encontró Oberhochwald hecho un caos: los tejados de paja caídos; los goznes de los postigos sueltos; las ovejas dando vueltas en los rediles y balando a la puerta del prado. Las mujeres gritaban o abrazaban a niños que sollozaban. Los hombres discutían y señalaban. Lorenz Schmidt estaba en la puerta de su fragua, con un martillo en la mano, buscando con los ojos un enemigo a quien golpear.
Dietrich inhaló el olor polvoriento y apremiante del humo. Desde el pórtico, donde podía ver el otro extremo de la aldea, vio techos de paja ardiendo. Más lejos, al otro lado del prado, nubes negras se congregaban sobre el Bosque Grande donde antes había estado el lustroso resplandor. Gregor Mauer, subido a una mesa, en su patio, gritaba y señalaba hacia el molino. Sus hijos, Gregerl y Seybke, corrían cargados con cubos. Theresia Gresch iba de casa en casa, enviando a la gente al arroyo. Al otro lado de la carretera de Oberreid, el puente levadizo del castillo de Manfred se alzó con un crujido de cadenas y un pelotón de soldados bajó corriendo la colina.